Está demostrado que el arbitraje es un mecanismo
rápido y efectivo de solución de controversias al que, sin embargo, en lugar de
fortalecerlo cada vez se trata de debilitarlo. No de otra manera puede
entenderse la decisión de crear, en el numeral 45.6 del artículo 45° del
Proyecto, un registro único de árbitros de suerte tal que sólo quienes se
encuentren allí inscritos puedan resolver las desavenencias que se produzcan en
los contratos que el Estado suscribe con sus proveedores. Otro tanto se puede decir del
registro único de secretarios que se crea en el numeral 45.7.
Con esas disposiciones se margina del
arbitraje a excelentes profesionales, de
distintas disciplinas, que no quieren ser árbitros y por lo tanto no están ni desean
estar inscritos en estos registros, pero
a los que eventualmente se invita o se puede invitar para que integren
tribunales y contribuyan con sus conocimientos
al esclarecimiento de algunos casos de especial complejidad. ¿Por qué
marginarlos? ¿Por qué el país se da el lujo de prescindir de esos expertos?
Impedir que las discusiones sobre prestaciones
adicionales puedan dirimirse en la vía arbitral es otro error en el que se
persiste, en el tercer párrafo del numeral 45.1, aún a sabiendas de que
permitirlo sería una extraordinaria señal hacia la comunidad internacional y
hacia los inversionistas.
Los plazos para iniciar una reclamación en materia
de nulidad, resolución y liquidación del contrato así como de ampliaciones de
plazo, recepción y conformidad de la prestación, valorizaciones y metrados, a
los que se refiere el numeral 45.2, se amplían, es cierto, de quince a treinta
días hábiles. No está mal, es verdad. Pero lo mejor hubiera sido regresar al
sistema abierto vigente hasta el 2012 que permitía demandar en cualquier
momento mientras no se haya terminado el contrato y se haya cancelado la última
deuda y que hacía posible incluso que algunos contratistas se abstengan de
emprender algunos arbitrajes porque al final compensaban sus costos y preferían
no distraer sus energías en dilucidar discrepancias concentrándose en sus
respectivos giros.
Exigir en el numeral 45.5 que los centros de
arbitraje tengan que acreditarse ante el Organismo Supervisor de las
Contrataciones del Estado es incorrecto porque va a propiciar la multiplicación
de instituciones arbitrales cuando lo más sensato es dejar que éstas sólo se
creen al amparo de las cámaras de comercio, de colegios profesionales de
especialidades afines a la actividad y de universidades con cierta antigüedad
en el medio y dejar también que se regulen por sus propias reglas.
Establecer ahora, en el segundo párrafo del numeral
45.6, que todos los árbitros tienen que ser especialistas o por lo menos tener
conocimientos en contrataciones con el Estado y para los presidentes o árbitros
únicos persistir en que además de eso deben ser también especialistas en
arbitraje y derecho administrativo es otro error. Lo que debería hacerse es
exigir que los árbitros tengan cierto recorrido y que sólo puedan serlo después
de algunos años de ejercicio profesional en cualquier disciplina vinculada a
las contrataciones con el Estado. Siempre es preferible un árbitro serio que
puede no ser un experto en esta materia pero que se asesorará adecuadamente a
un árbitro que amontona diplomados de dudosa procedencia pero de cuya seriedad
nadie puede dar fe.
Se dice que el Estado siempre pierde sus
arbitrajes. Eso no es cierto. Pero a fuerza de repetirlo sus adversarios tratan
de que eso se crea. En realidad las entidades pierden tanto como ganan. Lo han
demostrado estudios de la Universidad Católica y del Banco Mundial. Los
estudios también revelan que en un veinte por ciento de los casos el Estado
gana absolutamente todo. Si el contratista le reclama 100, el tribunal no le
concede nada. ¿Qué evidencian esos casos? Que no hay nada bajo la alfombra y
que hay contratistas que reclaman sin hacer una evaluación respecto de sus
posibilidades, que hay árbitros muy serios o que las entidades se defienden
mejor de lo que se piensa.
Las estadísticas dicen que el Estado gana el 50% y
pierde otro tanto. Sin embargo hay razones para creer que debería perder
un porcentaje mayor. Y es que cuando el contratista incumple sus obligaciones,
lo primero que hace la entidad es dejarle de pagar, después le aplica las
penalidades previstas, a continuación le resuelve el contrato, en seguida le
ejecuta las fianzas y por si fuera poco lo envía al Tribunal de Contrataciones
del Estado para que lo inhabiliten. Tiene cinco opciones para acogotar al
contratista. Si, en cambio, la entidad es la que incumple sus obligaciones, el
contratista sólo tiene una. Sólo puede reclamar en la vía arbitral. Por eso en
el noventa por ciento de los casos el contratista es el demandante y el Estado
el demandado. Sólo en un diez por ciento de los casos, el asunto es al revés.
La explicación es que el arbitraje es la única vía que tiene el contratista
para intentar que se le haga justicia, para intentar restablecer el equilibrio
contractual que puede romperse frente al incumplimiento de alguna parte. Ahora,
claro, si el contratista reclama lo que no le corresponde pues no gana nada.
Los árbitros no son tan cándidos como para darte lo que no te toca, más aún en
un sistema, como el nuestro, en el que la transparencia es absoluta y las
resoluciones y laudos se publican en los portales del OSCE.
PROPUESTA plantea que se eliminen de un plumazo el
tercer párrafo del numeral 45.1, el tercer párrafo del numeral 45.6, el numeral
45.7 y que se reformulen los numerales 45.2, 45.5 y el segundo párrafo del
45.6.
No hay comentarios:
Publicar un comentario