DE LUNES A
LUNES
Desde 1997, año de la
promulgación de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado 26850 –cuyo
proyecto tuve el honor de elaborar–, y más precisamente desde el año siguiente,
en que entró en vigencia, con la aprobación de su Reglamento, mediante el
Decreto Supremo 039-98-EF, vengo escuchando diversas voces que en distintos
tonos anuncian la eliminación del arbitraje como medio de solución de todas las
controversias que se suscitan en aquellas relaciones jurídicas sometidas a su
imperio.
En un principio eran voces
temblorosas que advertían que esa revolucionaria reforma no iba a prosperar y
no se iba a aprobar como parte de la norma que unificó regímenes dispersos y
consolidó todos los procesos de selección y sus consecuencias bajo un mismo
universo legislativo y bajo el imperio de un único Consejo Superior de
Contrataciones y Adquisiciones del Estado, el –para muchos– ya legendario
CONSUCODE.
La Ley ha ido cambiando con el
paso de los años. Ha experimentado varias modificaciones, algunas más
importantes que otras, unas más profundas que otras. Ninguna de ellas, sin
embargo, le ha quitado su esencia que es la de regular de manera ordenada y
uniforme todos los procesos o procedimientos de selección que convocan las
entidades del Estado con el objeto de contratar bienes, servicios y obras a lo
largo y ancho del territorio nacional.
Ha habido reformas significativas
en el 2001 y en el 2004 que dieron lugar a dos textos únicos ordenados de la
Ley y que dieron lugar también a otros reglamentos. En ambos cambios tuve
oportunidad de dar mi opinión a través de los medios de comunicación y en el
seno de las mesas de trabajo que se organizaron para el efecto. Después vino la
reforma del 2008 que en sus inicios pareció que iba a ser muy radical y que fue
promovida por destacados expertos del Banco Mundial y del Banco Interamericano
de Desarrollo, con quienes personalmente me entrevisté y a quienes, en mi
condición de padre de la criatura y de especialista en la materia, les di
algunos consejos respecto a la intención de reducir los alcances de las normas
para dejar en manos de cada entidad los detalles de cada convocatoria. Les
expliqué entonces los riesgos que, para países como los nuestros, puede generar
una legislación muy ligera y muy expuesta a la voracidad de aquellos
proveedores que sólo buscan sacarle la vuelta.
El Decreto Legislativo 1017, que
fue el fruto de ese esfuerzo, felizmente no incorporó grandes cambios –más allá
de la creación del novísimo Organismo Supervisor de las Contrataciones del
Estado, OSCE– entre otras razones porque se entendió finalmente que no hay nada
por descubrir en este rubro de las compras públicas y que lo que importa más
bien es la celeridad y eficiencia con se enfrentan los procesos y se consolidan
los contratos. Ello, no obstante, en lo que al arbitraje respecta, se
afianzaron las tendencias que propician mayores controles en un intento por
evitar que las malas prácticas encuentren alguna forma de expresarse a través
de este medio de solución de conflictos. Aparecieron las especialidades y las
nuevas obligaciones para los árbitros.
Sostuve en aquella ocasión y
sostengo ahora que la mejor forma de ganar ese combate contra la corrupción,
que infecta a todas las instituciones, es con transparencia, difundiendo todo:
designaciones, recusaciones, laudos, anulaciones, medidas cautelares y todo lo
que pueda resultar ilustrativo. Los líos entre privados, interesan sólo a los
privados, es cierto. No menos cierto es que los líos que comprenden al Estado,
nos interesan a todos. Y por esa razón, a diferencia del arbitraje entre
particulares, el arbitraje en compras públicas debe priorizar la publicación de
la mayoría de sus actuaciones.
Más recientemente, con la Ley
30225, vigente desde este año, pese a los evidentes avances en el conjunto, en
lo relativo a la resolución de divergencias se han acentuado los controles,
creándose un registro único de árbitros e impidiendo en los hechos que algún
profesional pueda contribuir con sus conocimientos al esclarecimiento de un asunto
particularmente complejo simplemente por no estar inscrito en él.
Se ha mantenido innecesariamente
un orden de prelación que devolvería a su tumba al mismo Kelsen. Se han
mantenido los plazos perentorios para iniciar los reclamos. Es verdad que se ha
estirado su duración al doble: de quince a treinta días. Lo que se requiere,
empero, no son plazos más amplios. Se necesita eliminar los plazos y dejar las
puertas abiertas para formular las peticiones en cualquier momento hasta antes
de que concluyan los contratos. Como era antes. Se insiste en aceptar la
acumulación de pretensiones sólo hasta antes de que concluya la etapa
probatoria como si no fuese posible hacerlo en cualquier momento hasta antes de
emitir el laudo con el objeto de propiciar la concentración de puntos
controvertidos y no su dispersión en varios procesos.
No hay que eliminar el arbitraje
de las contrataciones del Estado. Lo que hay que hacer es devolverle su
autenticidad y su razón de ser. Cuando hace 19 años propuse su incorporación en
la normativa sobre compras públicas lo hice convencido de que era la única
forma de resolver los problemas de manera rápida y eficaz. Cuando propuse
extraer esta clase de conflictos del Poder Judicial y llevarlos al arbitraje lo
hice convencido de que éste es un medio que los soluciona sin tanta regulación
y sin tanta burocracia. Con el correr del tiempo hemos creado tanta reglas y
tantas obligaciones que pronto no se diferenciará mucho de aquello de donde lo
sacamos. Esa, por lo demás, puede ser la explicación de los errores que hoy
lamentamos.
El mejor antídoto contra la
corrupción es la transparencia. Y si se insiste en conservar registros
obligatorios que lo sean sólo para los árbitros que deben elegir las entidades.
Si ellas seleccionan a profesionales honestos y competentes esa será la mejor
garantía de un proceso limpio y justo. Porque ese árbitro no permitirá que se
seleccione a un presidente que no ofrezca esas seguridades.
Al particular no lo obliguemos a
elegir de ningún registro. Dejémosle la posibilidad de designar a profesionales
que no están en el mercado arbitral pero que pueden aportar con sus
conocimientos y sus experiencias. Si el privado se equivoca en la elección
serán sus intereses y sus pretensiones las que podrán perderse. Si la entidad es
la que se equivoca, serán los intereses públicos los que se encontrarán
afectados y como a todos nos preocupa que estén cabalmente protegidos pues
habrá que poner los focos en estas nominaciones.
Ahora que, a propósito de las
facultades delegadas por el Congreso de la República al Ejecutivo para legislar
sobre diversos temas, se pretende modificar nuevamente la Ley de Contrataciones
del Estado, hagámoslo para mejorar sus alcances y en lo que toca al arbitraje,
que es una conquista envidiada por muchos otros países –que agotan esfuerzos
para reproducirlo en sus legislaciones–, hagamos lo indispensable para
fortalecerlo y devolverlo a sus orígenes.
EL
EDITOR