DE LUNES A LUNES
A la Contraloría General de la
República se le exige que verifique hasta el más mínimo detalle de toda clase
de inversiones sin advertir que su rol es el de supervisar la legalidad de la
ejecución del presupuesto general de la República, de las operaciones de la
deuda pública y de los actos de las instituciones sujetas a su ámbito, según lo
expresamente dispuesto en el artículo 82 de la Constitución del Estado. No es,
desde luego, hacerles la tarea ni cuestionar la que esas mismas instituciones
hacen.
Es absurdo pretender que la Contraloría
decida si los proyectistas de una obra de ingeniería han actuado correctamente
en el ejercicio de sus funciones, si los científicos que eligen algunas vacunas
para combatir la pandemia que azota al mundo han elegido la mejor opción o si
las Fuerzas Armadas han adquirido aviones de combate, buques artillados, tanques
todoterreno y material de guerra a precios razonables para las necesidades de
la defensa nacional, para citar sólo tres casos patéticos cuya resolución
demandaría obviamente contar con profesionales mucho más capacitados que
aquellos que han adoptado las medidas que son materia de revisión.
Si quisiéramos que la CGR haga todo
ello pues tendría que tener en la práctica, ella sí, todo un ejército de
expertos de tales calificaciones que para ahorrarse procesos sería
indispensable que ellos mismos hagan las adquisiciones que el país requiere para
no tener que despilfarrar fondos y tiempos valiosos en organizar licitaciones y
concursos en las dependencias de absolutamente todos los sectores de la
administración pública. El gobierno de las naciones se divide en áreas en
función de las especialidades de los funcionarios que las integran y que,
precisamente en razón de su experiencia, conocimientos y formación profesional,
están en condiciones de dirigirlas. Es imposible imaginar una entidad que pueda
hacerlo todo o que pueda controlar que todo lo que hacen los demás, lo hagan siempre
correctamente hasta en las cuestiones más específicas.
La legalidad a la que hace referencia
la Constitución es la cualidad de cualquier acto de estar prescrito por ley y desarrollado
conforme a ella. Si hay que cuidar la legalidad de la ejecución del presupuesto
del sector público pues lo que corresponde es verificar si cada partida se ha
invertido en aquello para lo que fue asignado y no desviado del destino
dispuesto con antelación. Naturalmente que ello no excluye la posibilidad de
activar alertas allí donde encuentre algún indicio de malversación o de un
ilícito en el que eventualmente podrían haber incurrido ciertos funcionarios
con el objeto de favorecer a determinado postor o de encarecer a su favor
alguna prestación. Esa, sin embargo, debe ser la excepción y sólo prosperar en
situaciones muy puntuales que requieran la apertura de una investigación
especial dentro del marco de un debido proceso con la participación de expertos
que pudieran ofrecer alcances concretos respecto de los delitos perpetrados
para no incidir en el triste espectáculo de ordenar procesos que ponen en tela
de juicio la idoneidad de cientos de servidores públicos que al cabo de un
tiempo son liberados de toda responsabilidad después de haber manchado sus
trayectorias innecesariamente y de haberlos sometido a ellos mismos al drama de
tener que defenderse gastando lo que no tienen en abogados, peritos, trámites y
diligencias absurdas que consumen gran parte de los años de su propia
jubilación que debería destinarse al merecido descanso luego de toda una vida
entregada a la nación.
Supervisar la legalidad de las
operaciones de la deuda pública implica, a su turno, controlar que ésta no
desborde los límites previstos por la normativa y que se honre en la forma
pactada para no perjudicar los fondos del tesoro con mayores cargas impositivas
de cualquier índole, mayores intereses y mayores comisiones financieras. Por
último, supervisar los actos de las instituciones que se encuentran bajo su
ámbito supone verificar que las decisiones que toman se ajusten a sus
respectivos objetivos y que encajen dentro de los planes de trabajo y programas
de inversión aprobados en su debida oportunidad.
El artículo 81 de la Constitución le encomienda
a la Contraloría la elaboración de un informe de auditoría sobre la Cuenta
General de la República, que reproduce lo hecho durante un ejercicio a
diferencia del presupuesto que reproduce lo que se quiere hacer durante el
mismo período. La Cuenta General es remitida por el Presidente al Congreso
antes del 15 de agosto de cada año y es examinada y dictaminada por una
comisión revisora para verse en el pleno hasta el 30 de octubre. Si el
Parlamento no aprueba la respectiva ley hasta esa fecha, se envía el dictamen
al Ejecutivo para que lo promulgue a través de un decreto legislativo.
El artículo 199 de la Carta le encarga,
finalmente, supervisar a los gobiernos regionales y locales que a su vez son
fiscalizados por sus propios órganos y por aquellos que tengan tal atribución
por algún mandato constitucional o legal. La CGR organiza a tal efecto un
sistema de control descentralizado y permanente que verifica, entre otras
labores, que esos gobiernos formulen sus presupuestos con la participación de la
población y rindan cuenta de la ejecución bajo responsabilidad.
La Contraloría por consiguiente es el
aliado natural de los funcionarios que cumplen con sus obligaciones y no puede,
en modo alguno, convertirse en enemiga de ellos ni en un obstáculo para el
desarrollo nacional, papel que en ocasiones se encuentra forzada a asumir
cuando los propios servidores públicos la terminan involucrando en operaciones
en las que no debería tener ninguna participación. Es lo que sucede con frecuencia
cuando las entidades se abstienen de dilucidar discrepancias y elegir
alternativas de acción ante el temor de que los órganos de control detecten cierta
inconsistencia en sus acciones y procedan a abrirles investigaciones destinadas
a identificar indicios de la comisión de algún delito con lo que
definitivamente arruinan sus carreras y los obligan a tener que cargar con su
propia defensa que, como queda dicho, demanda costos elevados y tiempos
valiosos.
Al renunciar a sus funciones también
dejan el espacio para que los órganos que dependen de la CGR llenen los vacíos
y sustituyan a quienes están mejor capacitados para resolver los problemas que
surgen todos los días, con la ventaja adicional de que a ellos nadie les
observará sus posiciones ni se atreverán a discutirlas o siquiera a ponerlas en
tela de juicio, sin percatarse que la fórmula es perversa porque alienta un
mecanismo equivocado que conduce, como no podría ser de otro modo, a decisiones
igualmente equivocadas, centralizadas y burocráticas adoptadas por quienes no deben
hacerlo.
El ejemplo clásico es el espesor del
asfalto de una determinada carretera que el proyectista, experto seleccionado a
través de un concurso con requisitos muy exigentes, diseña ligeramente por
encima de la recomendación mínima de los reglamentos internacionales por cuanto
en el país no hay balanzas que controlen las cargas que soportan las vías de
comunicación y en consideración a la continua presencia de grandes camiones por
tratarse la elegida de una zona minera de tráfico pesado y fluido. El órgano de
control estima, de ordinario, que el especialista le ha generado un ingreso
indebido al contratista y no sólo lo hace responsable del mayor costo de la
obra sino que pretende que él reembolse ese exceso con lo que de seguro tendrá
que perder toda la retribución recibida y mucho más.
Lo paradójico es que si por ventura el
mismo profesional se hubiera ceñido a los niveles de grosor que recogen las
normas y manuales y la pista se hubiera destrozado por el manifiesto y
descontrolado sobrepeso que habría recibido, el mismo órgano dependiente de la
CGR también lo hubiera hecho responsable y habría pretendido que él sufrague la
reparación de la vía por no haber previsto ese riesgo evidente. Esto es,
exactamente el mundo al revés. Culpable por poner de más y culpable por poner
de menos. Eso pasa en todos los sectores, todos los días y en todos los
contratos que suscriben las entidades del Estado y que están sujetas a esta
clase de escrutinios.
Todo parece indicar, por otra parte,
que el atraso en la adquisición de las vacunas para hacer frente al Covid-19 se
ha ocasionado en el Perú por el temor de las autoridades a contraer compromisos
con laboratorios que estaban en las etapas de experimentación y aún sin la
aprobación indispensable para salir al mercado. Los otros países se nos
adelantaron y ya están recibiendo sus primeras dosis, mucho antes que nosotros
que, sin duda, también vamos a tener las nuestras pero a precios notoriamente
más elevados, con notorio retraso y probablemente sin los más altos estándares
de efectividad. Los contratos no se suscribían porque la legislación no
permitía a las entidades celebrar convenios sobre bienes futuros no terminados.
Hubo necesidad de expedir un decreto de urgencia para viabilizar el encargo
pero las ofertas y el tiempo perdidos ya no podían recuperarse.
En breve aparecerán las denuncias
contra los funcionarios que demoraron el proceso de adquisición de las vacunas
y contra aquellos que compraron a precios más altos que el que han pagado los
vecinos. Unos culpables por no comprar y otros culpables por comprar.
¿Por qué se niegan los funcionarios
públicos a estampar sus firmas en estos documentos? Por la misma razón que no
firman las cláusulas adicionales o adendas de los contratos que deben ampliar
sus plazos o alcances. Porque una malhadada campaña destinada a confundir a la
opinión pública ha hecho creer que para lo único que sirven estos papeles es
para enriquecer a quienes trafican con los intereses nacionales. Si se conviene
en comprar diez aviones de combate de determinadas características y en el
camino se descubre que los precios de esas mismas unidades están por elevarse
en forma considerable, pues se decide sobre la marcha adquirir cinco más. Nadie
cree ese cuento y si por casualidad la operación prospera la autoridad
responsable con toda seguridad será sometida a investigación. Pero lo será
tanto por comprar los cinco aviones adicionales como por no hacerlo y
desaprovechar esta ocasión tan beneficiosa para la economía del país.
No se puede vivir pensando que todos
actúan movidos por el afán de delinquir y esquilmar los fondos públicos. Es
verdad que hay mucha corrupción y que hay que perseguirla y combatirla con todo
el peso de la ley. En ese afán sin embargo no se puede entorpecer o paralizar
la ejecución de licitaciones y contratos destinados a fomentar el desarrollo
nacional como desafortunadamente está ocurriendo desde un tiempo atrás. Hay que
denunciar todos los ilícitos que se detecten pero no hay que detener por ningún
motivo el progreso del país.
Es hora de revertir la tragedia descrita
y de rescatar a la Contraloría General de la República para que haga la muy
valiosa tarea que le corresponde y no obligarla a cumplir labores para las que
no está preparada.
EL EDITOR