El 3 de junio del 2008 se aprobó en Consejo de Ministros el Decreto Legislativo 1017 en uso de las facultades que el Congreso de la República le había delegado al Poder Ejecutivo, a través de la Ley 29157, para que en un plazo de ciento ochenta días calendario regule diversas materias relacionadas con la implementación del Acuerdo de Promoción Comercial suscrito con los Estados Unidos de Norteamérica y con el apoyo a la competitividad económica para su mejor aprovechamiento, entre las que se encontraban la mejora del marco normativo, la simplificación administrativa y la modernización del país.
El Decreto Legislativo 1017 aprobó una nueva Ley de Contrataciones del Estado que sustituyó a la original Ley 26850 de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, así denominada, que estuvo vigente desde 1998 y que ya había experimentado varias modificaciones que dieron lugar, entre otros, a dos textos únicos ordenados, aprobados mediante los Decretos Supremos 021-2001-PCM y 083-2004-PCM.
La promulgación de una nueva Ley o la incorporación de cambios sustanciales en la que regía se estuvo discutiendo desde varios meses atrás. Varias iniciativas parlamentarias mudaban de una comisión a otra, entre ellas el Proyecto de Ley 1490-2007-PE remitido precisamente por el Gobierno al Parlamento mediante Oficio 157-2007-PR con fecha 7 de agosto de 2007.
El artículo 52 de este proyecto abordaba el asunto de la solución de controversias durante la ejecución del contrato. Su tercer párrafo establecía que “el árbitro único y el presidente del tribunal arbitral deben ser necesariamente abogados, pudiendo los demás integrantes del colegiado ser expertos o profesionales de otras materias. La designación de los árbitros y demás aspectos de la composición del tribunal arbitral serán regulados en el Reglamento.” No introducía mayores novedades como no lo hacía el proyecto en su conjunto. Así yo lo había recomendado y seguramente otros profesionales consultados por una delegación del Banco Mundial que se instaló en el ministerio de Economía y Finanzas y cuya tarea era dejar el borrador debidamente perfilado.
El tercer párrafo del artículo 52 del Decreto Legislativo repite el mismo texto con un agregado pequeño pero de trascendencia capital, estipulando que “el árbitro único y el presidente del tribunal arbitral deben ser necesariamente abogados, que cuenten con especialización acreditada en derecho administrativo, arbitraje y contrataciones con el Estado, pudiendo los demás integrantes del colegiado ser expertos o profesionales de otras materias. La designación de los árbitros y demás aspectos de la composición del tribunal arbitral serán regulados en el Reglamento.”
¿Qué pasó entre uno y otro texto? En el Congreso no pasó nada. Nada importante al punto que los presidentes regionales fueron a Palacio de Gobierno a quejarse directamente con el presidente de la República por los supuestamente malos arbitrajes que padecían y a los que culpaban por el atraso de las inversiones públicas y señaladamente de las obras cuya culminación el jefe de Estado esperaba con comprensible impaciencia.
Indignado por el atraso del Congreso el inquilino de la Casa de Pizarro de entonces pidió que le devuelvan el proyecto en el estado en que se encuentre y optó por promulgarlo mediante un Decreto Legislativo en el entendido de que el trámite iba a ser más expeditivo y que iba a satisfacer la inquietud de todo el país. Para ese efecto sustentó con éxito que la norma constituye un avance en muchos aspectos en línea con la modernización del Estado.
Alguien en Palacio, sin embargo, cometió el error de crear obstáculos para el desarrollo de la función arbitral pensando que imponiéndoles a los árbitros la necesidad de acreditar tres especialidades totalmente arbitrarias y sin ningún sentido se iba a lograr satisfacer las presuntamente justas reclamaciones de las regiones expresadas por sus respectivos gobernadores. Las famosas tres especialidades fueron derecho administrativo, arbitraje y contrataciones con el Estado. ¿Cómo se iban a acreditar?
Nadie pensó en eso. El proyecto de Reglamento, que el ministerio de Economía y Finanzas lo tenía terminado, no se ocupó de eso por la sencilla razón de que no existía esa obligación en ningún proyecto que se manejaba hasta ese momento. Se aprobó el Reglamento, mediante Decreto Supremo 184-2008-EF, publicado en el diario oficial el jueves 1 de enero del 2009, mientras todo el mundo celebraba el advenimiento de un nuevo año. En medio de los festejos no se advirtió que el artículo 220 prescribió escuetamente que “el arbitraje será resuelto por árbitro único o por un tribunal arbitral conformado por tres (3) árbitros, según el acuerdo de las partes. A falta de acuerdo entre las partes, o en caso de duda, será resuelto por árbitro único” para luego agregar tajantemente que “el árbitro único y el presidente del tribunal arbitral deben ser necesariamente abogados.”
Había transcurrido más de medio año desde la promulgación de la nueva Ley y de la incorporación en ella de las tres especialidades pero el Reglamento no se percató de ese requisito adicional que se les impuso a los árbitros únicos y a los presidentes de los tribunales arbitrales. Esa omisión dejó en el aire la fórmula mágica para probar si se las tenía, hasta que el Texto Único de Procedimientos Administrativos del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE) -que sustituyó al antiguo, recordado y querido CONSUCODE-, aprobado mediante Decreto Supremo 292-2009-EF, vigente desde el 15 de enero del 2009, después de otro medio año, dispuso que se acreditarían aprobando el curso de formación que esta novísima institución dictaría o, en su defecto, contando con una capacitación mínima de 120 horas académicas en cada especialidad.
El TUPA hizo posible el cumplimiento de esta nueva exigencia. Al mismo tiempo creó, sin querer desde luego, un problema mayúsculo que propició que muchos árbitros destacados y de amplia experiencia opten por alejarse del registro oficial. La ley no comprendió que la esencia del arbitraje es la desregularización normativa y que precisamente huyendo de la sobrerregulación con que la administración de justicia ordinaria asfixia a los procesos, extrajo de la competencia del Poder Judicial las controversias relativas a la contratación pública para resolverlas en una vía rápida y eficaz y totalmente desburocratizada.
Es hora de eliminar ese requisito de las especialidades que en realidad nadie puede acreditar cabalmente y dejar en libertad a las partes para que elijan a quienes estiman pertinentes como árbitros. Las entidades, que administran fondos públicos, tienen que ejercer esa libertad dentro de los límites cuando menos de los registros de algunas instituciones arbitrales. Los particulares que contratan con ellas y que administran fondos de su propiedad, pueden ejercer esa libertad sin ninguna limitación. Si el arbitraje se lleva en un centro pues tendrán que elegir a un árbitro de ese registro o de lo contrario esperar que su elegido sea aprobado por la institución arbitral y pueda actuar bajo el imperio de sus regulaciones. Si el arbitraje es ad hoc, pueden nombrar a quien consideren adecuado. Si les sale mal el proceso, es su problema. Y finalmente es su dinero.
Lo que no puede hacerse, como ya lo hemos dicho, es cercenar la libertad de las partes y circunscribir la elección de árbitros a círculos cada vez más pequeños. No hay que ahuyentar a los mejores profesionales de la posibilidad de contribuir con sus conocimientos a la resolución de conflictos especialmente complejos. Hay que alentarlos para que acepten los pedidos que se les formule. Un buena manera de empezar a transitar por este camino es pulverizando esas especialidades y abrir las puertas del arbitraje de par en par. No hay que temer a la libertad.
EL EDITOR