lunes, 27 de septiembre de 2021

La contratación de consultores de ingeniería

 DE LUNES A LUNES

La Federación Panamericana de Consultores tuvo la gentileza de invitarme a participar en una Mesa Redonda destinada a examinar las Mejores Prácticas en el sector de Ingeniería de Consulta en la región, que se desarrolló hoy lunes en horas de la mañana y se transmitió en forma simultánea a todos los países miembros de América Latina, España y Portugal.

A continuación la transcripción de algunas partes de mi exposición:

Empecemos por definir que es ingeniería de consulta, denominación que con diversas variantes se emplea para referirse a la actividad cuyo objeto es el desarrollo de proyectos, desde la concepción y la definición de procesos y especificación de equipos hasta la supervisión, gerencia, administración y puesta en marcha de las obras que se ejecutan para materializarlos. Es el trabajo intelectual que pone la tecnología al servicio de la sociedad. La ingeniería de consulta transforma ideas en proyectos ambientalmente sostenibles en el propósito de mejorar la calidad de vida constituyéndose por ello en un recurso estratégico para el progreso económico y social de los países, actualizándose constantemente a fin de responder a las exigencias de los tiempos.

En el Perú la Ley 23554, promulgada en 1982, dispuso que los servicios de consultoría, para los efectos de lo que ella regulaba, eran las actividades desarrolladas por profesionales de todas las especialidades con estudios superiores, en la realización de investigaciones, estudios, diseños, supervisiones y asesorías relacionadas con el desarrollo y que actuaban en forma individual, integrando sociedades o en asociación. Esa misma Ley de Consultoría, así llamada, estableció un orden de prelación para la contratación de estos servicios y facilitó la asociación de empresas extranjeras con nacionales a efectos de participar en los proyectos de inversión.

Lo más importante de la Ley 23554 fue señalar categóricamente que para la selección de servicios de consultoría se realizaban concursos públicos de méritos basados en las calificaciones técnicas de los participantes. Esta disposición impedía que el precio que se ofrecía incida en la adjudicación, tanto así, que en aplicación de su Reglamento, cuya versión final tuve el honor de compilar y revisar en 1987, solo al postor que obtenía el primer lugar se le abría su oferta.

Para elegir al ganador del concurso se evaluaba la propuesta técnica de cada postor que incluía factores referidos al consultor, al personal asignado al servicio y al servicio mismo, materia del proceso. Entre los factores referidos al consultor se calificaba el tiempo en la actividad y el tiempo en la especialidad, que no es igual. Uno es el período que el postor tiene como consultor en diversas ramas de la ingeniería y el otro es el período que tiene como consultor en la especialidad que es objeto del concurso. También se examinaban los trabajos en la especialidad y los trabajos similares; la infraestructura, los recursos, la organización y el personal técnico con más de dos años de antigüedad con el postor; la relación de personal administrativo; la relación de personal técnico de la especialidad y la información sobre sanciones impuestas por los entes reguladores. Toda esta información permitía verificar la presencia del postor en el giro, los conocimientos y la experiencia que podía haber adquirido en el negocio y en la materia con la que se va a enfrentar así como comprobar que no es un aventurero que viene de la nada y que así como viene se va.

Entre los factores referidos al personal asignado al servicio se evaluaban sus conocimientos, los estudios realizados, los títulos obtenidos, los idiomas que domina, las publicaciones efectuadas y su labor docente así como la experiencia acumulada en la profesión, en cargos desempeñados y en trabajos realizados. Como se trataba de concursos había que competir y cada postor se preocupaba de conformar el mejor equipo para lograr la más alta puntuación.

Finalmente en lo que respecta a los factores referidos al servicio materia del concurso, se calificaba la descripción detallada del servicio ofrecido por el consultor de acuerdo a la interpretación que hacía del expediente técnico; esto es, cómo imaginaba el postor que iba a encarar el trabajo. Se evaluaba el enfoque y la concepción del proyecto; se examinaban asimismo los comentarios, sugerencias y/o aportes a los términos de referencia, con los que el postor los enriquecía a fin de optimizar la prestación y obtener el mayor beneficio para su cliente. Lo mismo sucedía con el plan de trabajo propuesto que era la parte medular de la documentación que se presentaba pues reflejaba lo que se iba a hacer; incluyéndose además el esquema de la organización que se planteaba para el desarrollo del servicio; la programación de la prestación y los recursos a ser utilizados en ella.

El Reglamento admitía que la evaluación de estos factores referidos al servicio materia del concurso se hacía con el objeto de apreciar la propuesta en detalle y poder asignar los puntajes que permitían establecer el correspondiente orden de méritos. A estos factores se les reservaba una puntuación mayor en términos generales que la fijada para los factores relativos al propio postor o al personal asignado al servicio. La razón es que estos factores referidos al servicio son los que marcan la diferencia entre una propuesta y otra.

Cada miembro de la comisión de Evaluación en forma independiente asignaba los puntajes de acuerdo a los rangos determinados en la norma, el presidente sacaba el promedio aritmético correspondiente a cada postor y se elaboraba el señalado orden de méritos. Se declaraban aptos a aquellos postores que alcanzaban 60 puntos sobre 100 posibles. En caso de empate, lo que era bastante improbable, el orden de méritos se definía por sorteo, se publicaba en el diario oficial y en otro de circulación nacional.

Recién entonces se tomaba conocimiento del contenido de la propuesta económica del postor que había quedado en primer lugar, en su presencia. Esta quizás fue una de las mayores virtudes de este régimen que estuvo vigente una década. El precio de cada postor no tenía, como no debe tener, ninguna influencia en la determinación del ganador. Como sucede hasta ahora en algunos procesos financiados por el Banco Mundial, por el Banco Interamericano de Desarrollo o por otras instituciones multilaterales o gobiernos de otras naciones en los que lo que importa es la calidad del servicio, en los que quien convoca el proceso no está en condiciones de correr el riesgo de hacer adjudicaciones temerarias que indefectiblemente retrasan su programa de inversiones.

La propuesta económica era analizada en cuanto a sus alcances y compatibilidades con los términos expuestos en la propuesta técnica. Se verificaba que ambos documentos sean complementarios y guarden perfecta armonía. Efectuado este análisis se iniciaba la negociación que no tenía otro objeto que ultimar los detalles que pudieran haber quedado pendientes y despejar las incógnitas que hubieren aflorado durante el proceso. Sólo en el caso de que la propuesta económica del ganador estuviese por encima del presupuesto base y el postor no aceptase reducirla, se daba por terminada la negociación con este postor y se invitaba a aquel que ocupó el segundo lugar y se procedía del mismo modo. De no haber acuerdo con el segundo, se invitaba al tercero y así sucesivamente, destacándose que no podía reiniciarse la negociación con un postor con el que no se había llegado a acuerdo así como tampoco se podía cerrar el contrato por un monto superior a alguno con el que no se había llegado a acuerdo con los postores con los que se había tratado previamente.

En cuanto se llegaba a acuerdo se procedía a la redacción y suscripción del contrato. Había menos descontentos y menos impugnaciones. No como ahora que todo se cuestiona, todo se critica y todo se impugna. Como si el negocio del Estado estuviese en los litigios y no en la ejecución de sus proyectos.

El régimen creado por la Ley de Consultoría, que hemos resumido por considerarlo idóneo para la selección de esta clase de servicios, estuvo vigente hasta que se promulgó la Ley 26850, en 1997, cuyo primer proyecto, por esas coincidencias del destino, también tuve la suerte de elaborar, recogiendo las tendencias de otro momento e introduciendo otras modificaciones legislativas como el arbitraje como medio de solución de controversias que es una medida pionera, admirada en todo el mundo y que por fortuna perdura hasta hoy.

La Ley de Contrataciones del Estado unificó en un solo marco normativo al Reglamento Único de Licitaciones y Contratos de Obras Públicas, a la Ley de Consultoría, al Reglamento General de las Actividades de Consultoría y al Reglamento Único de Adquisiciones. Unificó también el Registro de Contratistas y el Registro de Consultores creando uno solo que ahora se llama Registro Nacional de Proveedores y en el que deben estar inscritos todos aquellos que quieran contratar con el Estado. Hizo lo propio con el Consejo Superior de Licitaciones y Contratos de Obras Públicas, con el Consejo Nacional Superior de Consultoría y otros consejos regionales, cuyos tribunales además eran última instancia administrativa para cualquier reclamación derivada de todas las licitaciones y concursos que convocaban las entidades del Estado. En otras palabras, reunió en una sola ley los procesos para la selección de obras, proyectos, supervisiones y para las adquisiciones de bienes y servicios de toda índole.

Esta nueva Ley ha sufrido a lo largo de los últimos veinticuatro años múltiples reformas sin perder su esencia ni los principios sobre los que descansa. Incluso se han promulgado otras que reproducen casi todas sus disposiciones con variantes muy ligeras. La última es la Ley 30225 que también ha experimentado varios cambios, conservando siempre, como queda dicho, el espíritu que anima a todas. Como toda norma tiene virtudes y defectos. Entre estos últimos, sin ninguna duda, sobresale aquel relativo a la selección de consultores que pese a nuestros esfuerzos no reproduce el emblemático modelo que la Ley de Consultoría había consagrado con notable éxito.

Actualmente la selección de consultores se hace sobre la base de la evaluación de la propuesta técnica y económica que inciden en la calificación final de cada postor. La propuesta técnica incide en un 80% y la propuesta económica en un 20%. La norma establece que los factores de evaluación deben ser objetivos como si en el régimen anterior no lo fueran. En el régimen anterior era perfectamente objetivo distinguir una mejor oferta de otra al punto que ninguna propuesta recibía la misma puntuación que otra, como en los exámenes que rinden los estudiantes y que obtienen distintas calificaciones sin que nadie se atreva a impugnarlos por carecer de objetividad. El examen distingue con toda nitidez al alumno que sabe del que no sabe, al que sabe mucho del que sabe poco, al que sabe un poco más del que sabe un poco menos. Así es también en el mundo de la consultoría.

Ahora, sin embargo, en el afán de ser objetivos se han reducido los factores de evaluación y sólo se considera, para la propuesta técnica, al menos uno de un pequeño conjunto en el que aparecen: la experiencia del postor en la especialidad, la metodología propuesta, los conocimientos del proyecto y la identificación de facilidades, dificultades y propuestas de solución, aquellos relacionados con la sostenibilidad ambiental y otros que establezcan las bases estándar que apruebe el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado. Nuestra reiterada exigencia es que se consideren por lo menos todos esos factores y no solo uno. Lo contrario no permite una adecuada selección y fomenta los empates masivos que se resuelven por sorteo y que por cierto no ofrecen ninguna garantía.

El comité de selección determina si las ofertas cumplen con los requisitos de calificación. Si no cumplen son descalificadas. A continuación se evalúan las propuestas técnicas. Sólo pasan a la siguiente etapa las que alcancen el puntaje mínimo precisado en las bases.

En la evaluación económica se le asigna el puntaje más alto a la oferta de menor monto. Sin llegar a ser una subasta inversa, método también recogido en la legislación y previsto para bienes y servicios de carácter uniforme, se parece mucho a ella porque quien cotiza más está perdido. Para la elaboración de expedientes técnicos y para supervisiones no se admiten propuestas por menos del 90% del presupuesto lo que obliga a todos los postores a presentarse por ese monto porque nadie puede prescindir de estos valiosos puntos que dejaría de obtener si ofrece una propuesta por una suma mayor. La elaboración de otros estudios, sin embargo, no tiene esa protección y no hay ningún límite. En ese escenario pueden presentarse las denominadas ofertas ruinosas con montos manifiestamente insuficientes para el desarrollo del encargo. Es verdad que la entidad que convoca el proceso puede rechazarlas pero para que este trámite prospere se requiere que previamente se le ofrezca al postor la posibilidad de justificar sus precios, algo que sin duda alguna, hará, como el felino que se tiende y se agita en el suelo con la seguridad de que si no lo hace, perderá la adjudicación. Entretanto, no habrá funcionario dispuesto a desechar una oferta notoriamente más baja que todas las demás, razón adicional para considerar como perverso este sistema que pretende ubicar a parte de la consultoría entre los servicios estándar y sin valor agregado cuya contratación depende únicamente del precio que oferten.

Si al sumarse los puntajes de las propuestas técnicas y económicas se produce un empate, lo que es habitual en este régimen, se procede a otorgar la buena pro al postor que haya obtenido el mejor puntaje técnico y si persistiera el empate, lo que también es frecuente por las razones señaladas, a través del sorteo, con lo que terminamos confiando nuestro futuro al azar.

Eso debe cambiar. Debemos volver al régimen que teníamos antes de 1997. De lo contrario, tendrá que rehacerse lo que se hace mal y como la historia se ha cansado de demostrarlo: lo barato saldrá siempre caro.

Ricardo Gandolfo Cortés

domingo, 19 de septiembre de 2021

El arbitraje como medio de solución de controversias en la contratación pública

 DE LUNES A LUNES 

Las controversias que se suscitan en los contratos que suscriben las entidades del Estado para la ejecución y supervisión de obras, la elaboración de estudios, la prestación de servicios diversos y la adquisición de toda clase de bienes se dilucidan desde hace veintitrés años a través de los denominados medios alternativos tales como la conciliación, el arbitraje y más recientemente a través de la JRD. En la auroral Ley de Contrataciones del Estado 26850, cuyo primer proyecto redacté personalmente, incorporé esta fórmula en busca de una solución rápida y eficaz de los problemas que podrían presentarse, retirándolas de la competencia del Poder Judicial, cuya carga procesal desde entonces y hasta ahora hace virtualmente imposible que esta clase de conflictos se resuelvan en períodos más o menos aceptables.

En la vía judicial es habitual que los pleitos demoren varios años. En la opción elegida los litigios pueden consumir varios meses. No más. De ordinario, el tiempo que se tarda en expedir un laudo depende de la complejidad de cada caso y no del plazo de duración del contrato, como creen o como quisieran algunos proveedores. Es posible que un contrato más extenso pueda tener un arbitraje más largo y un contrato de breve plazo pueda resolver una reclamación en un período más corto. Pero eso no es siempre así al punto que hace poco no prosperó, como no podía ser otra manera, una iniciativa para establecer como regla obligatoria que los arbitrajes no puedan tener una duración superior a la décima parte del plazo del respectivo contrato con prescindencia absoluta de las pretensiones que están en juego. Yo mismo estuve en contra de esa propuesta.

La evidencia de que las disputas que se generaban en contratos que incluían cláusulas de solución de discrepancias en la vía arbitral, financiados con créditos procedentes del exterior, de organismos multilaterales, del Banco Mundial o del Banco Interamericano de Desarrollo, se resolvían muy rápidamente, a diferencia de las controversias que se desprendían de los contratos que no comprendían esta opción, financiados con fondos del tesoro público, esto es, con dinero de todos los peruanos, que tardaban muchos años en resolverse con la consecuente paralización de obras e inversiones, me impulsó a introducir el arbitraje en la Ley de Contrataciones del Estado.

La fórmula, ciertamente, ha despertado el interés de muchos países en los que la administración de justicia padece los mismos problemas. Desde luego, no despierta ningún interés en Norteamérica y Europa donde los juicios son muy expeditivos y cualquier ciudadano puede encontrar la justicia que reclama en su debida oportunidad sin tener que buscar otras salidas. La vigencia del arbitraje en esas circunscripciones está vinculada exclusivamente al carácter especializado de los profesionales a los que uno elige para desempeñar la noble función de impartir justicia. Las disputas comerciales se dilucidan básicamente mediante los mecanismos alternativos por esa característica que les ofrece mejores garantías a las partes.

Ello, no obstante, en nuestro propio medio con frecuencia se encuentra enemigos de esta forma de solucionar las desavenencias que confronta la contratación pública. El argumento que con cierta periodicidad se esgrime es que el Estado pierde la mayoría de arbitrajes, que es el mecanismo que acumula la mayor cantidad de procesos. Nada más alejado de la realidad. En cifras históricas, los tribunales arbitrales le ordenan pagar al Estado el 43 por ciento de lo que sus contratistas le reclaman, según datos coincidentes de los estudios efectuados por la Contraloría General de la República, el Centro de Arbitraje de la Pontificia Universidad Católica del Perú, el Banco Mundial y el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado, en distintos momentos pero sobre premisas más o menos similares. Es cuestión de examinar los resultados que arrojan y sacar conclusiones que demuestran que los procuradores públicos se defienden mucho mejor de lo que se piensa.

Digo que el 43 por ciento del monto total demandado es lo que los tribunales arbitrales le ordenan pagar al Estado, porque otra historia es que los proveedores logren cobrarle. Si la estadística reflejara cuánto es lo que las entidades finalmente pagan, de seguro que el porcentaje sería todavía más bajo. Es verdad que los particulares demandan en el 95 por ciento de los casos y que las entidades solo en el 5 por ciento. Pero eso es porque el Estado, sin tener que tomarse la molestia de iniciar un arbitraje, tiene hasta cinco formas todavía más efectivas para exigirle al mal contratista el cumplimiento de sus obligaciones: le deja de pagar, le aplica penalidades, le resuelve el contrato, le ejecuta las fianzas y, por último, lo envía al Tribunal del OSCE para que lo inhabiliten. Sin embargo, incluso esas opciones no son pan de todos los días porque los propios proveedores cuidan mucho sus ingresos futuros, su prestigio y su vigencia en el mercado y no se arriesgan preocupándose más bien en concluir de la mejor manera los contratos que celebran.

Inventar arbitrajes para esquilmarle al Estado dineros y derechos que no le corresponden al contratista no es una práctica común y tampoco es tarea sencilla porque hay que comprometer a muchos actores y crear mucha documentación y muchas pruebas artificiales. Más fácil es incurrir en otros ilícitos si de lo que se trata es de apropiarse indebidamente de los fondos públicos. Actos de corrupción pueden ocurrir como ocurren en el Poder Judicial, en las adquisiciones que se concretan al margen de la Ley de Contrataciones del Estado, en una notaría o ante la SUNAT al emitirse una declaración jurada de impuestos que esconde utilidades y operaciones fraudulentas. Sin embargo, que ocurran esporádicamente en el arbitraje no es razón para proscribir aquello que nos ha permitido cosechar como país pionero en la materia, merecidos reconocimientos internacionales. Tampoco es razón para no perseguir las prácticas perversas y los delitos con toda la fuerza de la ley. Esa, empero, es otro objetivo. Que no debe detenerse pero que tampoco puede constituir un obstáculo para la cabal ejecución de las inversiones que la república aguarda.

Lo que debemos hacer es fortalecer al Poder Judicial y agradecerle a la conciliación, a la JRD y al arbitraje que puedan contribuir a aligerarle su pesada carga procesal. Mientras más litigios puedan derivarse al arbitraje, cuanto mejor, porque los jueces se abocarán a resolver los problemas de orden público y aquellos que agobian a los más necesitados. En paralelo debemos continuar el esfuerzo por sincerar los arbitrajes. No es posible que, según las mismas investigaciones a las que hemos hecho referencia, sólo el 25 por ciento de los casos constituyan efectivamente pleitos entre posiciones antagónicas y que el 75 por ciento de los casos sean pedidos para que se declaren derechos que ninguna parte discute, como ampliaciones de plazo, pagos diversos, penalidades equivocadamente impuestas, resoluciones contractuales improcedentes, adelantos pendientes, liquidaciones incompletas, entre otros. Pese a que no hay discrepancia alguna sobre esos temas se los lleva a arbitraje porque muchos funcionarios se niegan a aceptar lo que se solicita por temor a la acción que su propio órgano de control le abrirá indefectiblemente con el objeto de determinar cualquier responsabilidad que pudiera sobrevenir y que, sin ninguna duda, los tendrá dedicados a absolver cuestionamientos y a contestar imputaciones por varios años, incluidos aquellos que deberían dedicar a la familia y al descanso después de la jubilación. Como nadie quiere ese sombrío futuro la alternativa es simple: no firmar nada. Que todo se decida en el arbitraje.

Desde hace ya algún tiempo la legislación castiga la pésima costumbre de dilatar los arbitrajes para impedir el cumplimiento de las obligaciones que el laudo debe recoger o para que quien tenga que hacerlas cumplir ya no sea la autoridad que está en funciones sino aquella que la sustituya. Para proseguir una reclamación, por eso, ahora se exigen informes técnicos y legales que lo ameriten y se prioriza la posibilidad de arribar, incluso cuando el arbitraje ya está en trámite, a alguna transacción que salve los contratos y evite paralizaciones y mayores costos adicionales. Hay que persistir en este propósito que tiene sus inconvenientes, desde luego. Algunos funcionarios se quejan de que con esta nueva normativa están entre la espada y la pared. Que los harán responsables tanto por adoptar decisiones, pues habrá auditores que estimen que le causan perjuicio al Estado, como por no adoptarlas, pues también habrá auditores que consideren que también se le genera daño a las entidades por omisión.

Así lo acaba de entender la Contraloría General de la República que ha detectado un perjuicio nada menos que de mil 115 millones de soles por la demora en la contratación oportuna de unidades auxiliares y de trabajos complementarios del Proyecto de Modernización de la Refinería de Talara lo que le obligó a Petroperú a incurrir en gastos y pagos a contratistas y proveedores que debieron evitarse, relativos a alquileres, al pago y operación de grupos electrónicos, energía eléctrica, aire comprimido, climatización, entre otros, hasta el 31 de diciembre del 2020. El perjuicio seguirá incrementándose desde la fecha de ese primer corte hasta la entrada en operaciones de aquello que no se ha contratado, cuya función es proveer servicios a los procesos para la refinación del petróleo crudo.

El hecho pone en evidencia que más daño ocasiona no adoptar decisiones que adoptarlas. Lo mismo sucede con el desarrollo del país. Se encamina cuando se toman decisiones. Se detiene, cuando no se toma ninguna. Esa disyuntiva coloca al Perú en la imperiosa necesidad de sincerar las reclamaciones que los proveedores les formulan a las entidades y desembocará en más transacciones, más conciliaciones y menos litigios. Sólo llegarán a arbitraje aquellos asuntos en los que no haya posibilidad de arribar a ningún acuerdo, aquellos temas en los que las posiciones divergentes no descubren su punto de encuentro. Ese desenlace le hará bien a todos, pero principalmente al arbitraje, al país y al propio Poder Judicial al que no se le volverá a cargar con aquellos procesos que se ventilan con éxito en otra jurisdicción.

Ricardo Gandolfo Cortés

domingo, 12 de septiembre de 2021

La Ley de Promoción del Desarrollo rumbo al archivo

DE LUNES A LUNES

El lunes 16 de agosto el presidente de la República remitió a la presidenta del Congreso la observación formulada a la autógrafa de la Ley de Promoción del Desarrollo Productivo Nacional cuyo dictamen había sido aprobado por el anterior Parlamento el 16 de julio, dispensado de segunda votación y enviado, a los seis días, al Poder Ejecutivo para su promulgación. A juzgar por la observación señalada los esfuerzos que desplegué y los que hicieron otras personas interesadas en sacar la norma, no tuvieron el éxito que esperábamos.

El texto enviado al Congreso parece no haber sido elaborado por el actual gobierno porque, en mi opinión, no se condice con la posición que las nuevas autoridades han manifestado en diversas ocasiones. Mi primera impresión es que puede ser un documento preparado por la anterior administración que lo dejó pendiente y que los nuevos funcionarios se han limitado a darle trámite en el último día del plazo, ya sin tener la oportunidad de revisarlo en detalle. En otras circunstancias, con más tiempo para analízalo y examinarlo, creo que el gobierno lo habría promulgado y que más bien habiéndolo observado lo condena al archivo definitivo, pues la composición del Parlamento que está en funciones no ofrece ninguna posibilidad de que se insista con el proyecto. Salvo que ocurra algún milagro.

El Oficio 553-2021-PR de fecha 16 de agosto, dirigido al Legislativo, resume que “la autógrafa plantea agregar un 10% adicional a la sumatoria de la calificación técnica y económica obtenida por los postores que suministren bienes y servicios elaborados dentro del territorio nacional, una medida destinada a reactivar la actividad de las empresas nacionales, generadoras de empleo, a través de las contrataciones del Estado…” Según el Ejecutivo la iniciativa se sustenta en la necesidad de evitar el cierre de las operaciones de más personas naturales y jurídicas que contratan con el Estado, como consecuencia del Covid-19, pero no presenta evidencias de la magnitud de este fenómeno. Todo lo contrario, reconoce la existencia de más de 787 mil proveedores inscritos en los registros del OSCE dejando entender que la drástica caída del PBI no las ha afectado mayormente, cuando menos no al extremo de ser imprescindible una bonificación como la propuesta.

El problema es que ese no es el verdadero sustento del proyecto. El motivo real es restablecer el equilibrio que se rompe entre quienes están aquí, no necesariamente nacionales, por las cargas tributarias, laborales y comerciales que soportan, y quienes vienen de fuera, que no tienen ninguna y que por tanto pueden ofrecer precios evidentemente más bajos. Sobre este extremo, la observación se limita a anotar que la autógrafa no “brinda detalles del número de empresas extranjeras que participan en los procesos de contrataciones de bienes y servicios del Estado, ni sobre el porcentaje de adjudicaciones de dichas empresas”, como si eso fuese importante. Está muy bien que vengan empresas extranjeras pero es indispensable que se establezcan en el territorio nacional, que abran sucursales, que creen puestos de trabajo, que arrienden locales, que consuman luz, agua, internet y teléfonos, que compren o alquilen vehículos y útiles de oficina, que adquieran libros, maquinaria, equipos, materiales diversos, que usen transportes públicos y privados, aéreos, marítimos y terrestres, entre otros costos. Y fundamentalmente que paguen impuestos. Si hacen eso gozarán del beneficio igual que las constituidas aquí. Si no lo hacen, no tendrán el beneficio que busca restablecer el equilibrio que esa realidad hace añicos.

La iniciativa aprobada por el pleno del Congreso pretende regir hasta fines del año 2025, esto es, durante poco más de cuatro años. El gobierno objeta que la autógrafa “tampoco brinda mayor evidencia sobre el período de temporalidad que se propone” dejando entrever que la idea es que se extienda hasta que “la economía peruana recupere sus niveles de actividad” previos a la pandemia, pero sin precisar las razones por las que se cree que eso ocurrirá al vencimiento de ese plazo.

Al respecto es pertinente traer a colación, como lo hago siempre, la Ley de Promoción del Desarrollo Productivo Nacional 27143, en la que se inspira la autógrafa observada, promulgada el 28 de mayo y publicada el 19 de junio de 1999, que bonificó con un incremento del diez por ciento sobre la puntuación obtenida por las propuestas de bienes elaborados dentro del país, con prescindencia de la nacionalidad del proveedor, inicialmente también puesta en vigencia por un solo año, prorrogada después por el Decreto de Urgencia 064-2000 que la incrementó al quince por ciento y que incorporó a los servicios prestados dentro de nuestro territorio. Posteriormente el Decreto de Urgencia 083-2001 la extendió hasta el 30 de julio del 2002, la Ley 27633 la elevó al veinte por ciento y la estiró hasta el 30 de julio del 2005 y finalmente la Ley 28242 en el 2004 le amplió su vigencia en forma indefinida y la hizo aplicable a los contratos de ejecución de obras que incorporen bienes elaborados dentro del territorio nacional, desapareciendo la famosa temporalidad.

Una demanda de inconstitucionalidad presentada contra esa Ley de Promoción del Desarrollo Productivo Nacional fue declarada infundada en todos sus extremos por el Tribunal Constitucional mediante la sentencia del 26 de abril del 2004 expedida en el Expediente 018-2003-TC. Hubo otros intentos por distintos medios para derogar la Ley 27143, todos ellos sin éxito hasta que en el 2009, a través de una discutible interpretación, sin pena ni gloria, el ministerio de Economía y Finanzas estimó que la norma no resultaba aplicable en el marco de la Ley de Contrataciones del Estado promulgada mediante Decreto Legislativo 1017. En síntesis se derogó no por efecto de una ley que así lo disponga desconociéndose que “la ley sólo se deroga por otra ley” como lo establece el artículo 103 de la Constitución Política del Perú, “por declaración expresa, por incompatibilidad entre la nueva ley y la anterior o cuando la materia de ésta es íntegramente regulada por aquélla”, como lo establece el artículo I del Título Preliminar del Código Civil.

Ello no obstante, su carácter temporal, mientras lo tuvo, nunca fue razón para restarle validez a la bonificación creada mediante la Ley 27143, destinada a restituir el equilibrio al punto que, como queda dicho, incluso esa temporalidad se desechó con el paso del tiempo para prorrogarle su vida en forma indefinida.

La observación del 16 de agosto de este año, sin embargo, también cuestiona que antes que restablecer algún equilibrio la autógrafa “podría generar un desequilibrio en las condiciones de competencia, al brindar un beneficio directo en las calificaciones […] de las empresas nacionales que elaboran bienes y servicios en el país en lugar de evaluar a los proveedores por sus propuestas técnicas y económicas, es decir, por el precio y calidad que ofrezcan […], lo que permitiría asegurar la adecuada asignación de los recursos públicos y la eficiencia en las compras del Estado.”

La afirmación entraña un desconocimiento de las cargas laborales y tributarias que afectan a las personas naturales y jurídicas domiciliadas en el país frente a aquellas que no están domiciliadas y que pueden participar y participan activamente en diversos procedimientos de selección convocados por las entidades y regulados por la Ley de Contrataciones del Estado y su Reglamento, en condiciones que les permiten ofertar precios notoriamente más bajos que los que ofrecen los postores en general, independientemente de donde provengan, afincados en el Perú, en circunstancias en que un precio más bajo definitivamente decide todas las adjudicaciones.

Según el documento la propuesta no sólo generaría condiciones desiguales entre empresas nacionales y extranjeras, sino también a nivel de las mismas empresas nacionales, ya que hay algunas que ofrecen bienes importados o cuyos insumos importados puedan representar más del 50% del valor final del producto a las que no les alcanzaría el beneficio, afectando la competencia y la eficiencia en circunscripciones donde la oferta nacional podría ser insuficiente o incluso de mayor costo. La diferencia no está en la nacionalidad de los proveedores sino en la calidad de domiciliados o no domiciliados, de un lado. Y, de otro lado, la aplicación del beneficio debe ajustarse a algunos criterios elementales. La Ley del Desarrollo Productivo Nacional 27143, por ejemplo, estableció esos criterios en los Decretos Supremos 030-99-PCM y 003-2001-PCM y en la Resolución Ministerial 043-2001-ITINCI/DM que definieron lo que debe entenderse como bienes elaborados y servicios prestados dentro del territorio nacional y que determinan, precisamente, la procedencia o no de la bonificación que llegó, como se ha indicado, al veinte por ciento de la suma de los puntajes técnicos y económicos de cada postor.

En materia de bienes las señaladas normas entienden como producidos dentro del territorio nacional a aquellos que sean elaborados íntegramente en el Perú con utilización exclusiva de materiales producidos o extraídos en el Perú o aquellos comprendidos en los capítulos o posiciones de la NALADI que se recogen en el Anexo I de la Resolución 78 de ALADI o su equivalente en NANDINA por el solo hecho de ser producidos en el Perú.

En materia de servicios las normas definen como prestados dentro del territorio nacional a aquellos que sean suministrados por personas naturales o jurídicas domiciliadas en el país o personas jurídicas constituidas, autorizadas o domiciliadas en el país y que efectivamente realicen operaciones sustanciales en el territorio nacional. Las denominadas “operaciones sustanciales”, a su turno, son las que prestan las empresas que tengan más del 50% de sus activos y no menos del 60% de su facturación dentro del territorio nacional. Se trata de una opción legislativa que puede discutirse o modificarse. Pero que no puede dejar de precisarse. Algún parámetro hay que fijar para aplicar la bonificación.

La observación, por otra parte, incide en que el proyecto crea una medida generalizada aplicable a todos los procesos a diferencia del Decreto Supremo 168-2020-EF que favorece con una bonificación especial del orden del 5% sobre el puntaje total pero aplicable en procesos de adjudicación simplificada a las micro y pequeñas empresas, mypes, o a los consorcios conformados por mypes, ocasionando un impacto negativo en el marco de las compras públicas. Al afectar la competencia entre los postores la bonificación adicional del 10%, según el Ejecutivo, podría terminar orientando la adjudicación a favor de proveedores que no sean eficientes o de mayor costo para el Estado configurando un uso ineficiente de los recursos públicos que afecta directamente a la ciudadanía.

Nada más alejado de la realidad. Es una óptica que ignora lo que hasta los Estados Unidos hacen en defensa de su propia industria cuando elevan los aranceles con que gravan los productos importados. Conocido es el caso del hierro procedente de China que padece una alta tarifa, entre otras razones, para que la producción militar norteamericana no dependa del insumo de otra potencia que compite con ellos.

Aquí no se trata de proteger a los peruanos ni a la industria nacional sino de restablecer el equilibrio perdido. El documento anota que las empresas extranjeras no domiciliadas apenas representan el 0.18% del total de proveedores que contratan con el Estado, según las estadísticas que maneja el OSCE. No reporta, empero, el porcentaje que esas empresas captan respecto del monto total contratado con fondos del tesoro. Allí podría comprobarse que ese porcentaje mínimo de proveedores de fuera concentra una alta incidencia en la captación de la inversión pública, lo que hace indispensable devolver el equilibrio que una norma como la propuesta pretende restablecer.

Ricardo Gandolfo Cortés

lunes, 6 de septiembre de 2021

La integración del laudo en una ampliación de plazo de una consultoría de obra

DE LUNES A LUNES

Según el inciso c) del artículo 58 de la Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, dentro de los quince días hábiles siguientes a la notificación del laudo, cualquiera de las partes puede solicitar la integración del laudo por no haberse resuelto cualquier extremo de la controversia sometida a conocimiento del tribunal arbitral. El acápite en realidad no dice que ese plazo se computa en días hábiles pero se ha agregado la precisión de que son hábiles en aplicación del inciso c) del artículo 12 de la misma Ley, en cuya virtud los plazos que ella establece se cuentan desde el día siguiente a aquel en el que se recibe la notificación o comunicación de que se trate y se extienden hasta el primer día laborable siguiente, haciéndose la indicación de que los plazos establecidos por días se computan en días hábiles, considerándose inhábiles los sábados, domingos y feriados así como aquellos no laborables declarados oficialmente.

Previamente el artículo 54 sentencia con ingenuidad manifiesta que salvo acuerdo en contrario de las partes, el tribunal decidirá la controversia en un solo laudo o en tantos laudos parciales como estime necesarios. Acto seguido advierte, en el artículo 55, que todo laudo deberá constar por escrito y ser firmado por los árbitros, quienes podrán expresar su opinión discrepante. Cuando haya más de un árbitro, bastarán las firmas de la mayoría de los miembros del tribunal o sólo la del presidente siempre que se consignen las razones de la falta de una o más firmas.

En seguida la Ley dispone que todo laudo debe ser motivado y perpetra allí, en el artículo 56, el peor error que puede haber cometido pues abre las puertas, sin quererlo evidentemente, a la judicialización del arbitraje, pues, como es de público conocimiento, la mayoría de quienes pierden o estiman que han perdido un proceso, después de agotar los recursos que el artículo 58 franquea, inevitablemente interponen recursos de anulación, al amparo de lo preceptuado en el artículo 62, con el objeto de lograr que se deje sin efecto lo resuelto por el tribunal, pero no por las causales taxativamente enunciadas en el artículo 63, que sería lo lógico, sino por una serie de variantes que se articulan alrededor de la motivación: falta de motivación, motivación insuficiente, motivación incongruente, motivación defectuosa, motivación inconexa y todos los adjetivos que uno pueda imaginarse, olvidando que está prohibido bajo responsabilidad que la Corte, al resolver el recurso de anulación, se pronuncie sobre el fondo de la controversia o sobre el contenido de la decisión. Igualmente está prohibido bajo responsabilidad que la Corte califique los criterios, motivaciones o interpretaciones expuestas por el tribunal arbitral. ¿Cómo puede pedírsele que califique la motivación que inspira el laudo si eso está terminantemente prohibido? Bueno pues, esa causal no reconocida en el artículo 63, es la más recurrida, en más del ochenta por ciento de los casos.

Si alguien creía que el laudo ponía fin a la disputa estaba, por lo visto, totalmente equivocado. Primero vienen los recursos contra el laudo: rectificación, interpretación, integración y exclusión. A continuación, invariablemente, el recurso de anulación. Y después, el trámite de la cobranza, de la que mejor ni nos ocupamos.

Recibida la solicitud de integración del laudo el tribunal la pone en conocimiento de la otra parte por otros quince días hábiles a cuyo vencimiento, con la absolución o sin ella, resuelve en otro plazo idéntico, de otros quince días hábiles, que por si fuera poco pueden ser ampliados a otros quince días hábiles. En total la historia puede consumir sesenta días hábiles como es fácil advertir. Si cada mes en promedio tiene 22 días hábiles, este trámite puede tomar tranquilamente tres meses si es que los plazos se cumplen conforme a lo señalado.

¿Un caso de integración que se me viene a la mente en forma recurrente? El de la demanda que solicita el reconocimiento de costos directos, gastos generales y utilidad por una ampliación de plazo en un contrato de consultoría de obra, regulado por la Ley 30225 y su Reglamento, en la que el laudo solo reconoce costos directos y sustenta los motivos por los que no reconoce los gastos generales pero no anota ninguna explicación respecto de la utilidad.

El artículo 158 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, estipula, en su primer numeral, que procede la ampliación de plazo cuando se aprueba un adicional que lo afecte y cuando se produzcan atrasos o paralizaciones no imputables al contratista, quien debe solicitarla dentro de los siete días hábiles siguientes a la notificación de la aprobación del adicional o dentro de los siete días hábiles siguientes a aquel en que concluye el hecho que genera el atraso o la paralización, acota el punto 2.

Según el inciso 3 la entidad resuelve la solicitud y notifica su decisión al contratista en un plazo de diez días hábiles computados desde el día siguiente de haberse presentado el pedido. De no existir pronunciamiento, se tiene por aprobada la solicitud del contratista, bajo responsabilidad el titular de la entidad. El precepto dice “de no existir pronunciamiento expreso”, un agregado intrascendente este último habida cuenta que todo pronunciamiento necesariamente tiene que ser expreso. No puede ser tácito, no puede inferirse que la entidad ha aceptado el pedido ni siquiera por las acciones que adopta como si lo hubiera admitido. Tiene que ser no solo expreso sino indubitable.

La ampliación otorgada genera automáticamente la ampliación de los contratos directamente vinculados al contrato principal anota el cuarto acápite. En virtud de lo allí dispuesto, cuando se amplía el plazo en un contrato de ejecución de obra la entidad amplía el plazo del contrato de supervisión de obra que está directamente vinculado a él y que es, sin duda, una modalidad de la consultoría de obra.

El numeral 5 agrega una cuestión fundamental. Establece que las ampliaciones de plazo en contratos de bienes o para la prestación de servicios y consultoría en general dan lugar al pago de los gastos generales debidamente acreditados. A continuación destaca que en el caso de consultoría de obra, “se paga al contratista el gasto general y el costo directo, este último debidamente acreditado, además de la utilidad.” No es, por cierto, una redacción feliz. Pero es bastante elocuente.

¿Por qué las ampliaciones de plazo en contratos de bienes, servicios y consultorías generales sólo darían lugar al pago de gastos generales debidamente acreditados? ¿Qué son los gastos generales? De acuerdo a la definición recogida por el propio Reglamento “son aquellos costos indirectos que el contratista efectúa para la ejecución de la prestación a su cargo, derivados de su propia actividad empresarial, por lo que no pueden ser incluidos dentro de las partidas de las obras o de los costos directos del servicio.” De este concepto fluyen varias conclusiones.

Los gastos generales, en primer término, son costos indirectos por oposición a los costos directos que son aquellos en los que incurre el contratista para efectuar la prestación a su cargo. No los que, para lo mismo, se derivan de su propia actividad empresarial que le exige, para mantenerse en el mercado, de otros gastos que no están vinculados estrechamente a la prestación misma. Yo siempre pongo el ejemplo de la bodeguera que vende arroz con leche a dos soles con veinte centavos la porción. Para elaborar esa porción invierte un sol en sus ingredientes y demás requerimientos. Podría venderla a un sol pero no recuperaría sus gastos generales ni tuviera utilidad. Sus gastos generales son el alquiler de la bodega, el consumo de luz, agua, el pago a su asistente y demás obligaciones propias del negocio. Por eso cobra el otro sol. Y los veinte centavos, son su utilidad. Lo que lleva a su casa para atender sus necesidades humanas.

El Reglamento añade un par de definiciones más. Una es la de gastos generales fijos y la otra de gastos generales variables. Son dos definiciones adicionales a la de gastos generales, a secas, sin adjetivos. Los gastos generales fijos “son aquellos que no están relacionados con el tiempo de ejecución de la prestación a cargo del contratista.” Los gastos generales variables “son aquellos que están directamente relacionados con el tiempo de ejecución de la obra y por tanto pueden incurrirse a lo largo de todo el plazo de ejecución de la prestación a cargo del contratista.” Estas dos definiciones se aplican a obras y a menudo se confunde y se tiende a querer aplicarlas a consultoría y a otras prestaciones, pero no es correcto.

En cualquier caso, es importante tener presente que el presupuesto de una obra, sea de ejecución o de consultoría, se divide en costos directos, costos indirectos y utilidad. Costos directos son aquellos en los que debe incurrir el contratista necesariamente para cumplir sus obligaciones. En ejecución de obras, costos directos son mano de obra, materiales y equipos. Gastos generales fijos son aquellos vinculados a la obra pero de manera indirecta: administración, asesoría, impuestos, alquiler de oficinas y servicios varios. Y gastos generales variables son aquellos no vinculados a la obra, sino más próximos a la oficina principal y a sus responsabilidades: dirección, asesoría, contabilidad, áreas de soporte, capacitación, reservas para contingencias, derechos sociales, licencias y vacaciones, etc., rubros todos ellos perfectamente cuantificados en la oferta.

En consultoría de obras la distinción ha sido simple. Costos directos son remuneraciones, leyes sociales, viáticos, alojamiento, alimentación, movilización, campamento. Todo aquello que está vinculado con la prestación. Costos indirectos, o gastos generales a secas, han sido siempre aquellos vinculados a la oficina prncipal. La particularidad es que estos útlimos siempre se han establecido en función de un porcentaje de una parte de los costos directos -sólo de las remuneraciones y leyes sociales- que se fija en el contrato. En obras, los gastos generales son un conjunto de partidas. En cambio, en consultoría son una expresión porcentual. Así funciona en todo el mundo y esa experiencia debería extrapolarse para hacerla compatible a los contratos de ejecución de obra en los que a menudo se confunden gastos generales fijos con variables.

¿Cómo es que en bienes, servicios y consultorías generales se podrían acreditar los gastos generales? Menudo problema porque habría que acreditar lo que se paga a directores, gerentes y demás profesionales, lo que se paga por concepto de alquileres, capacitación, áreas de soporte, etc. Tarea ardua y complicada. Para evitarlo, se pacta un porcentaje del costo directo por concepto de costo indirecto o gastos generales y ante una ampliación de plazo se divide el monto de los gastos generales acordados entre el número de días del plazo original para luego multiplicarse por el número de días de la extensión. Así de simple.

En consultoría de obra ahora solo se acredita el costo directo. Esto es, el personal que ha estado asignado al servicio durante la ampliación que se reclama y los gastos que se han incurrido durante ese período. Todos ellos son datos objetivos susceptibles de probarse documentalmente. La utilidad, por último, corre la misma suerte de los gastos generales. Se obtiene la utilidad diaria y se multiplica por los días de la ampliación. No es posible imaginar una ampliación de plazo por causa no atribuible al contratista que no acarree la consecuente utilidad. Eso como si un contrato de un año se extiende dos meses más. Automáticamente pasa a convertirse en un contrato de catorce meses. No es posible que una parte, la de doce meses, tenga utilidad, y la otra, de los dos meses restantes, no la tenga. O sea, el contratista, trabaje gratis.

Si el laudo no reconoce este último concepto, o cualquier otro que haya formado parte de la reclamación, el demandante está en todo su derecho de pedir la correspondiente integración.

Ricardo Gandolfo Cortés