DE LUNES A LUNES
La Ley 30823 ha
delegado en el Poder Ejecutivo la facultad de legislar, por el plazo de sesenta
días calendario, en materia de gestión económica y competitividad, integridad y
lucha contra la corrupción, en materia de prevención y protección de personas
en situación de violencia y vulnerabilidad y en materia de modernización de la
gestión del Estado.
En lo que
respecta a la lucha contra la corrupción hay que admitir que hay arbitrajes que
se organizan con el deliberado propósito de dilapidar los fondos públicos y que
para lograr sus objetivos se valen de diversos artilugios pero básicamente de
la complicidad de varios actores: funcionarios públicos, árbitros y
proveedores. En realidad son montajes que no deberían llamarse arbitrajes
porque para que haya arbitraje debe necesariamente haber algún conflicto y en
estos casos no lo hay, todos están confabulados y coludidos con el mismo fin,
razón por la que a menudo digo que eso es un circo o cualquier cosa, menos
arbitraje.
En materia de
modernización de la gestión pública, el Gobierno deberá, entre otros encargos,
mejorar la Ley de Contrataciones del Estado 30225 a efectos de impulsar la
ejecución de políticas nacionales y sectoriales mediante la agilización de los
procesos de contratación, adecuar la aplicación del procedimiento de
adjudicación simplificada para la construcción de establecimientos
penitenciarios y centros juveniles así como fortalecer al OSCE y a la Central
de Compras Públicas para fomentar la eficiencia.
No está demás
destacar que las modificaciones propuestas parten de la premisa de que el
Estado pierde la gran mayoría de arbitrajes y que, en esas circunstancias,
según se cree, es indispensable disminuir el número de arbitrajes, que
actualmente es excesivo. Esto último es verdad. Lo primero no. Las entidades no
pierden la gran mayoría de arbitrajes. Está demostrado que los tribunales
arbitrales les ordenan pagar el 43 por ciento de lo que se les demanda. La
cifra todavía puede bajar más si las estadísticas revelaran lo que realmente
pagan habida cuenta de que hay una larga lista de espera, de deudas
incobrables, de deudas castigadas y de cumplimientos parciales, tardíos y
defectuosos que no acarrean ningún interés moratorio, a despecho de lo que la
legislación exige. La máxima en algunos sectores de la administración pública
es, según una cita que se le atribuye a un antiguo broadcaster, no pagar las
deudas viejas y dejar envejecer las nuevas.
Las entidades,
por otra parte, demandan sólo en el cinco por ciento de los casos y los
proveedores en el 95 por ciento. Que el Estado obtenga resultados favorables en
el 57 por ciento de los montos que se le reclaman, habiendo demandado sólo en
el cinco por ciento de los casos es un resultado altamente satisfactorio que
pone en evidencia que las entidades se defienden mucho mejor de lo que se
piensa.
Algunas de las
modificaciones que han trascendido, sin embargo, no parecen apuntar en la
dirección de la tarea encomendada, al menos en lo que respecta al régimen
vigente de solución de controversias durante la etapa de ejecución contractual.
Se ha planteado, por ejemplo, exigir una fianza del tres por ciento del monto
del contrato como requisito para iniciar un arbitraje de cualquier cuantía. En
segundo lugar, se ha propuesto resucitar el Registro Nacional de Árbitros único
y obligatorio en el que debe estar inscrito todo aquel que quiera desempeñarse
como árbitro. De otro lado, se pretende condenar a los centros de arbitraje a
ser solo sedes o secretarías de los procesos que ellas administran, creándose
un monopolio para que sólo el Organismo Supervisor de las Contrataciones del
Estado haga designaciones y resuelva recusaciones.
La sugerencia
formulada destinada a exigir como requisito para iniciar un proceso arbitral la
presentación de una fianza por una suma equivalente al tres por ciento del
monto del contrato de que se trate me aseguran que se inspira en idéntico
requisito que se obliga a adjuntar a la apelación que se interpone contra el
otorgamiento de la buena pro durante el procedimiento de selección. La
comparación, empero, no es correcta. Cuando el postor impugna lo que hace es
objetar la adjudicación que se ha hecho a favor de un tercero por el íntegro
del contrato, razón por la que la garantía que se le solicita es por el íntegro
del monto en disputa a efectos de asegurarse de que apelen sólo aquellos que
realmente estiman que se han vulnerado sus derechos. Lo contrario –es decir, no
exigir ninguna fianza– sería absurdo pues absolutamente todos los postores en
todas las licitaciones y concursos, excepto el ganador, interpondrían el
recurso y el Tribunal de Contrataciones del Estado explotaría porque su carga
procesal se rebasaría por completo.
Es verdad que hay
un número excesivamente elevado de arbitrajes. No se los puede disminuir con
disposiciones que corresponden a otras situaciones o encareciendo el ejercicio
regular de un derecho. Formalizar una reclamación durante la ejecución del
contrato tiene unos costos, generalmente elevados, que tienen un efecto
disuasivo y que no tiene la impugnación durante el procedimiento de selección.
En el arbitraje hay que pagar honorarios, tarifas y gastos que no se pagan en
la apelación. Hay que pagarles a los árbitros, a los secretarios y a los
centros de arbitraje. A los vocales del Tribunal de Contrataciones y a los
funcionaros que participan en el procedimiento administrativo les paga el
Estado, no los litigantes. No hay comparación posible.
Si se llega a
implementar una reforma como la propuesta lo que se logrará es impedir los
arbitrajes a la fuerza a través de una medida abiertamente inconstitucional que
viola el derecho de las partes a acceder a la justicia, a la tutela
jurisdiccional efectiva. No se evitarán esos arbitrajes amañados en los que se
coluden proveedores, autoridades y árbitros para inventar deudas y esquilmar
los fondos públicos, de los que ya hemos hablado, porque ellos no tendrán
ningún reparo en poner la fianza con la certeza de que el proceso siempre
terminará de la manera que lo han previsto, sin ningún riesgo de perder la
garantía y con la seguridad de que todos recibirán lo suyo, más rápido que esos
proveedores serios que tienen que esperar pacientemente que les toque cobrar o
que los pongan contra la pared para reducir sus acreencias y renunciar a parte
de ellas.
Una segunda
medida que se ha planteado es resucitar el Registro Único de Árbitros a efectos
de que sólo quienes estén allí inscritos puedan ejercer como árbitros en
materia de contratación pública. Ese modelo –al que yo me opuse incluso en una
entrevista que me hizo Raúl Vargas en Radio Programas del Perú– se inventó en el 2014 y se tuvo que desactivar
en el 2017. No funciona porque crea una especie de dictadura que concentra todo
el poder en las manos de una sola autoridad que administra esa lista y que
puede, a su libre albedrío, aceptar y retirar de ella a quien estime incómodo,
por decirlo de alguna forma. Ese poder ilimitado es altamente peligroso. Puede
terminar siendo administrado por esos malos profesionales que todos quieren
alejar de esta actividad quienes procederían de inmediato a eliminar a la gente
honesta de sus filas y a quedarse con los que deberían estar afuera. O sea, el
mundo al revés. No ha sucedido hasta ahora, pero podría suceder.
Más grave aún es
que el registro único impida que profesionales altamente capacitados en
diversas especialidades puedan contribuir, como árbitros, con sus conocimientos
al esclarecimiento de asuntos particularmente complejos. Son expertos que no
quieren ser árbitros y que por tanto no están interesados en integrar la lista
de ningún centro pero que ocasionalmente pueden ser convocados para integrar un
tribunal y colaborar en la solución de determinados conflictos. No hay razón
para privarle al país del aporte de estos profesionales cuando lo que se
necesitan son árbitros con amplio dominio de múltiples disciplinas.
Una última
modificación que se ha lanzado es aquella que pretende condenar a los centros
de arbitraje a ser simples sedes o secretarías de los procesos porque la idea
sería de que el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado no sólo
administre el registro único sino que haga las designaciones residuales en
defecto de las partes o de los árbitros que ellas han seleccionado, resuelva
las recusaciones, dirija los procesos y decida todo. Es cierto que si no se
regula adecuadamente pueden crearse instituciones de todo tipo. Lo mejor es no
prescindir de ellas sino que se acrediten ante el OSCE las que son
administradas por gremios, universidades y colegios profesionales organizados
alrededor de disciplinas vinculadas a las contrataciones públicas y que tengan
alguna experiencia previa importante en arbitrajes en el sector privado.
Si se quiere
reducir el número de arbitrajes se debe empezar por eliminar los plazos de caducidad
que no han tenido éxito, aplicar la norma que sanciona al funcionario que
extiende y encarece un proceso, obligar a las entidades a elegir árbitros de
determinados registros y mejorar los expedientes técnicos para minimizar la
necesidad de introducir variaciones en las obras públicas.
Los plazos de
caducidad se establecieron para obligar al proveedor a iniciar una reclamación,
primero dentro de los quince y luego dentro de los treinta días de notificada
la decisión que se quiere cuestionar. Ha fracasado porque en lugar de reducir
los arbitrajes los ha terminado incrementando. Hay que volver al plazo amplio
que concluye cuando termina el contrato y no queda ninguna deuda por cobrar. De
esa manera se concentran las reclamaciones, se depuran en el camino y se
plantean al final sin entorpecer el desarrollo del contrato. Se impide, de
paso, que un mismo contrato tenga muchos arbitrajes de cuantías variables.
En segundo lugar
se debe aplicar la norma que ha entrado en vigencia el 3 de abril del año
pasado y que sanciona al funcionario que extiende y encarece una reclamación
pese a estar convencido y pese a tener los informes técnicos y legales que le
indican que su posición no tiene futuro. Ahora, ante estas situaciones se le
conmina a conciliar en la ocasión más temprana posible. Que vaya a arbitraje lo
que tiene que ir a arbitraje. Lo que constituye una controversia. Lo que es
obvio, que lo resuelva la entidad.
En la mayoría de
arbitrajes lo que se solicita es que se declaren derechos que le corresponden al
contratista pero que la entidad se resiste a reconocérselos por temor a las
acciones de sus órganos de control, una práctica desgraciadamente muy frecuente
que debería cambiar. Sólo en el 25 por ciento de los arbitrajes son litigios
que enfrentan posiciones contrapuestas. Los demás son asuntos que deberían
resolverse en otras vías.
En tercer lugar
se debe obligar a las entidades a elegir árbitros del registro del OSCE o de
algún centro acreditado. No es posible que las autoridades designen para estas
labores a sus amigos, a sus vecinos o a sus compañeros de colegio. Si el
contratista hace una mala selección es su problema, es su dinero y es su
inversión la que está en juego. El funcionario público no puede actuar con esa
libertad. El dinero y la inversión que él pone en juego le pertenecen al
Estado, a todos los peruanos. Por consiguiente, tiene que elegir a un árbitro
serio y honesto que no se va a prestar a designar como presidente a quien no lo
sea, por más que el otro árbitro, nombrado por el proveedor se lo proponga. Así
no sólo se reduce el número de arbitrajes sino que se ahuyenta de su ámbito a
la corrupción, los actos ilícitos y las malas prácticas.
En cuarto lugar
debe procurarse mejorar los expedientes técnicos con los que se convocan las
obras públicas a efectos de minimizar la necesidad de introducir variaciones.
Es indispensable dotar de presupuestos razonables estas convocatorias para que
se puedan hacer todos los ensayos, estudios y pruebas que puedan aminorar los
riesgos de ampliaciones de plazo y trabajos adicionales.
Con medidas como
las propuestas se sincerará el número de arbitrajes y se evitará que se emplee
este medio de solución de conflictos para perpetrar delitos contra el Estado.
Se evitará también que el arbitraje entre en un peligroso proceso de extinción.
Creo que estamos a tiempo de impedirlo.
EL EDITOR