DE LUNES A LUNES
Según el artículo 67 de la Ley de Arbitraje,
promulgada mediante el Decreto Legislativo 1071, a solicitud de alguna de las
partes, el tribunal está facultado para ejecutar sus laudos y decisiones,
siempre que haya algún acuerdo sobre el particular o que esa posibilidad se
encuentre prevista en el reglamento arbitral al que se hubiese sometido la
controversia. La misma disposición exceptúa de esta prerrogativa al colegiado que,
a su sola discreción, estime necesario o conveniente solicitar la asistencia de
la fuerza pública, en cuyo caso cesará en sus funciones sin incurrir en
responsabilidad y entregará a la parte interesada, a costo de ésta, copia de
los actuados para que acuda a la autoridad judicial competente a pedir allí la
ejecución.
El artículo 83 de la Ley General de Arbitraje
26572, que antecedió a la actualmente vigente, preceptuaba que si lo ordenado
en el laudo no se cumplía, el interesado podía solicitar su ejecución forzosa
ante el Juez Especializado en lo Civil, “cuando no hubiera podido ser ejecutado
por los propios árbitros o por la institución organizadora en rebeldía del
obligado, con las facultades que a aquéllos o a ésta se les hubiesen otorgado
en el convenio.” De manera que –palabras más, palabras menos– se establecía lo
mismo que se establece ahora.
Las reglas del proceso en los arbitrajes ad hoc
no suelen incluir ninguna regulación especial respecto a la ejecución del laudo
a diferencia de la mayoría de reglamentos de las instituciones arbitrajes que
sí hacen uso de esta prerrogativa y autorizan a sus tribunales a proceder en
esta materia. Que así lo hayan previsto es una señal inequívoca de que se trata
de una opción que se puede elegir perfectamente y que no está condicionada a la
buena voluntad de las partes. Si se someten a un centro, se someten a sus
regulaciones. Y si éstas contemplan esta alternativa pues hay que usarla, más
aún cuando eso puede evitar la judicialización del reclamo que no por nada se ha
extraído del ámbito del Poder Judicial, cuya intervención tiende a disminuir
–para que el proceso en su conjunto no se encarezca ni se dilate– como lo
evidencia, por ejemplo, la reforma que confió en las Cámaras del Comercio la
elección del árbitro que una parte no designa o el nombramiento del presidente
cuando los otros miembros del tribunal no arriban a ningún acuerdo. Esa
elección, como se recordará, en la legislación anterior era atribución del
juez.
En el ejercicio del derecho de exigir la
ejecución, el tribunal arbitral debe requerir el cumplimiento del laudo dentro
de un plazo variable que la mayoría de reglamentos fijan entre diez a quince
días hábiles. La parte ejecutada sólo puede oponerse a ese mandato, en el mismo
plazo, si acredita con documentos que ha cumplido con su obligación o que ha
interpuesto un recurso de anulación. El colegiado corre traslado a la otra
parte y luego resuelve la oposición. Si la declara fundada, sólo cabe
interponer recurso de reconsideración. Una vez resuelto éste, no hay nada más
que reclamar.
Hasta aquí todo parece más o menos razonable.
Pero, ¿qué pasa si al final la parte ejecutada incumple el mandato? ¿Qué pasa
si persiste en no ejecutar el laudo? ¿Qué pasa si no paga lo que éste ordena?
Es verdad que el tribunal arbitral carece de la
facultad coercitiva para disponer la intervención de la fuerza pública al punto
que, como queda dicho, si ella debe intervenir el colegiado concluye sus
actuaciones. No está impedido, sin embargo, de ordenar que se intervengan
cuentas, que se embarguen bienes, que se ejecuten fianzas, que se hagan remates
y que de cualquier otra forma se cumpla con la decisión legalmente adoptada,
tanto así que habitualmente los reglamentos preceptúan que los actos de
ejecución serán dirigidos discrecionalmente por los árbitros.
Ello, no obstante, ésta es una opción que no es
utilizada mayormente ni por las partes que litigan en estos procesos ni por los
árbitros. La razón probablemente sea porque no le encuentran beneficios
concretos en la creencia de que la parte a la que se le conmina a ejecutar el
laudo, habiéndose negado a hacerlo en cuanto es notificada de seguro también se
mostrará retrechera a cumplir su obligación frente a un nuevo requerimiento.
Quizás sea porque desconocen que esta facultad existe y puede ser empleada con
el claro y firme propósito de que cumpla el cometido para el que fue concebida.
Para lograrlo basta que el tribunal disponga, en
vía de ejecución, que si no se cumple con su mandato procederá a hacer
efectivos los apercibimientos que haya estipulado. O que se ejecuten las
medidas cautelares que una parte previsoramente pudo haber solicitado con éxito
precisamente para garantizar la eficacia del laudo.
¿Y si la parte obligada a ejecutar el laudo es
una entidad pública? Pues no debería haber ningún inconveniente, salvo que habría
que aplicar la Ley 30137 que establece los criterios de priorización para la
atención del pago de sentencias judiciales y su Reglamento, aprobado mediante
Decreto Supremo 001-2014-JUS, que en la práctica se extiende a los efectos de
los laudos arbitrales, que privilegian las deudas en materia laboral y luego,
en estricto orden, aquellas de carácter previsional, de víctimas en actos de
defensa del Estado, de víctimas de violaciones de los derechos humanos, otras
de carácter social y todas las demás. También se priorizan las deudas de montos
menores respecto de las de montos mayores, creándose una fórmula que combina
criterios con niveles de priorización de forma tal que primero se pagan las
deudas de hasta 5 UIT de todos esos rubros, luego las de más de 5 y hasta 10; a
continuación las de más de 10 hasta 20; en cuarto lugar, las de más de 20 hasta
50 UIT y finalmente las de más de 50 UIT.
Eso, por un lado. Y por el otro, habría que
aplicar también el artículo 70 de la Ley 28411 que obliga a destinar no menos
de tres ni más de cinco por ciento del presupuesto de cada entidad para el pago
de sentencias judiciales en calidad de cosa juzgada. La norma obliga al
ministerio de Economía y Finanzas a abrir cuentas para cada entidad que lo
solicite en el Banco de la Nación con el objeto de que se depositen en ellas,
mensualmente, los montos correspondientes, bajo responsabilidad del Director
General de Administración o de quien haga sus veces. Los pagos que deba efectuar
cada entidad, incluidas las sentencias supranacionales, se hacen con cargo a
estas cuentas de conformidad con las prelaciones legales señaladas. En la
eventualidad de que los montos que deban honorarse superen el porcentaje
indicado, se paga en forma proporcional todos los requerimientos existentes de
acuerdo al orden en que fueron notificados, hasta llegar al límite y los saldos
pendientes se atienden con cargo a los presupuestos de los siguientes cinco
años.
Lo que falta es hacerle el respectivo seguimiento
a este proceso que, al parecer, no está dotado aún de los mecanismos que lo
hagan transparente y de fácil acceso al público interesado. En el portal de cada entidad deberían
aparecer las deudas que tienen registradas y la forma en la que van pagándolas
de manera que cualquier proveedor pudiera saber con toda exactitud cuándo y qué
monto deberá recibir de su acreencia.
Lo que también falta es recordar que el Código
Penal castiga con dos años de prisión al funcionario público que, teniendo los
fondos expeditos, demora injustificadamente un pago dispuesto por la autoridad
competente. Obviamente, nadie quiere denunciar a su cliente pero es muy
recomendable que éste sepa que retardar el cumplimiento de una obligación de
esta naturaleza comporta la comisión de una variante del delito de peculado que
podría eventualmente escalar a penas más graves.
Como lo hemos señalado en otras oportunidades,
las autoridades suelen expresar su malestar por el escaso número de postores que
se presentan en los procesos de selección y se esmeran en aprobar nuevas normas
para incentivar una mayor participación y una mayor competencia, sin advertir
que muy probablemente ese índice refleja el convencimiento ciudadano de que el
Estado no es un buen pagador y que antes de trabajar con el sector público, e
intervenir en una convocatoria que demanda altos costos que no se devuelven, es
preferible concentrarse en el sector privado que no expone a tantos riesgos.
Es desalentador comprobar que algunos
funcionarios públicos aplican, quizás sin proponérselo, esa máxima de triste
recordación según la cual las deudas viejas no se pagan y las nuevas se dejan
envejecer. Algunos lo hacen conscientes de que si pagan pueden ser acusados de
haberse confabulado con el interesado y encontrarse involucrados en otro
proceso con el propósito de determinar sus responsabilidades. Otros lo hacen
simplemente para no distraer recursos en actividades que no reditúan ningún
beneficio político y optan por hacer inversiones electoralmente visibles como
construir carreteras, colegios, postas médicas y hospitales.
Lo lamentable es verificar cada año que esos
mismos funcionarios no agotan todas sus partidas presupuestales ni pagan sus
deudas o disminuyen las que tienen acumuladas que, por si fuera poco, siguen
incrementándose con los intereses que deben calcularse hasta la fecha efectiva
de pago, detalle que debería alentarlos a disminuir y eliminar deudas en lugar
de incidir en el perro muerto.
Si deciden pagar se permiten negociar montos
colocándote contra la pared y conminándote a aceptar fuertes deducciones para
justificar ante sus principales las razones por las que proceden así, como si
no bastara con la deuda misma que nace de una obligación jurídicamente
inobjetable.
No hace mucho una entidad me invitó a negociar el
cumplimiento de un laudo –de un caso en el que yo había intervenido como
abogado– que ya tenía buen tiempo durmiendo el sueño de los justos. Lo primero
que plantearon fue que me olvide de los intereses que me había costado mucho
lograr que se reconozcan. A continuación me recortaron el monto de la deuda en
un porcentaje ciertamente significativo que por decoro no confesaré. Y, como si
todo ello no fuera poco, me ofrecieron pagar una parte por adelantado y la otra
en diez cuota trimestrales, lo que equivale a un pago en cerca de tres años.
¿Cuál era la razón que los impulsó a querer pagar y a cercenar la acreencia?
¿El miedo a una acción penal?
Nada de eso. Como se trataba de una entidad
regional sujeta a una suerte de control por parte de un ministerio, si mantenía
por más de tres años su presupuesto deficitario iba a ser intervenida por las
autoridades centrales y sus directores despachados a sus casas. La única forma
de evitarlo era pulverizando esa deuda de sus registros. Y eso fue lo que los
animó y lo que de paso permitió que pagaran.
La idea, sin embargo, es que la ejecución de los
laudos no tenga que depender de estos avatares.
EL EDITOR