DE LUNES A LUNES
La mayoría de edificios que se construyen en el Perú no tienen ninguna clase de supervisión. El constructor la considera innecesaria y el propietario de la obra confía en él. Además sabe de sobra que contratarla le incrementa los costos y lo que quiere es reducirlos. La realidad ha puesto en evidencia que no es ningún ahorro habida cuenta de que con frecuencia el dueño debe reparar una serie de deficiencias que aparecen con posterioridad y que se hubieran podido evitar con la presencia de un profesional diligente dedicado a controlar directa y permanentemente todo el proceso. Al final le cuesta mucho más reparar lo que se hizo mal que subsanar el error sobre la marcha en plena ejecución. Lo barato sale caro, como siempre.
Lo peor es cuando las construcciones se vienen abajo como consecuencia de un pequeño temblor, deslizamiento de material o lluvia prolongada o de volumen mayor, poniendo de manifiesto las pésimas estructuras sobre las que estaban levantadas. Las primeras planas de diarios y noticieros suelen dar cuenta de estos hechos lamentables que a menudo se llevan consigo varias vidas humanas al margen de las pérdidas económicas que acarrean y de los juicios y responsabilidades subsecuentes para promotores y autoridades.
Ese escenario dantesco está a punto de reproducirse a escala mayor si es que se confirman los rumores que circulan con una intensidad inusual y que anuncian que tampoco habrá supervisiones directas y permanentes en las obras públicas que se construyan en el país en el futuro para beneplácito evidente de quienes pretenden a toda costa y sin medir sus consecuencias, aumentar utilidades en forma indebida colocando menos concreto, menos fierro, menos cemento, menos lajas, menos losas, menos mayólicas, menos baldosas, menos accesorios. Menos o de menor calidad, desde luego. Quienes ponen menos maquinaria y equipos o de menor calidad, o por menos tiempos que los pactados. Quienes llegan al extremo de poner menos profesionales o de experiencias menores a las exigidas. Menos obreros y menos mano de obra calificada.
Ya no serán edificios, serán carreteras, puentes, hospitales, postas médicas, grandes unidades escolares, centrales hidroeléctricas, conjuntos habitacionales, aeropuertos, diques, metros y toda la amplia gama de obras que hace el Estado a través de sus múltiples reparticiones. Las vidas humanas que podrán perderse serán mucho mayores, por cierto. Los riesgos, en todo sentido, serán igualmente más grandes.
¿El motivo? La creencia de que la supervisión es en un obstáculo para el cabal desarrollo de los proyectos. Los contratistas se quejan de que los profesionales que verifican su labor son muy exigentes, que confunden sus tareas con las de la Contraloría General de la República hasta convertirse en auditores todavía más exigentes que los que ejercen la tarea de cautelar la correcta inversión de los fondos públicos. En la eventualidad de que esta apreciación sea cierta, es posible que el origen de esa conducta no esté en el propio supervisor sino en el mismo órgano de control que tiene tal cantidad de normas que siempre encuentra una para aplicársela al profesional que inspecciona y verifica el trabajo del contratista para presionarlo hasta ahogarlo y hasta convertirlo no en un aliado sino en un espadachín al que lanza despiadado contra el ejecutor para que haga las tareas de detalle que el desdeña. Eso no puede continuar así. Pero que esté así, pese a ello, no justifica minimizar al supervisor o desarmarlo porque esa acción generará automáticamente más daño del que aspira a evitar.
En otros escenarios, en algunas circunscripciones de los Estados Unidos y Canadá y en gran parte de Europa los constructores son incapaces de imaginar siquiera una inconducta destinada a colocar en la obra algo en una medida distinta de la prevista. No sólo por formación cívica y moral sino porque están absolutamente convencidos de que si incurren en un ilícito de esa naturaleza más temprano que tarde el Poder Judicial, que en esos lugares funciona como un reloj suizo, los pescará y los desaparecerá del teatro de operaciones para sepultarlos y quebrarlos irremediablemente. Si se traslapara esa realidad de allá para acá no sólo la formación pícara y criolla del proveedor de Latinoamérica sino la pobre performance del órgano jurisdiccional, en una abierta confabulación, le permitirían a aquel pillo asaltar el tesoro sin riesgo alguno de terminar con sus huesos en la cárcel que sería su destino inevitable en el viejo continente y en otras latitudes.
En las concesiones es habitual en esta parte del subcontinente que los operadores encargados de la construcción de líneas y estaciones traten de apartarse de las especificaciones técnicas de los proyectos en procura de eludir obligaciones o disminuirlas considerablemente con el propósito de aumentar sus ingresos a menudo castigados por la necesidad de hacerse de las adjudicaciones, trámite para cuyo efecto por lo general deben sacrificar montos y porcentajes significativos de sus ingresos.
Los supervisores firmes impiden que se consumen tales abusos y en ocasiones a contrapelo de la voluntad de los clientes, deseosos de mantener satisfechos a sus concesionarios, bloquean esas iniciativas ganándose la animadversión no solo de quienes son supervisados sino también de quienes son los propietarios de las obras que consuman así un contubernio extraño en apariencia contrario a los intereses de los Estados y de las naciones cuyas construcciones se ven perjudicadas con infraestructuras construidas a las carreras y sin las medidas más adecuadas. Hasta que venga el gran terremoto que va a ocurrir cuando menos se espera y se lleve toda la infraestructura mal hecha con miles de muertos encima.
Se llevará a todos los pasajeros de los metros en hora punta; a los enfermos, sus visitas y al personal médico, administrativo y auxiliar de los hospitales en riesgo de colapso; a los alumnos, profesores y trabajadores de los colegios sin mantenimiento preventivo; a las poblaciones enteras asentadas en la rivera de los ríos con caudales en trance de desbordarse y de derribar las barreras que no han tenido los estudios más elementales para asegurar su labor de contención; entre otros ejemplos.
En ese momento nadie se atreverá a sostener que sólo hay que ejecutarle las garantías al constructor negligente de temeridad delincuencial. Se pedirá su detención inmediata. Sin embargo, muy probablemente no se pueda concretar ninguna de las dos acciones elementales. Porque las fianzas de seguro ya estarán devueltas y el mismo contratista, responsable de la insuficiente estructura, ya estará a miles de kilómetros refugiado en su país de origen, convenientemente protegido por las inmunidades de las que goza.
Quien pagará los platos rotos será, sin duda, el socio minoritario nacional, que no tendrá dónde caerse y sobre el que se desatará toda la persecución mediática, sin advertir que ese desenlace fatal se ha gestado en esta clase de normas que relajan los controles y que permiten que los contratistas decidan sobre el futuro de la vida de miles y miles de usuarios de los servicios públicos que construyen incluso por encima de las propias ofertas que presentan y de los compromisos que contraen que luego tratan de eludir en nombre de una ingeniería de calidad que subordina las obligaciones asumidas a las conveniencias de ciertas circunstancias.
Tal grado de importancia ha adquirido la supervisión que un ingeniero amigo, experto en carreteras, me confiaba que hace algunos años el personal profesional que se requería para una supervisión tradicional era contado con los dedos de la mano y que, en cambio, ahora se pide tal cantidad de ingenieros, especialistas en las más diversas disciplinas, que la búsqueda de candidatos para todos los puestos que se necesita cubrir se ha vuelto un quehacer de titanes. En lugar de aligerarse la labor, conforme a las nuevas corrientes en boga, la tendencia ha sido inversa. Se ha ido complicando y especializándose. Si el país está en esa ruta, desde luego que no es lo más aconsejable desandar lo avanzado y empezar de nuevo sobre una pista conocida que no conduce a ningún sitio seguro y que augura más problemas para todos y graves riesgos para una población a la que no debe exponerse de ninguna manera.
EL EDITOR