lunes, 28 de octubre de 2019

Ampliaciones de plazo y adicionales de obra


DE LUNES A LUNES

Imaginemos que contrato a un carpintero para que me construya un ropero para mi dormitorio y convenimos que va a trabajar con dos operarios, en mi casa, durante dos semanas, que yo le voy a proporcionar los materiales según un cronograma previamente establecido y que le debo pagar un monto de mil soles, cincuenta por ciento al empezar y cincuenta por ciento al terminar. Adicionalmente me comprometo a pagarles a los tres un menú de almuerzo de diez soles por cada día de trabajo.
El carpintero viene con sus dos operarios el primer día y yo no tengo los materiales. Le digo que utilice el día en preparar el ambiente donde va a trabajar. Naturalmente les pago su menú a los tres. El segundo día tengo parte de los materiales pero no todos los que necesita para una primera jornada formal. Recién el tercer día le hago entrega del primer pago. Y así sucesivamente, cumplo mis obligaciones de manera tardía e incompleta. Al quinto día les digo que ellos paguen los almuerzos y que al terminar se los repongo.
Al final el trabajo se hace en tres semanas. ¿Le debo pagar los quinientos soles que faltan o algo más? ¿Le debo reembolsar los almuerzos adicionales que ellos han pagado finalmente de su propio dinero? ¿Les debo reconocer los pasajes que han gastado para venir a mi casa en esa tercera semana que no estaba prevista? ¿Les debo pagar por lo que habrían dejado de ganar esa tercera semana? ¿Los debo penalizar por haberse atrasado en la entrega del ropero?
La respuesta es simple. Si el carpintero se hubiera atrasado por una causa a él atribuible, el problema probablemente sería suyo y no mío. Pero si el carpintero se atrasa por una causa atribuible a mí, yo tengo que asumir sus consecuencias. Es decir, los mayores gastos y costos que esa ampliación de plazo ha generado. No puedo obligarlo al carpintero a que cargue con mis propios incumplimientos que le han ocasionado un perjuicio a él.
Por consiguiente, de hecho debo pagar los almuerzos adicionales y los pasajes de la tercera semana. Habrá que negociar lo que debo pagar de más. Es posible que me cobre quinientos soles más en el entendido de que eran mil soles por dos semanas. Por consiguiente, la mitad por cada semana. Si no nos ponemos de acuerdo tendremos que ir a buscar una solución con un tercero, que puede ser un conciliador, un árbitro, un juez o quien sea.
Si quien contrata es el Estado y no yo, el asunto es exactamente igual. El Estado no puede pretender dejar de pagarle al carpintero que ha trabajado más tiempo del pactado por circunstancias por completo ajenas a su voluntad. Tampoco puede dejar de pagarle al contratista de una obra pública, por ejemplo, que ha trabajado más tiempo del pactado o ha debido ejecutar trabajos adicionales a los originalmente contratados, igualmente por circunstancias por completo ajenas a su voluntad.
Lo que hay que determinar, en primer término, es eso. Si lo que pide el contratista tiene sustento. En la mayoría de los casos, los tiene, sin duda, porque normalmente quien reclama es porque algún derecho tiene. Sucede en el Poder Judicial, sucede en el arbitraje, sucede en todas partes. Los que reclaman, suelen ganar. No es frecuente que ganen los que no quieren pagar lo que deben.
Imaginemos en otro escenario que soy un constructor y me contratan para hacer una cancha de fútbol para una municipalidad distrital que aspira a organizar eventos deportivos allí. La construyo dentro del plazo pactado. Antes de recibirme la obra la entidad que me ha contratado me pide que haga un cerco perimétrico para evitar que algunas personas puedan ingresar sin pagar durante un partido de fútbol y para controlar adecuadamente los accesos. Se entiende que es una obra adicional porque es indispensable para darle la utilidad que se desea al coloso deportivo. La hago. ¿Tiene que pagarme la municipalidad los costos adicionales del cerco perimétrico o lo tengo que hacer gratis como si yo fuera un benefactor de la comuna? Es obvio que tiene que pagarme y que esos costos, debidamente y razonablemente cuantificados, debemos convenirlos antes de empezar el cerco. Si no me paga, tengo que reclamarlos. Es lógico que gane. Lo absurdo sería que pierda.
En este caso lo que hay que determinar es que esa obra adicional sea en efecto necesaria para darle la utilidad que se le quiere dar a la cancha deportiva. Si es así, la reclamación va. Si no es así, no puede ser una obra adicional, tiene que hacerse, si se quiere, a través de un nuevo contrato como si se tratase de una obra nueva. Un ejemplo típico de ello sería un alojamiento para deportistas continuo a la cancha. No es indispensable. Puede ser recomendable, pero no es absolutamente necesario.
Los montos que se ordenen pagar como consecuencia de esas reclamaciones no pueden considerarse como pérdidas del Estado. Es muy posible que ese dinero esté invertido en cada obra y que lo que falte precisar es si era necesario hacer lo que se hizo con él o no. Si era necesario y se ejecutó habrá que pagarlo, sin ninguna duda. Entre otras razones porque es dinero con el que hay que pagar los pasajes del carpintero y sus operarios, los almuerzos de todos los días y los costos y gastos propios de cada obra.
Eso no quita que haya algunos malos carpinteros que inventan deudas, trabajos adicionales y gastos en los que no han incurrido y pretendan sorprenderle al Estado cobrándole lo que no les corresponde. O que un peritaje técnico demuestre que ese dinero no está invertido en la obra. A ellos hay que aplicarles todo el peso de la ley. Que el acreedor sea un delincuente probado y confeso, pese a ello, no le faculta al Estado, ni siquiera en ese caso, a hacerle perro muerto y no pagarle lo que le debe. Un juez puede embargar esa deuda, desde luego, y destinarla a otros fines, pero si es para pagar a las remuneraciones de su personal y sus beneficios sociales, entre otros compromisos ineludibles, sin duda, esa deuda tendrá prioridad. Aunque a veces no nos guste, vivimos bajo el imperio de la ley que a todos nos corresponde respetar.
EL EDITOR

El supervisor no puede ser el garante del contratista


El artículo 1784 del Código Civil establece que si en el curso de los cinco años posteriores a su aceptación, la obra se destruye, total o parcialmente, o bien presenta evidente peligro de ruina o graves defectos por vicio de la construcción, el contratista es responsable ante el comitente o sus herederos, siempre que se le avise por escrito de fecha cierta dentro de los seis meses siguientes al descubrimiento, indicando además que todo pacto en contra de lo señalado es nulo.
A continuación, el mismo dispositivo estipula que el contratista también es responsable, en los casos indicados en el párrafo anterior, por la mala calidad de los materiales o por defecto del suelo, si es que hubiera suministrado los primeros o elaborado los estudios, planos y demás documentos necesarios para la ejecución de la obra, detalle relativo a lo segundo. El plazo para interponer la acción es de un año, concluye, computado desde el día siguiente del aviso que se le curse al contratista.
El precepto, como se sabe, se aplica a toda clase de obras, sean éstas públicas o privadas. De allí que hasta el antiguo Reglamento Único de Licitaciones y Contratos de Obras Públicas, aprobado mediante Decreto Supremo 084-80-VC vigente hasta 1998, refería, en su artículo 5.10.9, que el contratista no podía en ningún caso exonerar su responsabilidad por los trabajos que hubieren sido encontrado defectuosos, ni negarse a reparar o reconstruirlos según sea el caso, bajo pretexto de haber sido aceptados por el inspector, rigiendo en todo caso lo dispuesto por el artículo 1556 del Código Civil.
El RULCOP aludía, sin duda, al Código Civil de 1936, que estuvo vigente hasta 1984 y que reproducía el mismo texto, con alguna variación mínima. Decía que si la obra se destruye, total o parcialmente, dentro de cinco años, por vicio de su construcción, es responsable el empresario o arquitecto. Era igualmente responsable de la destrucción por defecto del suelo, o por la mala calidad de los materiales, aunque éstos le hubiesen sido suministrados por el propietario. Este último extremo ha cambiado. Ahora el contratista sólo es responsable si proporciona los materiales cuando por su mala calidad la obra se destruye. Igualmente es responsable, como queda dicho, si elabora los estudios y por defecto del suelo la obra se destruye. Eso no se ha modificado.
La responsabilidad del contratista, sin embargo, antes y ahora ha estado y está circunscrita a lo que hace y deja de hacer. Si la obra se destruye y es por su culpa pues tiene que rehacerla. Si no es por su culpa no está obligado a rehacerla.
Según el artículo 1785 del Código Civil actualmente vigente no existe responsabilidad del contratista en los casos a los que se refiere el artículo 1784 si prueba que la obra se ejecutó de acuerdo a las reglas del arte y en estricta conformidad con las instrucciones de los profesionales que elaboraron los estudios, planos y demás documentos necesarios para la realización de la obra, cuando ellos le son proporcionados por el comitente. Este segundo precepto se ha introducido para salvar la responsabilidad del contratista que cumple con sus obligaciones y que no descuida sus quehaceres.
En lo que respecta al consultor, el artículo 95 del Reglamento General de las Actividades de Consultoría, aprobado mediante Decreto Supremo 208-87-EF, le atribuía responsabilidad por los errores u omisiones y sus consecuencias en los que eventualmente podía incurrir él mismo, tratándose de una persona natural, o su propio personal tratándose de una persona jurídica, según lo que se hubiere dispuesto en el contrato.
El artículo 126 del mismo cuerpo legal advertía que el consultor no podía en ningún caso exonerar su responsabilidad por los servicios realizados que se hubieren encontrado defectuosos, ni negarse a realizar las subsanaciones correspondientes. Si no estuviera de acuerdo con las observaciones formuladas a los servicios que se hubieren encontrado defectuosos podía solicitar una reconsideración ante la entidad y en última instancia en vía de revisión ante el antiguo Consejo Nacional Superior de Consultoría (CONASUCO) que se pronunciaba sobre los aspectos de su competencia.
Ninguna norma, empero, obligaba ni obliga a responder más allá de las responsabilidades que cada parte asume. Si la obra se destruye, presenta peligro de ruina o evidencia vicios, el contratista que la ejecuta está obligado a reconstruirla, salvo, claro está, que demuestre que no le puede ser imputada la culpa. En cualquier caso, sin embargo, no se le puede exigir que haga más de lo que se obligó a hacer.
Lo mismo ocurre con el consultor. Si elabora el proyecto y se comprueba que adolece de algunas deficiencias, atribuibles a él, pues está en la obligación de subsanarlas y rehacer lo que hizo mal. No se le puede exigir tampoco que haga más de lo que se obligó a hacer. Si es el supervisor, del mismo modo, se le debe conminar a que corrija lo que no hizo bien. En ningún caso, por ejemplo, se le puede pretender responsabilizar por el íntegro de la obra que le corresponde controlar.
Esa pretensión de querer hacer al supervisor solidariamente responsable con el contratista por los errores en los que éste último incurra no tiene ningún fundamento legal que la avale. Equivale a convertir al supervisor en el garante del contratista cuando su función es totalmente distinta. Él no está para afianzar el trabajo de quien debe supervisar, está para representar a la entidad en la obra y para velar por sus intereses, para cuidar de que el contratista la ejecute precisamente de acuerdo a las reglas de arte y en estricta conformidad con las instrucciones de los profesionales que elaboraron los estudios, planos y demás documentos consustanciales a ella, como lo subraya de manera inequívoca el Código Civil.
La responsabilidad, en consecuencia, está delimitada por la confirmación de que no se actuó diligentemente, por un lado, y por las obligaciones que se asumen en función del contrato, por otro. Si se prueba que se procedió correctamente no hay nada que culpar. Y si hay algo que culpar esa culpa está circunscrita a lo que se debió hacer y no se hizo bien.

lunes, 21 de octubre de 2019

El afán de controlarlo todo


A propósito del nuevo proyecto
de Decreto de Urgencia para reactivar proyectos

DE LUNES A LUNES

La semana pasada se anunció que la Contraloría General de la República había remitido al Poder Ejecutivo, para su revisión y aprobación, un proyecto de Decreto de Urgencia con un conjunto de planteamientos que en su momento incorporó en algunas iniciativas legislativas enviadas al Congreso con el objeto de resolver los contratos de las obras públicas que se encuentren paralizadas por diversos incumplimientos, por deficiencias técnicas y por tener controversias en curso. Los contratos que podrían resolverse serían aquellos cuyo avance físico se encuentre por encima del sesenta por ciento de la ejecución programada. Podría no llegarse a ese extremo, según lo que ha trascendido, si es que se reinician los trabajos aun cuando existiese en trámite alguna reclamación.
La iniciativa incluye la expansión del modelo de control concurrente sobre toda clase de contratos que se celebren a nivel nacional para asegurar que los recursos públicos sean invertidos en estricto cumplimiento de las normas previstas para el efecto. Esta es una medida acertada siempre que comprometa a la Contraloría no sólo a acompañar la ejecución de toda la prestación sino a asegurar que las acciones que se adopten entre las partes, sin que ella las objete, no serán posteriormente motivo para iniciar otros procedimientos destinados a determinar responsabilidades contra los funcionarios públicos o procesos de otra índole contra los propios contratistas y proveedores. Que su presencia sea útil para evitar y prevenir la comisión de toda clase de delitos y para agilizar la correcta ejecución de los fondos del tesoro.
Desde luego, la Contraloría no podrá estar físicamente en absolutamente todas las obras en todo el territorio nacional pero probablemente a través de los órganos que de ella dependen podría tener una presencia suficiente como para cumplir con el propósito de la norma. En el caso de las obras públicas de gran envergadura se entiende que estaría aún más comprometida con profesionales más capacitados para cautelar la inversión pública y agilizar la aprobación de las resoluciones que por expreso mandato de la ley le corresponde emitir.
De otro lado el documento considera, de acuerdo a las informaciones que se han difundido, la obligación de que los árbitros que administran justicia en materia de contratación pública le presenten a la Contraloría una declaración jurada sobre conflictos de intereses así como la prohibición de que las instituciones arbitrales ratifiquen a los árbitros que no pertenecen a sus registros como requisito para que puedan actuar bajo el imperio de sus regulaciones. Estas son dos medidas desacertadas e intervencionistas.
La primera puede ser la punta de lanza de una campaña destinada a estatizar el arbitraje y convertir a los árbitros en funcionarios públicos, antigua pretensión de quienes desconocen la esencia de esta institución, que es la administración de justicia privada por oposición a la administración de justicia pública que se ejerce a través del Poder Judicial, y que podría debilitarla o incluso condenarla a su desaparición en perjuicio de todos los tratados de libre comercio que el Perú tiene suscritos en los que invariablemente se consigna este medio de solución de disputas como única alternativa para atender las reclamaciones que se susciten en la ejecución de los contratos comprendidos en ellos.
Pero no sólo eso. Al convertir a los árbitros en funcionarios públicos éstos se volverían vulnerables a toda clase de denuncias derivadas de las investigaciones que realizan los órganos de control y en las que desafortunadamente se involucra a muchas personas, mayormente inocentes, que tienen que efectuar descargos y desarrollar defensas que con frecuencia demandan varios años. Naturalmente ningún profesional serio desearía encontrarse envuelto en estos líos e inconvenientes, por completo ajenos a la práctica privada, razón por la que muy probablemente se abstendrían de arbitrar en procesos en los que exista ese riesgo con lo que se terminaría ahuyentando de la administración de justicia a los árbitros más capaces y competentes, dejando que ese espacio sea ocupado precisamente por aquellos que no merecen llamarse árbitros y que están acostumbrados a las malas prácticas, a los arreglos y acuerdos ilícitos por debajo de la mesa con los que de seguro se librarían de la acción de la justicia.
La segunda medida es todavía más grave porque pretende impedir que los centros de arbitraje puedan examinar los antecedentes y la experiencia de quien es propuesto para arbitrar en sus sedes, con su administración y con sus normas. Las instituciones tienen de ordinario unos registros de árbitros que actualizan periódicamente. Quienes están inscritos en ellos pueden arbitrar en esos centros sin ningún problema. Quienes no están inscritos tienen que ser confirmados por las cortes o consejos de esos mismos centros. Es una práctica universal cuyo propósito es bloquear justamente el acceso a un centro, entre otros, de profesionales de dudosa trayectoria que eventualmente pueden dañar el prestigio de la institución que los acoge.
Obviamente están en contra de la confirmación de los árbitros aquellos profesionales que de ninguna manera pueden lograrla y que, menos aún, pueden lograr su propia inscripción en esos registros, no porque sean una cofradía, como alguna vez quisieron hacer creer, sino porque no tienen aún la experiencia para acceder o porque la que tienen lamentablemente los condena. No sería, por lo demás, una cofradía, sino serían varias cofradías porque son varios los centros que han optado por la confirmación de árbitros no registrados como requisito para que puedan ejercer sus funciones en sus instalaciones y de acuerdo a sus reglamentos.
Los árbitros honestos que todavía no están inscritos en los registros de los más importantes centros de arbitraje recopilan sus experiencias y organizan sus expedientes para solicitar su incorporación. En tanto la consiguen, se afilian a otras instituciones y ejercen en distintos foros, sin petardear ni querer traerse abajo un procedimiento extendido por todo el mundo que respeta la libertad de cada centro por arbitrar con quien mejor les parezca. Por último, se agrupan y conforman nuevos centros a los que deberían dotarles en sana y legítima competencia de esa eficiencia y celeridad que les reclaman a los otros.
El Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado, por ejemplo, administra un registro de árbitros muy reconocido al que recurre cuando debe hacer designaciones residuales por defecto de las partes o por que los árbitros que ellas han seleccionado no han podido coincidir en la elección de un tercero para que presida el tribunal que deben conformar. Esta nómina es pública y en ella pueden inscribirse todos los profesionales que reúnan los requisitos que la norma estipula. Es además una vitrina de consulta obligatoria para verificar las especialidades de los árbitros y para que las partes puedan indagar sobre las experiencias de aquellos a los que tienen pensado designar.
El Decreto de Urgencia, en otro frente, aspira a regular las labores de los supervisores, haciéndolos solidariamente responsables por los incumplimientos en los que incurre el contratista ejecutor de la obra –al que supervisan– y obligándolos a remitir una copia de todos sus informes a la Contraloría. Estas dos medidas también son desacertadas e intervencionistas. No es posible culpar a un profesional por las deficiencias de otro que está por completo fuera de su control. El supervisor puede observar las inconductas del contratista ejecutor de la obra e incluso ordenar el cambio de determinado personal, materiales o equipos. Si no le hace caso, no puede colocarle un arma en la nuca y conminarlo a actuar en el sentido que estima conveniente. Lo más que puede hacer es dejar constancia del incumplimiento. Pero no puede hacérsele solidariamente responsable de ello. Es como pretender hacer responsable a los órganos de control por las disposiciones que no son atendidas por los funcionarios que las reciben.
Recuerdo que no hace mucho se quería crear un registro de supervisores administrado por la Contraloría y que sea esta entidad sea la que los designe, olvidando el principio universal de que este profesional es el representante de cada entidad en la obra, contratado por ella para que cautele sus intereses. Por eso repetimos siempre que el supervisor no es ningún juez en la obra, es el representante de la entidad que lo ha convocado para esa tarea. En el ejercicio de su función como experto en la materia de que se trate formula recomendaciones sustentadas en su propia trayectoria que su cliente no está en la obligación de aceptar pero sí de examinar y evaluar, habida cuenta de que es un especialista en la obra que supervisa.
Materialmente es imposible, por último, que se remita copia de todos los informes del supervisor a la Contraloría habida cuenta de que existen miles de obras que son supervisadas a lo largo y ancho del territorio nacional y en cuyo desarrollo se emiten informes que tienen miles y miles de páginas, planos y otros anexos. La Contraloría tendría que habilitar decenas de inmensos locales para recibir esta información que sería igualmente imposible de procesar. Los supervisores existen precisamente para descentralizar las tareas de control de la ejecución de las obras desde el sector privado. Puede solicitarle copia de algunos informes que a juicio del órgano de control sean indispensables para el ejercicio de sus labores. Nada más.
En toda construcción existe un cuaderno de obra al que tienen acceso el contratista, el supervisor y la entidad que la ha contratado. Ese cuaderno puede ser revisado por los órganos de control cuando lo crean necesario y pueden extraer de allí todas las copias que quieran. El control concurrente que se propone debe reforzar esta prerrogativa pero no añadirle obligaciones a las partes que finalmente encarecen los contratos y dilatan su ejecución con labores administrativas que duplican tareas y tornan ineficiente su desarrollo.
Está muy bien que se fortalezca a la Contraloría para alcanzar un sistema moderno y eficiente que sea capaz de prevenir, detectar, investigar y sancionar la inconducta funcional y los delitos de corrupción en beneficio de todos los peruanos. Está muy bien que se quieran reactivar los proyectos paralizados en sectores claves como son los de salud, saneamiento, riego, agricultura, educación, transportes y prevención de desastres. Lo que está mal es el afán de controlarlo todo y hacerlo a costa de debilitar instituciones fundamentales como el arbitraje y la supervisión de obras que deben mantenerse a cargo de particulares porque lo contrario desnaturalizaría sus esencias y agravaría los problemas que se quieren solucionar. Está mal pretender dominarlas desde el sector público desconociendo que constituyen aliados naturales del Estado que no deben perderse en esa gran lucha.
EL EDITOR

domingo, 13 de octubre de 2019

Caducidad y aplicación de la Ley 27444 en el procedimiento administrativo sancionador


DE LUNES A LUNES

Mediante la Opinión 148-2019/DTN el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado absolvió las consultas formuladas por el Estudio Revoredo Lituma en relación al procedimiento administrativo sancionador. Al hacerlo advierte que la competencia conferida a la Dirección Técnico Normativa –para interpretar únicamente el sentido y alcance de la legislación especial bajo cuyo imperio actúa– no le permite atender una de ellas relativa a la aplicación de algunas figuras previstas en la Ley del Procedimiento Administrativo General 27444, que incumpliría por tanto con los requisitos previstos en el TUPA del OSCE. Pese a ello, hace un esfuerzo y contesta las otras igualmente vinculadas con la LPAG.
La primera pregunta es sobre la posibilidad de aplicar en forma supletoria la caducidad del régimen general establecido en el TUO de la Ley 27444 ante el vacío de la norma especial. A este respecto, la DTN responde que la habilitación legal conferida a través del inciso n) del artículo 52 de la Ley 30225 está circunscrita, como queda dicho, al sentido y alcance de la normativa especial, planteadas de manera genérica, vinculadas entre sí, sin hacer alusión a asuntos concretos.
Acto seguido precisa que el Tribunal de Contrataciones del Estado es un órgano resolutivo que cuenta con plena autonomía e independencia en el ejercicio de sus funciones conforme a lo dispuesto en el artículo 59 de la Ley. Las sanciones que aplica, según el artículo 50, son multa, inhabilitación temporal e inhabilitación definitiva y quienes pueden encontrarse afectados con ellas son los proveedores, participantes, postores, contratistas, subcontratistas y, desde este año –aunque no lo diga, porque las consultas se refieren a la normativa precedente–, a los residentes o supervisores de obra, cuando corresponda.
El artículo 260 del Reglamento de la LCE, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, estipula las reglas del procedimiento sancionador, los plazos y las actuaciones tanto del órgano instructor del Tribunal como de la Sala que ventila el respectivo expediente. En el anterior Reglamento, el artículo equivalente al que se alude en el documento es el 222.
En esa línea, se establece que una vez interpuesta la denuncia o petición motivada y una vez abierto el expediente, el Tribunal tiene un plazo de diez días hábiles para evaluar el asunto. Si encuentra indicios suficientes de la infracción emite el decreto con el que se inicia el procedimiento. En el mismo plazo, puede solicitar a la entidad información relevante adicional o un informe técnico legal complementario. Si se trata de un procedimiento empezado de oficio, por petición motivada o por denuncia de un tercero, el Tribunal debe requerirle a la entidad este informe así como todo aquello que lo sustente y que pueda ser de utilidad.
Las entidades deben remitir lo que se les pide en un plazo no menor de diez días hábiles de notificadas, bajo responsabilidad y apercibimiento de comunicarse el incumplimiento a los órganos del Sistema Nacional de Control. Vencido el plazo, empero, con la documentación solicitada o sin ella, y siempre que se determine que existen indicios suficientes, se dispone el inicio del procedimiento, dentro de los siguientes diez días hábiles. En la eventualidad de que no existan indicios suficientes o cuando la denuncia esté dirigida contra una persona natural o jurídica con inhabilitación definitiva, se dispone el archivo del expediente sin perjuicio de comunicar el hecho al Ministerio Público o a los órganos del Sistema Nacional de Control, de ser procedente.
Una vez iniciado el procedimiento, el Tribunal notifica al proveedor para que ejerza su derecho de defensa y de estimarlo pertinente para que solicite el uso de la palabra, dentro de otros diez días hábiles, bajo apercibimiento de resolverse con la documentación contenida en el expediente. Vencido este plazo, con el respectivo descargo o sin éste, el expediente se remite a la Sala dentro de los siguientes diez días hábiles. La Sala que recibe el encargo realiza de oficio todas las actuaciones y formula los pedidos que considere pertinentes para el examen de los hechos y para determinar si existe alguna responsabilidad susceptible de ser sancionada.
Finalmente emite su resolución dentro de los tres meses siguientes de haber recibido el expediente. Ese plazo se puede ampliar a tres meses más en los casos en que se disponga la ampliación de cargos. De no emitirse la resolución, la Sala mantiene la obligación de pronunciarse, sin perjuicio de las responsabilidades que le correspondan.
El artículo 261 del Reglamento preceptúa que el Tribunal suspende el procedimiento sancionador cuando exista un mandato judicial vigente y debidamente notificado al OSCE y a solicitud de parte o de oficio cuando el Tribunal considere que para determinar la responsabilidad es necesario contar previamente con una decisión arbitral o judicial. El plazo de suspensión, según este dispositivo, da lugar a la suspensión del plazo de prescripción. Éste, a su turno, según el artículo 262, es el previsto en el artículo 50.7 de la Ley, en cuya virtud las infracciones prescriben a los tres años “conforme a lo señalado en el Reglamento”. Tratándose de documentación falsa, la sanción prescribe a los siete años de haberse cometido.
El plazo de prescripción, de acuerdo al Reglamento, se sujeta a las reglas generales contenidas en la Ley del Procedimiento Administrativo General, salvo en lo relativo a la suspensión del plazo. El plazo de prescripción se suspende, a tenor del artículo 262, con la interposición de la denuncia y hasta el vencimiento del plazo para resolverla. Si el Tribunal no se pronuncia, la prescripción reanuda su curso, adicionándose el período transcurrido con anterioridad a la suspensión.
El pronunciamiento recuerda que con la entrada en vigencia del Decreto Legislativo 1272, que modifica la Ley 27444, el plazo para resolver los procedimientos sancionadores iniciados de oficio es de nueve meses contados desde la notificación de la imputación de cargos. Este plazo puede ser ampliado de manera excepcional, como máximo por tres meses más, debiéndose emitir una resolución debidamente sustentada que lo justifique, antes de su vencimiento. En tal eventualidad, la caducidad operará al vencimiento del nuevo plazo.
Si transcurrido el plazo no se ha notificado la resolución se entiende automáticamente caducado el procedimiento y se archiva. La caducidad debe declararse de oficio aun cuando el administrado está facultado para solicitarla. Si la infracción no ha prescrito, el órgano competente puede iniciar un nuevo procedimiento sancionador. El procedimiento caducado no interrumpe la prescripción.
La caducidad en el procedimiento administrativo general opera respecto de plazos que una vez que vencen hacen perder la posibilidad de conseguir una posición jurídica determinada, acarreando su conclusión y archivo, según el doctor Juan Carlos Morón Urbina, citado por el OSCE. Ello, no obstante, como de conformidad con la primera disposición complementaria final de la Ley, ésta y su Reglamento prevalecen sobre las normas del procedimiento administrativo general, sobre las de derecho público y sobre aquellas de derecho privado que le sea aplicables, en ese orden de prelación a juzgar por lo señalado en la primera disposición complementaria final del Reglamento, queda claro para el documento que si el Tribunal no emite la resolución que le corresponde en el marco de un procedimiento sancionador en trámite, mantiene la obligación de hacerlo, sin perjuicio de la responsabilidad que le pudiera generar tal incumplimiento, en aplicación del ya citado artículo 260 del actual Reglamento y del 222 del que lo precedió.
La nueva normativa, vigente desde el 30 de enero de 2019, mantiene el mismo esquema agregando que este orden de prelación también es aplicable a la regulación de los procedimientos administrativos sancionadores a cargo del Tribunal de Contrataciones del Estado. Asimismo son de aplicación supletoria en todas aquellas contrataciones de bienes, servicios u obras que no se sujeten al ámbito de la norma siempre que no resulte incompatible con la legislación específica que la regulan y sirvan para cubrir un vacío o deficiencia, según lo indicado en los Decretos Legislativos 1341 y 1444.
El Estudio Revoredo Lituma finalmente formula dos preguntas vinculadas al caso de vacío o ausencia de la caducidad dentro del marco normativo del Texto Único Ordenado de la Ley de Contrataciones del Estado. Consulta si se aplica el plazo contemplado en la Ley del Procedimiento Administrativo General. Si se aplican los nueve meses previstos en el inciso 1 del artículo 259 de la LPAG.
Al absolverlas la Dirección Técnico Normativa reitera que el Reglamento prevé los plazos y las actuaciones tanto del órgano instructor del Tribunal como de la Sala que debe emitir la resolución con la que concluye el procedimiento sancionador, subrayando que no existe vacío o laguna normativa alguna al respecto, habida cuenta de que éste debe regirse por lo dispuesto en los artículos 222 del antiguo Reglamento y 260 del nuevo.
Por consiguiente, en primer término, en aplicación de la primera disposición complementaria final de la Ley, ésta y su Reglamento prevalecen sobre la LPAG en caso de contradicción o frente a la necesidad de optar entre dos diferentes alternativas para una misma situación. Si el Tribunal, en segundo lugar, no emite la resolución con la que concluye un procedimiento administrativo sancionador, dentro del plazo fijado, mantiene la obligación de pronunciarse, sin perjuicio de las responsabilidades que se determinen. No existe, por último, vacío o laguna normativa respecto de los plazos y actuaciones tanto del órgano instructor del Tribunal como de la Sala, debiéndose aplicar el mecanismo previsto en el Reglamento.
Queda en el tintero la posibilidad de que un Reglamento, aprobado mediante un dispositivo de inferior jerarquía normativa puede prevalecer, en alguna disposición, frente a lo previsto en una Ley. Es verdad que aquél actúa eventualmente por delegación de otra Ley especial y que en esa virtud podría interpretarse que ella extiende su jerarquía normativa en su favor.
Mi opinión es que para que las normas de inferior jerarquía puedan imponerse sin ningún inconveniente por sobre otras mayores lo más práctico es dotarle de la potencia de la que carecen, esto es, darles fuerza de ley, con lo que se evita conflictos futuros. Es una práctica que se empleó en el pasado con éxito y que personalmente impulsé en lo que respecta al antiguo Reglamento General de las Actividades de Consultoría, originalmente aprobado por Decreto Supremo 208-87-EF y posteriormente revestido de la fuerza de ley en virtud de lo dispuesto en el Decreto Legislativo 608. Eso es lo que hay que hacer.
EL EDITOR

lunes, 7 de octubre de 2019

Hay que sincerar los coeficientes de ponderación


DE LUNES A LUNES

El artículo 83 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado 30225, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, regula el mecanismo de evaluación de ofertas económicas y su interacción con las ofertas técnicas a efectos del otorgamiento de la buena pro que es materia del artículo 84 para el caso de las contrataciones de toda clase de consultorías.
Advierte, de entrada, que el comité de selección solo evalúa las ofertas económicas de los postores que alcanzaron el puntaje técnico mínimo que, de conformidad con el artículo 50.1,a), se define en las bases estándar así como la ponderación de cada factor, los puntajes máximos de cada uno y la forma en que éstos se asignan.
El artículo 83 también le encarga al comité de selección rechazar las ofertas, en el caso de consultoría de obras, que excedan los límites previstos en el artículo 28 de la Ley. Acto seguido dispone que se evalúan las ofertas económicas asignándole 100 puntos a aquella que tenga el precio más bajo en tanto que a las demás se les consigna puntajes inversamente proporcionales a los montos que ofrezcan, según una fórmula muy simple que reproduce en su texto.
A continuación, para determinar el puntaje total de las ofertas estipula que debe obtenerse el promedio de ambas evaluaciones según una segunda fórmula en la que se aplican coeficientes de ponderación que priorizan la evaluación técnica por sobre la económica, al punto que a la primera se le asigna uno variable entre el 80 y el 90 por ciento y a la segunda se le consigna uno que oscila entre el 10 y el 20 por ciento del total, a efectos de que la oferta evaluada como la mejor sea la que obtenga el mayor puntaje, en este segundo cálculo.
El artículo 84 preceptúa, a su turno, que el comité de selección, antes de otorgar la buena pro, revisa las ofertas económicas y que en el caso de que dos o más ofertas empaten, elija al postor que haya obtenido el mejor puntaje técnico primero y en caso de persistir el empate proceda a un sorteo, confiando en el azar el destino del contrato.
Finalmente, otorga la buena pro publicándola en el Sistema Electrónico de Contrataciones del Estado.
Hasta allí todo parece inmaculado. Un error estriba, sin embargo, en la asignación variable de coeficientes. Al darle a la evaluación técnica una ponderación que se mueve entre el 80 y el 90 por ciento del total lo que hace el Reglamento es castigarla y reducir automáticamente su peso específico. Con dos agravantes. Primero, que las bases y las entidades optan invariablemente por el 80 por ciento ante el temor de que si eligen el 90 los funcionarios públicos puedan ser acusados de estar coludidos con los postores en general o con alguno en particular, con lo que las alternativas de diversas ponderaciones se diluyen y queda solo una en carrera.
El otro asunto es que el valor referencial es habitualmente insuficiente para el desarrollo de la prestación que es objeto de la convocatoria. Según el artículo 34 del Reglamento se determina considerando los costos directos, los gastos generales, fijos y variables, y la utilidad, de acuerdo a las características, plazos y demás condiciones definidas en los términos de referencia. Incluye todos los tributos, seguros, gastos de transporte, inspecciones, pruebas, seguridad en el trabajo y costos laborales así como cualquier otro concepto que le sea aplicable y que pueda incidir sobre el presupuesto.
La verdad, sin embargo, es que el valor referencial se sigue calculando de acuerdo a las indagaciones que realizan las entidades respecto al comportamiento del mercado y a los precios de otras prestaciones similares contratadas en el pasado por ellas mismas. El problema estriba en que suelen no distinguir entre aquellas que, precisamente por lo deficiente de los montos por los que se suscribieron, tuvieron serios problemas durante su ejecución. Al no hacerlo, vuelven a repetir un precio históricamente fracasado y, como no podría ser de otra manera, vuelven a tener idénticos inconvenientes.
Evidentemente hay que sincerar los precios y hacer una revisión integral de todos ellos. Lo que hay que hacer también es aplicarles un coeficiente de ponderación mínimo para que la incidencia sobre la adjudicación también sea menor y no se termine, como ahora, en un concurso de precios. Que la evaluación técnica marque la diferencia, como siempre hemos reclamado.
En esa línea se propone sincerar los coeficientes de ponderación, en el entendido de que todavía no es posible liberarse de ellos. Que sean fijos: 90 por ciento para la evaluación técnica y 10 por ciento para la evaluación económica. Con toda seguridad mejorarán las adjudicaciones y mejorarán los servicios que se presten en esas condiciones.
EL EDITOR

Factores de evaluación: no uno sino todos


La entidad que convoca un procedimiento de selección evalúa las ofertas que recibe de conformidad con los factores previstos en las bases a fin de determinar la mejor oferta, según lo dispuesto en el artículo 51 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado 30225, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF. En el caso de bienes y servicios, aparte del precio se califica el plazo para la entrega, la garantía comercial o de fábrica, las mejoras, otros factores relacionados con la sostenibilidad ambiental o social y aquellos que se incluyan en las bases estándar que aprueba el OSCE. Se subraya que los factores de evaluación son objetivos.
Acto seguido, se señala que en el caso de obras, en adición al monto que se oferte se admiten los factores relacionados con la sostenibilidad ambiental o social y aquellos que se incluyan en las bases estándar que aprueba el OSCE. Se subraya nuevamente que los factores de evaluación son objetivos.
En el caso de consultoría en general y consultoría de obra, además del precio, “se establece al menos uno” de un conjunto de factores, entre los que se considera la experiencia del postor en la especialidad, la metodología propuesta, el conocimiento del proyecto y la identificación de facilidades, dificultades y propuestas de solución así como otros factores relacionados con la sostenibilidad ambiental o social y aquellos que se incluyan en las bases estándar que aprueba el OSCE, que se repiten anteriormente.
No se exige, empero, que los factores sean objetivos. Es un error, empero, creer que los factores son subjetivos. Todo lo contrario, se pone especial énfasis en la necesidad de uniformizar las ofertas al punto que cualquier persona, por completo ajena a lo que es materia de la convocatoria, pueda evaluarlas, asignar puntajes y adjudicar los contratos. La fórmula debería ser al revés. Que personas altamente calificadas en las especialidades involucradas seleccionen las ofertas de acuerdo a su leal saber y entender, como lo haría cualquier particular. Eso desde luego mejoraría notablemente las adjudicaciones y las propias prestaciones, sin duda alguna.
Tampoco se exige que sean objetivos los factores en el caso de la selección de consultores individuales para cuyos procesos se ha previsto examinar la experiencia en la especialidad, las calificaciones que exhiban los postores y los resultados de una entrevista.
Para el caso de consultoría en general, la norma hace una diferencia, permitiendo que se evalúe las calificaciones y experiencias del personal clave en materia de formación, conocimientos y competencia. Es una distinción que debería extenderse a la consultoría de obras donde se prioriza la selección de profesionales altamente calificados para ocupar las diversas plazas que se concursan.
La explicación de que se ha dado es que, con el nuevo régimen, vigente desde el 30 de enero de este año, el personal clave en consultoría de obras no se presenta sino una vez que se haya adjudicado el procedimiento de selección, lo que nos parece muy inconveniente porque se elimina la posibilidad de que los competidores puedan observar y eventualmente objetar las calificaciones de determinados profesionales y, lo que es más grave aún, se elimina o se condena a su mínima expresión la competencia que por expreso mandato constitucional debe existir entre las distintas ofertas.
Se ha dicho que las reclamaciones e impugnaciones alargan los concursos al punto que cuando estos concluyen las personas que fueron propuestas ya no están disponibles para prestar el servicio y, como consecuencia de ello, los postores tienen que convocar a otras en su lugar. Eso es cierto. No menos cierto es que la tendencia es la de eliminar en lo posible los conflictos y los asuntos que pueden originarlos. Lo que no se puede eliminar es la competencia que es la forma de elegir entre varias opciones a una.
Para impulsarla es indispensable corregir, en primer término, el galimatías de exigir al menos uno de un conjunto de factores entre los que precisamente dos de ellos se refieren a otros dos universos plurales que agrupan a aquellos factores relacionados con la sostenibilidad ambiental o social y a aquellos otros que se incluyan en las bases estándar que aprueba el OSCE.
Nuestro planteamiento es que en el caso de consultoría en general o consultoría de obras, además del precio, se evalúen todos esos otros factores, salvo que alguno manifiestamente no proceda. De esa forma se ampliaría la competencia y se tornaría mucho más fácil hacer una selección en base a los méritos de los participantes, sin tener que recurrir al sorteo.
Recordamos a este respecto, la Directiva 002-2007-CONSUCODE expedida justamente para estandarizar los factores de evaluación en los procesos de selección para la contratación de servicios de consultoría de obras. Entre ellos se incorporó el conocimiento del proyecto y la identificación de facilidades, dificultades y propuestas de solución, que ahora está considerado; el enriquecimiento de los términos de referencia, que no se ha mantenido en la norma; la metodología y plan de trabajo, que es de suma importancia para seguir el desarrollo de la prestación; la programación del servicio, que tampoco se ha contemplado en la actual legislación; así como el equipamiento, infraestructura y software, que permite determinar las potencialidades de cada postor. No son todos los factores que cabe examinar pero por de pronto ofrecen un antecedente útil que podría repetirse. (RG)