domingo, 20 de diciembre de 2020

La retribución de los mayores servicios de supervisión

 DE LUNES A LUNES

Hace poco un alumno me preguntó si existía alguna diferencia en la forma de retribuir los mayores servicios en el marco de un contrato de supervisión suscrito a suma alzada respecto de un contrato de supervisión suscrito a tarifas o precios unitarios. Inquietud interesante, sin duda, que pone en evidencia la creencia equivocada de que cualquier operación pactada a suma alzada no admite ninguna modificación y que los tres elementos básicos que la conforman, que son objeto, monto y plazo, deben permanecer inalterables de principio a fin. Como contrapartida, aquella tesis sostiene que sólo cabe reformular la medida de tales ingredientes en los convenios celebrados a precios unitarios o a tarifas que precisamente se construyen bajo ese sistema porque se desconoce sus detalles en materia de calidades y cantidades.

En realidad, en este último caso, no se trata de una modificación de cualquiera de esos elementos porque las cifras que se consignan en los presupuestos son solo referenciales a efectos de que vayan ajustándose conforme avanza la ejecución del proyecto. De manera que en primer término hay que hacer notar esa diferencia. En los contratos a precios unitarios o a tarifas no hay cambios en los elementos que les dan soporte. Si los alcances del servicio, que son parte del objeto, incorporan trabajos no previstos originalmente, no se produce automáticamente la variación del monto ni del plazo. Puede producirse el ajuste de estos rubros consignados tentativamente al empezar la obra. Es posible que los trabajos no considerados al inicio no exijan un mayor plazo porque se subsumen dentro del tiempo programado. No podrá decirse lo mismo en cuanto al monto porque de seguro demandarán un esfuerzo adicional en personal, maquinaria, equipos y materiales que no caen del cielo.

Lo mismo ocurre en la suma alzada a cuyo monto se llega no por azar sino sobre la base de un cálculo que contempla necesariamente los otros dos elementos que constituyen, como queda dicho, parte del soporte de todo contrato: objeto y plazo. Para determinar la suma alzada se evalúa lo que hay que hacer, lo que costará  y lo que demorará hacerlo. Lo primero comprende todo lo que habrá que asignar al trabajo, lo segundo el precio de cada elemento y lo tercero lo multiplicará por el tiempo previsto para lograrlo. Al avanzar la obra igualmente pueden producirse nuevos requerimientos no considerados al arrancar. En tal eventualidad, si éstos no son responsabilidad del obligado, se procede a ajustarlos y a modificar el respectivo detalle. Aquí sí a modificar porque bajo este sistema el presupuesto no es referencial. Siempre es un conjunto de supuestos previos, conforme a su etimología, pero se entiende que más ajustados porque se elabora para un proyecto que tiene definida la cantidad y calidad de sus componentes, razón por la que no se recomienda para la supervisión de obras que es uno de los contratos que, precisamente por depender de otro principal cuya suerte sigue, no los puede asegurar.

Por consiguiente, mayor distinción no hay cuando se trata de retribuir los mayores servicios que puedan presentarse en un contrato de supervisión cualquiera que sea el sistema bajo el que ha sido celebrado. Si es a precios unitarios o tarifas, se pagan las tarifas. Si es un contrato a suma alzada, se pagan las tarifas que sirvieron para llegar a ese monto y si no hubiere tarifas se acuerdan entre las partes. No hay otra forma de pagar los mayores servicios. Hay que identificarlos y crearles un precio.

El artículo 1767 del Código Civil preceptúa sabiamente que si no se hubiere establecido la retribución y ésta no pueda determinarse según las tarifas profesionales o los usos, será fijada en relación a la calidad, entidad y demás circunstancias de los servicios prestados.

La normativa sobre contratación pública ha sido coincidente con este precepto sustancial. Así por ejemplo en el Reglamento General de las Actividades de Consultoría (REGAC), aprobado mediante Decreto Supremo 208-87-EF, cuyo texto final tuve el honor de revisar, expedido para poner en vigencia la Ley de Consultoría 23554 promulgada durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde Terry, se dispuso que “todo aumento o disminución del monto del contrato, excepto los derivados de reajuste que por variación de precios se produzcan, será motivo del presupuesto adicional en el cual regirán los precios unitarios considerados en el presupuesto del contrato afectado por el valor de relación o los precios unitarios pactados en el caso de no existir este rubro en el presupuesto contratado.”

El dispositivo no crea una fórmula para las operaciones pactadas a precios unitarios o tarifas y otra para aquellas suscritas a suma alzada. Todo aumento o disminución se calcula con los precios unitarios o tarifas previstos, que como queda dicho debe haber en ambos escenarios, y sólo a falta de alguno de ellos –muy probablemente en la suma alzada que no haya incorporado la manera en la que se llegó a ella– se procederá a acordar los precios unitarios o tarifas que se emplearán para el efecto.

En el primer Reglamento de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, así denominada, aprobado mediante el Decreto Supremo 039-98-PCM, en cuya elaboración participé activamente, se estableció que “el costo de los adicionales se determina con base en las especificaciones técnicas del bien o servicio y de las condiciones y precio pactados en el contrato; en defecto de éstos, se determinará por acuerdo entre las partes.” Tampoco distinguió entre contratos a precios unitarios o tarifas y contratos a suma alzada. Todos los adicionales se pagan de la misma forma.

Según el mismo instrumento, “el sistema de suma alzada sólo será aplicable cuando las magnitudes y calidades de la prestación estén totalmente definidas en las especificaciones técnicas, y en el caso de obras, en los planos, de acuerdo a las especificaciones técnicas.” Luego agrega que “en este sistema el postor formula su propuesta por un monto fijo y por un determinado plazo.” En un segundo párrafo advierte que en el otro sistema “el postor formula su propuesta ofertando precios, tarifas o porcentajes en función a un conjunto de partidas o cantidades referenciales contenidas en las Bases, que se valorizan en relación a su ejecución real así como por un determinado plazo de ejecución”, con lo que queda acreditada plenamente la equivalencia de precios y tarifas, conceptos habitualmente empleados en el caso de bienes y obras el primero y en el caso de servicios y consultorías el segundo.

La Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado 26850 fue promulgada sobre la base de un proyecto que personalmente redacté, unificando regímenes dispersos,  introduciendo el arbitraje como medio de solución de toda clase de controversias que se produzcan en las operaciones pactadas bajo su imperio y revolucionando todos los mecanismos hasta entonces vigentes a tono con los avances de la legislación mundial más moderna.

El Reglamento aprobado mediante Decreto Supremo 013-2001-PCM estipuló que “el costo de los adicionales se determina sobre la base de las especificaciones del bien o servicio y de las condiciones y precio pactados en el contrato; en defecto de éstos, se determinará por acuerdo entre las partes.” La misma redacción y el mismo concepto. Esta norma se expidió luego de acordarse la consolidación del primer Texto Único Ordenado de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado como consecuencia de las reformas que trajeron consigo las leyes 27070, 27148 y 27330. También participé en su elaboración aunque de manera menos activa, asistiendo a las reuniones que se convocaron y haciendo llegar mis observaciones y sugerencias, algunas finalmente recogidas y otras desechadas.

El segundo Texto Único Ordenado de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, fruto de las nuevas modificaciones que le inoculó la Ley 28267, generó el Reglamento aprobado por Decreto Supremo 084-2004-PCM, según el cual “el costo de los adicionales se determinará sobre la base de las especificaciones técnicas del bien o servicio y de las condiciones y precio pactados en el contrato; en defecto de éstos, se determinará por acuerdo entre las partes.” Dos letras de diferencia para graficar idéntica situación, sin variación alguna. Sin hacer ninguna diferencia entre suma alzada y precios unitarios o tarifas.

El Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 184-2008-EF, que, cambiando de sector, reguló a la nueva norma promulgada por Decreto Legislativo 1017 que apocopó su denominación pero que por fortuna reprodujo casi todos sus artículos, preceptuó que “el costo de los adicionales se determinará sobre la base de las especificaciones técnicas del bien o servicio y de las condiciones y precios pactados en el contrato; en defecto de éstos se determinará por acuerdo entre las partes.” Ni una letra y ni una coma de más.

El siguiente Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 350-2015-EF, para regular la nueva Ley de Contrataciones del Estado 30225 reiteró que “el costo de los adicionales se determina sobre la base de las especificaciones técnicas del bien o términos de referencia del servicio en general o de consultoría y de las condiciones y precios pactados en el contrato; en defecto de estos se determina por acuerdo entre las partes.” Sólo cambió el tiempo en que se expresa un par de verbos e incorporó los términos de referencia. Para los efectos prácticos, todo siguió igual. Sin ninguna distinción entre suma alzada y precios unitarios y tarifas.

Exactamente lo mismo puede decirse del más reciente Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, según el cual “el costo de los adicionales se determina sobre la base de las especificaciones técnicas del bien o términos de referencia del servicio en general o de consultoría y de las condiciones y precios pactados en el contrato; en defecto de estos se determina por acuerdo entre las partes.” Transcrito a pie juntillas.

Queda absolutamente claro que los mayores servicios de supervisión, no previstos en su inicio, se retribuyen a tarifas, con prescindencia del sistema bajo el cual se haya celebrado el contrato. Si es a tarifas, sin problema alguno. Si es un contrato a suma alzada, pues descubriendo las tarifas y aplicándolas como si originalmente así se hubiera pactado. Así de simple.

EL EDITOR

domingo, 13 de diciembre de 2020

El mundo de las garantías al revés

DE LUNES A LUNES

Según el artículo 33 de la Ley de Contrataciones del Estado 30225 las garantías que deben otorgar los postores a los que se les adjudica un contrato son la de fiel cumplimiento y la de adelantos. Deben ser incondicionadas, solidarias, irrevocables y de realización automática en el país, al solo requerimiento de la entidad a favor de la que se extiendan, bajo responsabilidad de las empresas que las emitan, las que, a su turno, deben encontrarse bajo la supervisión directa de la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP, y estar expresamente autorizadas a emitirlas, o, aparecer, en su defecto, en la última lista de bancos extranjeros de primera categoría que periódicamente publica el Banco Central de Reserva.

En razón de lo expuesto las empresas emisoras no pueden oponer excusión alguna a la ejecución de las señaladas garantías debiendo limitarse a honrarlas dentro del plazo máximo de tres días hábiles de recibida la solicitud, bajo responsabilidad solidaria de ellas y del postor o contratista, sin perjuicio del pago de intereses legales a favor de la entidad, a la que le deben proporcionar el acceso a las fianzas que otorgan implementando los mecanismos pertinentes para hacer el respectivo seguimiento. Si la entidad admite el documento y éste ha sido emitido por un banco que cuenta con todos esos muy específicos requisitos, no parece razonable culpar al proveedor cuando no se ejecuta conforme a lo previsto, cuando la respectiva institución financiera se niegue a hacerlo o aduzca algún inconveniente para ello. Esa ya no es su responsabilidad. Desde luego que tendrá que responder por lo que ejecuta mal pero es un exceso culparlo por las deficiencias que eventualmente pueda exhibir, a la hora de la verdad, quien reúne todas las condiciones que se exigen para entrar a ese selecto club de las instituciones autorizadas a emitirlas en contratación pública.

El artículo 148 del Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, a su vez, dispone que los documentos del procedimiento de selección establecen el tipo de garantía que el postor y el contratista debe presentar, dejando abierta la posibilidad de que sea una carta fianza o una póliza de caución, reiterando la exigencia de que sean emitidas por entidades bajo la supervisión de la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP aunque agregando que deben contar con clasificación de riesgo B o superior, requisito que la Ley no contempla pero que podría enmarcarse dentro del encargo de regular las modalidades, montos, condiciones y excepciones que comprende el artículo 33 de la LCE. Sea de ello lo que fuere, me parece un exceso que limita las opciones financieras y que se constituye en una barrera de acceso al mercado de la contratación pública. Cualquier empresa autorizada a emitirlas debería poder hacerlo para esta clase de operaciones, sin ninguna restricción. Si no pueden hacerlo para un universo tan grande de contratos, no tiene sentido que estén autorizadas a hacerlo en otros escenarios.

En el Reglamento del Procedimiento de Contratación Pública Especial para la Reconstrucción con Cambios se puede advertir un avance significativo en esta materia. Según el artículo 60.1 del texto original, aprobado mediante Decreto Supremo 071-2018-PCM, “las bases establecen el tipo de garantía que debe otorgar el postor y/o contratista, pudiendo ser carta fianza y/o póliza de caución.” Ello, no obstante, según el texto modificatorio, aprobado mediante Decreto Supremo 148-2019-PCM, el mismo artículo 60.1 ahora dispone que “el tipo de garantía que debe otorgar el postor y/o contratista puede ser carta fianza o póliza de caución.” Hay un cambio sustancial entre una y otra redacción. Queda claro que en un principio la entidad definía en las bases el tipo de garantía que exigirá, en la actualidad en cambio quien lo decide es el propio proveedor que lo hará, sin duda, de acuerdo a sus limitaciones y recursos, de seguro antes de tener que presentarla.

La garantía de fiel cumplimiento se entrega a la entidad como requisito para perfeccionar el contrato por una suma equivalente al diez por ciento del monto pactado, de acuerdo a lo preceptuado en el artículo 149. Se mantiene vigente hasta la conformidad de la recepción de la prestación en el caso de bienes y servicios o hasta el consentimiento de la liquidación en el caso de ejecución y consultoría de obras. Como su nombre lo indica este documento garantiza la correcta ejecución de las obligaciones que asume el proveedor. En tanto no ejecute ninguna obligación no hay nada que garantizar. En otras palabras, solo se garantiza lo que está en ejecución.

Gracias a nuestra insistencia, conjuntamente con la de otros expertos e interesados, ahora se permite devolver el título cuando habiéndose determinado en la liquidación un saldo a favor del contratista y éste someta a arbitraje o a cualquier otro mecanismo de solución de controversias la cuantía por ese monto, quedando evidente que éste sólo podría quedar como está o incrementarse como resultado de ese proceso. Era absurdo tenerlo colgado e incurriendo en mayores gastos financieros cuando lo que discutía era que le den más dinero y no que tenga que asumir alguna cuenta pendiente. La norma también se utiliza para devolverle la fianza al supervisor de la obra cuyo contratista se encuentra en esa situación. Hace poco se la retenía hasta que acabe el pleito que podía durar mucho tiempo y por tanto se le congelaba injustamente su línea de crédito. Hasta entonces tampoco se le extendía el certificado por sus servicios que ya no le servía para nada cuando finalmente se le entregaba por el tiempo tan corto de vigencia que se le reconoce a la experiencia por acreditar en nuevos concursos y licitaciones. Pese a lo dicho, no está demás precisar que la disposición también comprende al supervisor para evitar cualquier interpretación antojadiza que pudiera pretender escamotearle ese derecho y condenarlo a seguir esperando en el balcón que el contratista ejecutor de la obra dirima sus discrepancias con la entidad sin poder hacer nada ni liberar sus cuentas.

La fianza de fiel cumplimiento también debe devolverse en los múltiples casos en los que no hay qué garantizar. Por ejemplo, como consecuencia de la pandemia o de problemas similares. Diversos contratos se han paralizado, otros se han suspendido y muchos más se han quedado simplemente en las buenas intenciones sin siquiera empezar a ejecutarse. ¿Es posible que se obligue a los contratistas a mantener vigentes sus garantías en estas circunstancias? En éstas o en cualquier otra que sea semejante es evidente que no se puede exigir eso. Esos documentos financieros tienen un costo muy elevado que enriquece a los bancos en perjuicio de los contratistas.

Pueden admitirse para garantizar obras o servicios que están en ejecución, si es que libremente elige esta alternativa el proveedor –derecho que debe reconocérsele–, habida cuenta que los costos de esas fianzas y pólizas se cargan siempre a los ingresos que esas obras y servicios generan. ¿Pero si no hay ingresos y no hay ni obras ni servicios que garantizar? ¿De dónde se va a obtener el dinero para pagarlas? ¿Qué obras y servicios se van a garantizar si no hay nada en ejecución? No tiene ningún sentido expoliar a los contratistas obligándolos a mantener vigentes tales títulos. ¿Las entidades van a asumir esos costos innecesarios? En tal hipótesis, hasta que se defina el destino de esos contratos, lo más razonable es suspender la obligación de renovarlas y en la eventualidad de que se reinicien las obras o servicios solicitar su activación o la entrega de nuevas. Para eso no se necesita ninguna norma específica. Lo contrario obligaría a las entidades a tener que sufragar esos mayores gastos de renovación y mantenimiento porque cuando suben los valores de las obras y servicios, se elevan naturalmente para el propietario, no para el proveedor.

En los contratos periódicos de suministro de bienes o de prestación de servicios en general y en los de ejecución y consultoría de obras que celebren las micro y pequeñas empresas, en lugar de una carta fianza o una póliza de caución, se puede autorizar a la entidad para que retenga el diez por ciento de cada pago que le efectúe al contratista, resucitando el denominado fondo de garantía que existía en el Reglamento Único de Licitaciones y Contratos de Obras Públicas y en el Reglamento General de las Actividades de Consultoría, que, sin embargo, se constituía con el cinco por ciento del monto del contrato y no con el diez. El diez por ciento no sólo duplica la garantía sino que, al limitarla a fianzas o pólizas de caución, las encarece aún más por los costos que su mantenimiento y renovación entrañan. No es equitativo que sólo algunas empresas de limitado alcance se vean favorecidas con este régimen. Debe extenderse a toda clase de postores y en toda clase de contratos incluso en aquellos que generan numerosos puestos de trabajo y que aportan más que todos al erario nacional.

El artículo 150 del Reglamento estipula que a partir de la fecha en que el residente reporta que la obra está en condiciones de ser aceptada el contratista puede solicitar la devolución de la fianza o póliza de fiel cumplimiento siempre que se haya hecho una retención del cinco por ciento del monto del contrato a pedido del contratista y se presente otra garantía por el restante cinco por ciento, con lo cual se sigue afianzando el mismo elevado porcentaje, sin advertir que en el RULCOP y en el REGAC se permitía sustituir el fondo de garantía por una fianza y no a la inversa, con el objeto de darle liquidez al proveedor. Aquí en lugar de darle liquidez queremos quitársela en el momento en que probablemente más la necesite, condicionándole la recuperación de parte de su línea de crédito a las retenciones de las que sería objeto y a la obtención de una segunda fianza por la mitad del monto de la primera.

La norma arbitrariamente se aplica sólo para obras cuando debería aplicarse para toda clase de contratos pero en forma correcta. Permitiendo que se constituyan los fondos de garantía desde un principio y dejando abierta la posibilidad de que el proveedor los retire cuando haya alcanzado un setenta y cinco por ciento de avance, como estaba fijado en el pasado, para recién allí sustituirlos por una garantía si es que todavía es sujeto de crédito para el sistema financiero.

Antes de que se le eliminen sus deudas con los bancos para poder gestionar nuevas fianzas en el régimen vigente se le pida al proveedor que obtenga otra, por el cinco por ciento del monto del contrato, como condición para devolverle la que tiene empeñada por el diez por ciento, con lo que va a quedar virtualmente hipotecado en total por el quince por ciento. Adicionalmente, se le pide que haya renunciado, a medio camino, a un porcentaje de sus valorizaciones para cubrir ese otro cinco por ciento que quedaría sin afianzar con dinero fresco que dejaría de cobrar. El mundo al revés.

EL EDITOR

domingo, 6 de diciembre de 2020

La disrupción de la suma alzada

DE LUNES A LUNES

La Opinión 111-2014/DTN suele ser citada por algunos despistados para sustentar la creencia de que los contratos suscritos a través del sistema a suma alzada no pueden sufrir ningún incremento en los montos que se hubieren pactado por ninguna circunstancia. La cita es incorrecta y la idea que pretende ampararse en ella igualmente errónea. El mencionado documento emitido por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado admite que una entidad pueda contratar un servicio bajo el sistema a suma alzada sólo cuando sea posible determinar con exactitud detalles elementales tales como magnitudes y calidades, información que debe establecerse de manera meridiana en los Términos de Referencia del respectivo procedimiento que reseña las características técnicas y las condiciones en que se ejecutará la prestación.

La normativa establece que en el sistema a suma alzada el postor formula su propuesta a efectos de realizar el requerimiento objeto de la convocatoria por un monto fijo y por un plazo determinado. Eso trae consigo, como regla general, la invariabilidad del precio, comprometiéndose el obligado a realizar, como no puede ser de otro modo, el íntegro de las prestaciones que sean necesarias para cumplir con el encargo. Difiere, como se sabe, del sistema de precios unitarios o de tarifas en los que el postor formula costos fijos por cada uno de los componentes de la prestación con cargo a ser retribuido en función de aquellos que efectivamente haya utilizado.

Excepcionalmente, según el OSCE, una entidad puede modificar el precio o monto de un contrato, independientemente de su sistema de contratación, como consecuencia de la potestad de ordenar la ejecución de prestaciones adicionales o reducciones, siempre que resulten necesarias para alcanzar la finalidad del contrato.

La facultad de aprobar prestaciones adicionales o reducciones de las prestaciones ya aprobadas se inscribe, según algunos, en lo que la doctrina conoce como “cláusulas exorbitantes” que caracterizan a los regímenes jurídicos especiales de derecho público en los que confluyen el interés privado con el interés general, el ciudadano frente al Estado, uno contra todos, prevaleciendo siempre el conjunto por sobre el individuo.

De esa opción por el Estado frente al individuo nace la potestad de ordenar la ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de las prestaciones pactadas hasta por un porcentaje variable pero fijo para cada caso, condicionado, en la eventualidad de que se incrementen los costos, a la disponibilidad presupuestal correspondiente y a la debida sustentación de las razones por las que resulta necesario sumar o restar actividades para lograr el objeto previsto.

Sobre este punto yo tengo una discrepancia que ya la he puesto de manifiesto en otras oportunidades. Si bien es correcto priorizar el interés público por encima del privado, no es correcto exigirle a al particular que, en resguardo del conjunto, haga una obra, preste un servicio o suministre un bien, en su propio perjuicio. En esa línea no se le puede obligar a nadie que continúe en un contrato que le ocasiona pérdidas o que le impide ser retribuido de la forma en que puede serlo con otro cliente. En nombre del interés del Estado, que es la expresión política del colectivo nacional, no se puede expoliar a los ciudadanos que lo constituyen.

La Dirección Técnico Normativa  acota que en los servicios contratados bajo el sistema a suma alzada así como el postor se obliga a ejecutar el íntegro de los trabajos requeridos, la entidad se obliga a pagarle al contratista el íntegro del monto de su oferta económica, quedando claro que éste puede variar si se modifican los trabajos, sea por la vía de adicionar o de reducir prestaciones con el objeto de alcanzar la finalidad del contrato. Cuando se adicionan prestaciones el contratista debería estar en libertad de decidir si las acepta o no y no operar el incremento en forma automática, como se ha indicado. Y la entidad, por consiguiente, deberá obligarse a retribuir al contratista el íntegro del nuevo monto que reflejará lo que se adiciona, sea en plazo o sea en el alcance u objeto de la prestación.

La Opinión 111-2014/DTN se expidió a propósito de una consulta formulada sobre la posibilidad de reducir el monto de los contratos de supervisión cuando la obra culmine antes del tiempo programado. Como es habitual, la absolución recuerda que toda obra, en principio, debe contar de modo permanente y directo, con un inspector o supervisor, a elección de la entidad, a menos que el valor de la obra a ejecutar sea igual o superior al monto establecido en la Ley de Presupuesto del Sector Público, supuesto en el cual necesariamente debe contarse con un supervisor.

Merece destacarse que el OSCE admite que la entidad puede optar por un supervisor cuando por mandato de la ley no está obligado a tenerlo. Premisa sabia, porque en obras pequeñas pero especialmente complejas siempre es mejor tener alguien experto en la materia, contratado únicamente para esta tarea, que alguien de la misma entidad que en ocasiones debe asumir este encargo en adición a sus responsabilidades cotidianas.

La norma establece que no pueden coexistir en el mismo trabajo un inspector y un supervisor. Me parece bien. Pese a que el inspector puede contribuir con sus consejos al mejor desarrollo de las actividades de control y constituirse en un intermediario válido entre la entidad y el supervisor, lo cierto es que también puede entrar en conflicto con las decisiones que adopte este último. Se ha visto en varios casos. Ello no impide, en modo alguno, sin embargo, que la entidad visite la obra, acredite a algunos de sus funcionarios y tenga una presencia muy activa en el proceso constructivo. Si no es obligatorio tener un supervisor, hay que tener un inspector. Pero si la entidad decide tener un supervisor, aun cuando pueda prescindir de él, ya no puede simultáneamente tener un inspector. Tampoco debe tener un inspector cuando deba tener un supervisor ni siquiera en forma transitoria, en tanto termina de contratarlo, porque esa fórmula se presta a la malhadada costumbre de convertir en permanente lo que es provisional y por esa vía sacarle la vuelta a la norma.

Por eso mismo se dice que el supervisor controla los trabajos que realiza el contratista y que es responsable de velar en forma directa y permanente, según la frase repetida muchas veces, por la correcta ejecución de la obra y del cumplimiento del contrato. Se trata, sin duda, del contrato de construcción, de concesión o de lo que fuera que se le encomienda supervisar. Ese contrato sin embargo tiene una naturaleza totalmente distinta del suyo.

El contrato de ejecución de obra está directamente vinculado al plazo de ejecución previsto. Si el contratista se atrasa por causa atribuible a él no tiene derecho a ninguna ampliación ni a ningún reconocimiento económico. El contrato de supervisión está directamente vinculado no a su propio plazo sino al contrato que es materia de control, al punto que toda variación que se produzca en su ritmo o en su plazo lo afecta sensiblemente. Si el supervisor se atrasa por causa atribuible a él, naturalmente, tampoco tiene derecho a ninguna ampliación ni a ningún reconocimiento económico. No es lo más frecuente. Puede atrasarse el supervisor si no entrega en su tiempo sus reportes o informes periódicos o por no asignar a algunos profesionales en su momento en sus respectivas ubicaciones, pero no es lo habitual. Por lo general quien se atrasa es el ejecutor. Si se atrasa, sea por motivo ajeno a él o no, el supervisor tiene derecho a una ampliación de plazo equivalente al retraso producido porque necesariamente debe continuar controlando la obra hasta que concluya.

El reconocimiento económico que le corresponde al supervisor así como a cualquier contratista que experimenta la necesidad de ampliar el plazo de su contrato por causas no atribuibles a él, se calcula sobre la base de la forma de pago prevista en el mismo contrato. Si el sistema empleado es a precios unitarios pues se pagan en función de los costos asignados en el mayor tiempo consumido. Si el sistema empleado es la suma alzada pues se pagan en función de los mayores costos consumidos, incluidos en los informes o reportes periódicos que se presentan para valorizar los servicios. Los costos suelen ser directos e indirectos en todo contrato. Costos directos son aquellos en los que incurre el contratista para alcanzar el objeto del contrato a diferencia de los costos indirectos o gastos generales que son aquellos que se derivan de su propia actividad y que le permiten mantenerse en el mercado, razón por la que no inciden en la consecución de la finalidad misma del trabajo.

Los costos directos suelen expresarse en precios unitarios o tarifas aun en los contratos a suma alzada pues de esa forma se llega al monto total que se incorpora en la oferta del mismo modo que los costos indirectos, como no pueden fijarse para un caso específico, suelen expresarse a través de un porcentaje precisamente de los costos directos y que está concebido para contribuir al sostenimiento y a la permanencia del postor en el giro mediante la distribución a prorrata entre todos sus contratos de los gastos generales que ello exige.

Por eso es común que en las ampliaciones de plazo o en los mayores costos que se generan como consecuencia de la disrupción de algunas labores o de la reiteración de ciertas tareas como la revisión de todos los planos de una determinada actividad que el contratista que debe realizarlas se empecina en presentar sin atender las repetidas observaciones del supervisor o atendiéndolas de manera muy limitada, el equipo de supervisión debe necesariamente repetir una y otra vez el mismo encargo, encareciendo el servicio.

En ese escenario recortar los presupuestos del supervisor para hacerlo uniforme y compatible con los atrasos que reporta la ejecución de la obra es muy difícil por la sencilla razón de que la misma cantidad de especialistas se requieren, por ejemplo, para revisar cien planos que para revisar mil. Cuando esos cien planos se presentan diez veces no puede tampoco disminuirse el número de expertos pese a que la obra avanza a un ritmo demasiado lento. Se les recargan las labores y se incrementan los costos elevándose el porcentaje de incidencia del monto de la supervisión respecto del monto de la obra. Es inevitable.

El reconocimiento económico por los mayores costos –entendido como el mayor costo directo consumido en términos contractuales– incurridos en tales circunstancias se retribuye en función de los precios unitarios o las tarifas que sirvieron de base para definir el monto total. De no existir esa información se determina tratando de determinarlos haciendo el cálculo inverso: dividiendo el monto total entre cada uno de sus componentes para obtener una aproximación a esos precios unitarios o tarifas sobre los que se ha construido la arquitectura para arribar a la suma final por la que se suscribió el contrato.

No es posible, en modo alguno, pretender exigirle al contratista que acredite los pagos realizados por cada concepto que hayan sobrepasado las previsiones originales como si fueran gastos reembolsables de la misma manera que no es posible exigirle al estudio de abogados contratado para una defensa específica y que factura por tarifas y horas trabajadas que abra su contabilidad y acredite los pagos realizados a cada uno de los profesionales asignados al servicio. Reembolsables al costo serán desde luego sólo aquellos gastos que sirven para trasladar a los procuradores para llevar y traer escritos, para revisar el expediente o para otras tareas similares.

La razón es simple. El precio unitario o la tarifa son conceptos que incluyen diversos ingredientes y que no se limitan a la remuneración que recibe un profesional. Allí están considerados todos los días en que ese personal no presta servicios por razón de vacaciones, domingos y feriados, enfermedad, descansos pactados por días de trabajo, licencias diversas; los tiempos muertos por renuncia, traslado de puesto o viajes, movilizaciones y desmovilizaciones; así como las horas dedicadas a refrigerios, a sobretiempo y mayores turnos. También están incorporados los reemplazos por todas esas ausencias y los servicios de una serie de personal profesional y auxiliar no comprendido en el presupuesto pero indispensable para alcanzar el objeto del contrato. Desde luego que en ese precio o tarifa igualmente están consideradas las indemnizaciones que habrá que pagar a todos los profesionales involucrados en el servicio por su trabajo o por su eventual cese, los beneficios adicionales que hay que suministrarles tales como alojamiento, vivienda o campamentos, alimentación y esparcimiento que pueden estar consignados en partidas específicas o que se incorporan dentro de este rubro general de tarifa vestida.

Queda claro, por tanto, que no es posible retribuir económicamente a un contratista por los mayores costos en que incurre reconociéndole únicamente la remuneración pagada a cada profesional que en ocasiones, por lo demás, puede ser superior a la propia tarifa en atención a la alta especialización que se exige para quienes desempeñan estas importantes tareas, lo que puede verificarse en el caso de tarifas sin vestir.

EL EDITOR

domingo, 29 de noviembre de 2020

La derogatoria del DU 20-2020 que modifica la Ley de Arbitraje

DE LUNES A LUNES

Desde hace algunas semanas está circulando por distintos medios el dictamen de la Comisión de Constitución y Reglamento del Congreso de la República de fecha 10 de noviembre que propone derogar el Decreto de Urgencia 20-2020, número cabalístico sin duda, con el que se modificó la Ley de Arbitraje aprobada mediante Decreto Legislativo 1071.

El señalado Decreto de Urgencia reformuló los artículos 7, 8, 21, 29, 51, 56 y 65 e incorporó el artículo 50-A en el Decreto Legislativo 1071 con el objeto de reforzar la posición del Estado cuando éste intervenga en un arbitraje. En primer término, para que cuando el monto de la controversia supere las 10 UIT el arbitraje sea siempre institutucional y de derecho, con excepción de aquellos que se deriven de los proyectos desarrollados mediante APP cuando sus controversias sean de naturaleza técnica, en cuyo caso podrían ser alternativamente de conciencia.

En segundo lugar, en lo que es la norma más polémica, dispuso que para solicitar medidas cautelares, se exigirá como contracautela la presentación de una fianza bancaria y/o patrimonial solidaria, incondicionada y de realización automática a favor de la entidad afectada, por el tiempo que dure el proceso y por un monto no menor a la garantía de fiel cumplimiento que se haya entregado para suscribir el respectivo contrato, exigencia totalmente desproporcionada y para muchos árbitros abiertamente inconstitucional al punto que no la están observando.

Amplía, de otro lado, en forma por demás innecesaria las incompatibilidades para que no puedan actuar como árbitros quienes se han desempeñado como abogados de alguna de las partes y como peritos así como aquellas personas que tengan intereses personales, laborales, económicos o financieros que pudieran estar en conflicto con el ejercicio de su función arbitral.

Igualmente, en los casos de recusación si la otra parte no conviene en ella y el recusado niega la razón, no se pronuncia o renuncia, resuelve la institución arbitral y a falta de ésta, la Cámara de Comercio correspondiente. Es nulo, agrega, todo acuerdo que establezca la posibilidad de que los miembros de un tribunal arbitral decidan la recusación de uno de ellos.

El artículo que se añade estipula que en los arbitrajes en que interviene el Estado si no se realiza ningún acto que impulse el proceso durante cuatro meses se declara el abandono de oficio o a pedido de parte. Si el arbitraje es institucional, esta declaración debe hacerla la secretaría general del centro; si es ad hoc, la hace el árbitro único o el presidente del tribunal. Lo que es más grave es que el abandono así dispuesto impide iniciar otro arbitraje con la misma pretensión durante seis meses para rematar decretando la caducidad del derecho si el abandono se declara por segunda vez entre las mismas partes.

El sexto cambio preceptúa que en los arbitrajes institucionales en los que interviene el Estado, los centros tienen la obligación de asegurar que las actuaciones y el laudo sean de dominio público una vez que concluya el proceso, observando las excepciones sobre transparencia y acceso a la información pública, asumiendo la propia entidad esa responsabilidad en los arbitrajes ad hoc en los que participa.

El contenido del laudo, por otra parte, no podrá imponerle al Estado multas administrativas o similares ni otros conceptos diferentes a los costos del arbitraje, creándose una situación de privilegio incompatible en un proceso que se supone entre iguales. 

La octava reforma también ha suscitado un rechazo unánime porque faculta a las partes, en el caso de que se anule el laudo, a sustituir al árbitro que designaron o de recusar a los árbitros que lo emitieron, habilitándose el plazo para recusar sin admitir norma o pacto en contrario, con lo que en la práctica se autoriza a quienes litigan a sancionar eventualmente a quien no vota según los intereses particulares de cada cual.

El Decreto de Urgencia trae dos disposiciones complementarias. En la primera crea el Registro Nacional de Árbitros y de Centros de Arbitraje (RENACE) a cargo del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, que administra una nómina de árbitros, con información relevante respecto de sus actuaciones, y que recopila las declaraciones juradas de intereses que deben formular los árbitros como si fuesen funcionarios públicos. Según la segunda disposición complementaria el convenio arbitral que se inserta en los contratos en los que participa el Estado, es redactado por los órganos competentes en coordinación con la procuraduría pública correspondiente.

El Decreto de Urgencia 20-2020 fue publicado en el diario oficial El Peruano el 24 de enero de 2020, durante el interregno parlamentario que siguió a la disolución del Congreso que había entrado en funciones el 27 de julio de 2016. Remitido por el presidente de la República con fecha 27 de enero, la Comisión Permanente acordó designar un grupo de trabajo que emitió su informe con fecha 11 de febrero, el mismo que fue aprobado con 14 votos a favor y 2 abstenciones. La nueva Comisión de Constitución y Reglamento acordó que el Decreto de Urgencia 20-2020 y otros sean analizados y dictaminados directamente por ella.
El dictamen recuerda que el Tribunal Constitucional, en la sentencia recaída en el expediente 008-2003-AI/TC, estableció los requisitos sustanciales que debe revestir la aprobación de un decreto de urgencia: excepcionalidad, necesidad, transitoriedad, generalidad y conexidad, además de tratar de materia económica y financiera, aunque no tributaria, en aplicación de lo establecido en el inciso 19 del artículo 118 de la Constitución que faculta al presidente de la República a dictar medidas extraordinarias, mediante decretos de urgencia con fuerza de ley, en materia económica y financiera, cuando así lo requiera el interés nacional, con cargo de dar cuenta al Congreso, que puede derogarlos o modificarlos.

Respecto a la excepcionalidad la norma debe estar orientada a revertir situaciones extraordinarias e imprevisibles, condiciones que deben ser evaluadas en atención al caso concreto y cuya existencia, desde luego, no depende de la voluntad de la norma misma, sino de datos fácticos previos a su promulgación y objetivamente identificables. Deben existir, por tanto, circunstancias anormales, completamente imprevisibles, que no dependen de la voluntad de la autoridad.

En cuanto a la necesidad las circunstancias deberán ser de naturaleza tal que el tiempo que demande la aplicación del procedimiento parlamentario pudiera impedir la prevención de daños o, en su caso, que ellos devenguen en irreparables para el interés nacional.

La transitoriedad implica que las medidas extraordinarias aplicadas no deben mantener vigencia por un tiempo mayor al estrictamente necesario para revertir la coyuntura adversa. Esto es, deben ser temporales.

En lo que toca a la generalidad es preciso señalar que los beneficios que depare la aplicación de la medida no pueden circunscribir sus efectos a intereses determinados sino por el contrario, deben alcanzar a toda la comunidad, siendo el interés nacional el que justifica la aprobación de las medidas de urgencia.

La conexidad exige la existencia de una reconocida vinculación inmediata entre la medida aplicada y las circunstancias extraordinarias que la determinan destacándose que la facultad de expedir decretos no le autoriza al Ejecutivo a incluir en ellos cualquier género de disposiciones, ni aquellas que por su contenido y de manera evidente no guarden relación alguna con la situación que se trata de afrontar ni muy especialmente aquellas que, por su estructura misma, independientemente de su contenido, no modifican de manera instantánea la situación pues de ellas difícilmente podrá predecirse la justificación de la extraordinaria y urgente necesidad. Debe haber, por consiguiente, una relación de causalidad entre lo extraordinario e imprevisible y las medidas que se adoptan para afrontarla.

El artículo 135 de la Constitución estipula que una vez producida la disolución del Congreso, en el interregno, el Poder Ejecutivo legisla mediante decretos de urgencia, de los que da cuenta a la Comisión Permanente para que los examine y los eleve al Congreso, una vez que éste se instale. Mientras el decreto de urgencia del artículo 118, inciso 19, es controlado por el mismo Parlamento, el decreto de urgencia de este artículo 135 es examinado por la Comisión Permanente del interregno y luego elevado al nuevo Congreso, subrayándose, en consecuencia, que hay un procedimiento de control diferenciado, debido a que son instrumentos distintos, entendiéndose que el límite por razón de la materia que los circunscribe a asuntos económicos y financieros opera solo para en el marco del artículo 118 y no en el marco del artículo 135 cuyos decretos de urgencia pueden versar sobre otras materias por tener una naturaleza jurídica distinta.

Ello, no obstante, el dictamen estima que existen materias que definitivamente son incompatibles con la atribución del artículo 135 de la Constitución, aun cuando a ella no le aplican automáticamente las restricciones del artículo 118, numeral 19, por tener naturaleza, presupuestos habilitantes, materia legislable, límites y procedimientos de control distintos.

En lo que toca a los tributos el artículo 74 de la Constitución consagra que éstos se crean, modifican, derogan o exoneran exclusivamente por ley o decreto legislativo, puntualizando expresamente que los decretos de urgencia no pueden contener materia tributaria, tampoco las leyes de presupuesto, no surtiendo efecto las normas dictadas en violación de este precepto.

El dictamen, admite la posibilidad -discutible desde mi punto de vista- que el Decreto de Urgencia pueda reunir los requisitos que el Tribunal Constitucional exige pero considera -creo que acertadamente- que es discriminatorio al inclinar la balanza totalmente a favor del Estado en todos los arbitrajes en los que éste participa. En especial, considera abiertamente inconstitucional la exigencia de la carta fianza de un monto no menor al de la garantía de fiel cumplimiento para solicitar una medida cautelar que vulnera el principio de igualdad que forma parte de la tutela jurisdiccional efectiva y colisiona con el presupuesto de la razonabilidad.

Del mismo modo considera inconstitucional la norma referida al abandono por confiar tal decisión al centro de arbitraje, cuando forma parte de la competencia exclusiva de los árbitros, tal y como la tiene el juez en la vía judicial, con lo que vulnera los principios de competencia y de independencia y la protección constitucional.

Finalmente, reconoce que cualquier modificación normativa destinada a regular los arbitrajes en los que participa el Estado deben forma parte de otro cuerpo legislativo distinto de la Ley de Arbitraje cuyo modelo UNCIGRAL, de las Naciones Unidas, debe ser mantenido sin mayores alteraciones.

El documento concluye proponiendo la derogatoria del Decreto de Urgencia 20-2020 que entraría en vigencia a los 180 días de su publicación en el diario oficial, a excepción del artículo 2 sobre la desproporcionada contracautela, y del artículo 50-A sobre abandono, que quedarán derogados al día siguiente de su publicación en El Peruano.

Esperamos que sea pronto.

EL EDITOR

domingo, 22 de noviembre de 2020

Yuxtaposición de plazos en el concurso oferta a suma alzada

DE LUNES A LUNES

Desde hace algún tiempo es frecuente que se contrate a través del mismo proceso tanto la elaboración del expediente técnico como la ejecución de las obras y que un solo contratista se comprometa a desarrollar ambas tareas. Son los contratos que incluyen diseño y construcción y que pueden convocarse con estudios básicos o sin ellos. Se licitan bajo la modalidad del concurso oferta. Un mismo consultor, a su vez, supervisa tanto la elaboración del expediente técnico como la ejecución de las obras y es contratado habitualmente a través del sistema a suma alzada, que, sin embargo, sólo se aplica, como se sabe, cuando todos los detalles del proyecto están definidos en los planos, especificaciones técnicas, memoria descriptiva y presupuesto y en cuya virtud el postor formula su oferta por un monto fijo y por un determinado plazo.

El contratista que deberá diseñar y construir, hasta no hace mucho, era contratado solo bajo el sistema a suma alzada, siempre que el presupuesto estimado corresponda a una licitación pública. Esa restricción fue eliminada el año pasado para dejar en libertad a las entidades para que convoquen estos procesos siempre con la modalidad del concurso oferta pero a través del sistema que estimen más conveniente en consideración al hecho de que es imposible tener definidos todos los detalles de un proyecto cuando recién se va a elaborar el expediente técnico durante el desarrollo del contrato.

Los plazos de cada actividad pueden yuxtaponerse en el entendido de que mientras se elabora el diseño se va ejecutando la obra casi en simultáneo. Eso exige que el proyecto se vaya haciendo por partes y que en la medida que se van aprobando algunas de ellas, ellas mismas se empiezan a ejecutar de inmediato. Esta prisa, tiene desde luego sus peligros y sólo se justifica en ciertas circunstancias cuando hay que cumplir con un calendario impostergable como sucedió, por ejemplo, con los Juegos Panamericanos que se hicieron aquí y cuyas obras debían estar concluidas indefectiblemente para una fecha fija.

Que los plazos se superpongan, empero, no significa que no mantengan su independencia, uno respecto del otro. Eso quiere decir que hay un plazo para la elaboración del expediente técnico y un plazo para la ejecución de las obras. No es el mismo plazo, naturalmente. El primer plazo es notoriamente más corto que el segundo. En el primer plazo se diseña y en el segundo plazo se lleva a la práctica ese diseño. “¿Pueden empezar ambos plazos al mismo tiempo?”, me preguntó una vez un alumno de la maestría de la Universidad Nacional de Ingeniería. “Claro que sí”, le respondí. “¿Cómo así, si todavía no hay ningún diseño culminado?”, retrucó. “Muy simple”, contesté. “Se empieza con el movimiento de tierras y otras tareas que se pueden hacer en tanto va terminando una primera parte del estudio definitivo y se pone a andar la parte medular de la obra.”

“¿Puede extenderse el plazo de la elaboración del expediente técnico sin perturbar el desarrollo de la ejecución de la obra?”, preguntó otro ingeniero. “Si. Eso puede ocurrir por diversas razones. Si sucede por motivos no atribuibles al contratista debe extendérsele el plazo”, dije. “En el caso del supervisor también se extiende su plazo, porque debe supervisar la elaboración del expediente técnico durante todo el tiempo que éste demore”, señalé para luego acotar que “debe reconocérseles a ambos los derechos que la ampliación del plazo trae consigo.” Evidentemente, a nadie puede exigírsele trabajar sin recibir la retribución que le corresponde más aún en los casos en que se estira su presencia en la obra por causas por completo ajenas a su voluntad.

“No es correcto decirles que como su contrato es a suma alzada y como la elaboración del expediente técnico se ha dilatado, ellos deben seguir en el servicio sin cobrar ningún derecho por ese mayor tiempo en la obra. Eso sería un abuso e iría en contra de lo que la propia Constitución Política establece”, agregué. A veces no se advierte que el personal que se encarga de la supervisión de la elaboración del expediente técnico es distinto del personal que se encarga de la supervisión de la ejecución de la obra y si la primera actividad experimenta la extensión de sus servicios, por causa no atribuible al consultor, obliga a que se quede más tiempo el personal encargado de ella. Por esa ampliación hay que retribuir a la supervisión con los gastos generales y la utilidad que corresponda, calculada en función a los gastos generales y a la utilidad prevista para esa actividad, dividida entre los días originalmente estimados y multiplicada por los días de la extensión. Tienen que reconocerse igualmente los costos directos asignados a esa ampliación que de ordinario aparecen en los informes mensuales que el supervisor le presenta al cliente.

Los gastos generales, como se sabe, son los costos indirectos en los que incurre el contratista para mantenerse en el mercado y que se derivan de su propia actividad, razón por la que no pueden ser incluidos dentro de las partidas de la obra. La utilidad es la ganancia, el objeto del negocio. Nadie invierte para no tener utilidad. Es absurdo pretender que un proveedor del Estado tenga que prolongar un servicio, por causas ajenas a su voluntad, sin que se le reconozca su utilidad, que es el motivo por el que participa en un procedimiento de selección. Los costos directos, finalmente, son aquellos en los que incurre el contratista para desarrollar la prestación que es objeto de su contrato. Son los gastos específicos de cada contrato por oposición a los gastos generales.

“¿Si la elaboración del expediente técnico extiende su plazo pero sin llegar a superar el plazo estipulado para la entrega de la obra, también se amplía el plazo y se deben reconocer montos adicionales a los acordados en el contrato?”, me preguntó una vez un abogado. Le expliqué que al ser dos actividades distintas, con dos plazos distintos que se superponen pero que tienen costos y personal independiente deben considerarse como dos contratos igualmente distintos, como si estuvieren suscritos con dos supervisores distintos. ¿Cómo no reconocerle a uno lo que legítimamente le corresponde? Imposible. ¿Cómo decirle que no se le reconoce ninguna ampliación porque su nuevo plazo no sobrepasa el plazo de la otra actividad? No hay forma. ¿Por qué las causales de ampliación de una actividad deberían estar condicionadas al plazo de la otra? No hay ninguna razón. Son plazos distintos que pueden yuxtaponerse pero que se mantienen totalmente diferenciados al punto que puede ampliarse uno sin que se amplíe el otro y al punto, como queda dicho, que la ampliación de uno, cuando se trata de la supervisión de la elaboración del expediente técnico que siempre es más corto, puede no afectar el plazo total del contrato que comprende ambas actividades.

Ese hecho, que no afecte el plazo total del contrato, no tiene ninguna relevancia porque lo que se modifica es el plazo previsto para la supervisión de la elaboración del expediente técnico y los derechos que se reconozcan están circunscritos a esa actividad no teniendo por qué reconocerse derechos que se deriven de la supervisión de la ejecución de la obra cuyos costos de seguro son más elevados y por consiguiente también son más elevados sus gastos generales y la respectiva utilidad. Del mismo modo, si se aprueba una ampliación de plazo para la ejecución de la obra esa modificación se aplica para la supervisión de esa actividad y no para la supervisión de la elaboración del expediente técnico que podría incluso estar ya concluida.

La única posibilidad de que no se reconozca la ampliación de plazo ni los derechos que ella acarrea es el caso de un atraso atribuible al contratista, sea al contratista ejecutor de la obra o sea al contratista supervisor del diseño y de la construcción. Si el atraso es responsabilidad del constructor, éste debe continuar en la obra pero sin ningún reconocimiento. Su supervisor, en cambio, también debe continuar pero con todos los reconocimientos porque él no es culpable del retraso.

Me canso de precisar que no porque un contrato sea a suma alzada no puede tener ampliaciones de plazo que exijan el reconocimiento de los costos directos, gastos generales y utilidad. Si un contrato, o una actividad en un concurso oferta, tiene un plazo de 100 días y por causales no imputables al contratista, debe extenderse a 150 días, para todos los efectos prácticos debe considerarse como si se tratase de un contrato o de una actividad que siempre tuvo 150 días. No puede reconocerse los costos directos, gastos generales y utilidad para los 100 días y no reconocerse para los 50 ampliados. Las ampliaciones, por razones no atribuibles al obligado, no pueden considerarse como sanciones para los efectos de exigir que continúe en el servicio pero sin cobrar lo que le corresponde o cobrando sumas incompletas.

Eso sí sería un abuso manifiesto y dejaría abierta la posibilidad de que el proveedor que de esa manera sea perjudicado pueda reclamar con todo derecho lo que no se le reconoce a través del respectivo procedimiento de solución de controversias.

El ejemplo más claro es el del carpintero que se compromete a hacerme un closet en mi domicilio, en un plazo determinado, a cambio de una determinada contraprestación y para cuyo fin yo me obligo a entregarle la madera. Es un contrato a suma alzada. Si yo me demoro en la entrega de la madera y eso ocasiona un mayor plazo tengo que reconocérselo y pagarle los días que ha ido innecesariamente a mi casa, los gastos en los que ha incurrido y la utilidad que hubiera percibido si esos días los utilizaba para realizar otros trabajos. En la práctica eso significa que le estoy reconociendo la ampliación de plazo y los costos directos, gastos generales y utilidad pertinentes. No se convierte en un contrato a precios unitarios ni nada parecido. Sigue siendo una suma alzada pero con una extensión de plazo por causa no imputable al contratista. Nada más.

EL EDITOR

domingo, 15 de noviembre de 2020

No más Registros de lo mismo

DE LUNES A LUNES

El Contralor General de la República ha remitido al Congreso un proyecto de ley que tiene por objeto sistematizar la información vinculada a las contrataciones públicas a través del uso de tecnologías modernas y en ese propósito crea un registro de supervisores y proyectistas y un registro de control de las garantías que emiten las empresas autorizadas en el marco de los contratos con el Estado destinados a la provisión de bienes, a la prestación de servicios y a la ejecución de obras, bajo cualquier régimen.

Con el primer registro se propone recopilar y almacenar los detalles actuales y pasados sobre las obras que son materia de supervisión y sobre los proyectos de inversión cuyos expedientes técnicos elaboran los proyectistas así como sobre las penalidades impuestas tanto a supervisores como a proyectistas y la relación de entidades con las que cada uno de ellos ha contratado.

Esta información hará posible identificar, según la exposición de motivos, si un consultor ha tenido alguna vinculación con “aquella empresa que supervisa, a través de, por ejemplo, la elaboración de perfiles, expedientes técnicos, u otros que permitan detectar cualquier conflicto de interés”, premisa equivocada porque un consultor está perfectamente capacitado para supervisar la ejecución del proyecto que el mismo ha diseñado, sin ningún impedimento. Nuestra legislación no solo lo permite sino que en muchas ocasiones lo alienta en el entendido, que las normas internacionales comparten, que nadie mejor que el propio autor de un estudio para garantizar su adecuada y cabal ejecución.

La Contraloría debería saber que cuando el supervisor es el mismo consultor que ha elaborado el expediente técnico se muestra más reacio que cualquier otro a aceptar modificaciones al diseño que reduce la calidad de las obras y al mismo tiempo incrementa los dividendos de quienes se encuentran favorecidos con tales maniobras. No habría mejor regalo para un proveedor habituado a malas práctica que asegurarle que no tendrá nunca como supervisor al autor del estudio que tiene que hacer realidad. Eso lo sabe cualquier profesional más o menos habituado a estas tareas. 

Lo que no advierte la Contraloría es que el Registro Nacional de Proveedores, administrado correctamente por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado, clasifica y almacena toda esa información que se quiere reproducir en nuevos archivos, administrados por un órgano de control que no está diseñado para manejar esta clase de información y que en la práctica colocará bajo su férula a todas estas empresas privadas que no deberían estar sujetas a ella, consagrando la estatización de esas actividades en contravención de lo dispuesto sobre el particular por la Constitución Política.

Sistematizar las penalidades es otro asunto que merece ser abordado con cuidado porque existen sanciones pecuniarias de todo tipo incluso aquellas en las que deliberadamente incurre el contratista con el objeto de no perjudicar el desarrollo mismo de la obra. Así, por ejemplo, es frecuente encontrar obras que culminan antes del vencimiento del plazo previsto pero que acumulan durante su ejecución algunas penalidades menores, derivadas de atrasos en la entrega de informes periódicos que no afectan la ruta crítica, y que, sin duda, merecen el reconocimiento de las autoridades porque logran ponerse en servicio mucho antes de lo programado. Naturalmente esas penalidades no pueden tener el mismo tratamiento de aquellas que se imponen por atrasos en la entrega de lo que es objeto del contrato o por abandono del servicio.

Desde tiempo atrás la Contraloría pretende designar ella a los supervisores y proyectistas de obra curiosamente sin tocar a las empresas ejecutoras de esas mismas obras, algunas de las cuales son las que perpetran precisamente esos delitos que se propone perseguir. Se quiere controlar a quienes en conjunto ahora no representan ni el cinco por ciento del monto de un proyecto y se deja en el aire a quienes ejecutan la inversión equivalente al cien por ciento de ese monto. No se dice el motivo.

Se aspira a poner en regla a quienes elaboran los estudios y a quienes supervisan las obras y no a quienes las ejecutan que son los que están en condiciones de incurrir en actos ilícitos por el volumen de personal, materiales, equipos y maquinarias que manejan y por el presupuesto que todo ello significa. Proyectistas y supervisores desde luego que también pueden incursionar en malas prácticas pero, felizmente, en las pocas ocasiones en que ello ocurre, es en una escala comprensiblemente muy menor que sin embargo puede tener incidencia en la obra misma, pero también en forma muy mediatizada porque el que construye habitualmente no le deja mucho margen para ello. Cuando hay contubernio, el contratista ejecutor de la obra se lleva la tajada del león. Obviamente. Y les deja a los demás lo que sobra. La Contraloría tiene que apuntar mejor sus pistolas y no encarnizarse con el más pequeño sino agarrarse con el más grande.

Ello, no obstante, justo es reconocer que hay contratistas ejecutores de obra serios y muy profesionales que tampoco merecen ser sometidos a más controles de los estrictamente necesarios. Desde un principio, cuando se creó el Registro Nacional de Proveedores se dispuso que no se podía exigir a los contratistas en general, sean ejecutores o consultores, que formen parte de ningún otro porque eso atenta contra la simplificación administrativa que el país ha enarbolado en la mayoría de los casos con éxito y lo que es todavía peor, alienta la discriminación y levanta nuevas barreras de acceso al mercado.

Con el segundo registro se plantea reunir los detalles respecto de cartas fianza, pólizas de caución así como de otras garantías que se establezcan en normas especiales y respecto de las empresas facultadas por la Superintendencia de Banca y Seguros.

Esta información evitará, a su vez, que las entidades sean engañadas por los contratistas con fianzas falsas o sin valor e identificará a los funcionarios autorizados por las entidades financieras a suscribir las garantías que extiendan. Eso, sin embargo, ya existe y de ello se ocupan tanto la Superintendencia como el OSCE. No se trata de multiplicar la burocracia sino de perfeccionar los procesos para que la fiscalización sea más efectiva y no obstaculice la inversión pública.

Según la Contraloría esta iniciativa busca facilitar las labores de fiscalización que realizan el Congreso de la República, el Ministerio Público, la propia CGR y el Organismo Supervisor de las Contrataciones con el Estado, entre otros, destacando que de lo que se trata es de evitar los actos de corrupción para cuyo efecto “por ejemplo, en la ejecución de una obra pública, se requiere que se coludan -como mínimo- el funcionario público que da la conformidad sobre la valorización, el supervisor que evalúa técnicamente la pertinencia de la valorización y el contratista que presenta la valorización,” citando un estudio elaborado por el mismo Contralor conjuntamente con Jeniffer Pérez Pinillos y Luis Portugal Lozano.

La propuesta afirma además que “los sobornos son agregados al monto total de contratación de las obras”, razón por la que, “no se está frente a una mera transferencia financiera, sino que [se está frente a un hecho que] genera costos de eficiencia que se entrevén -al menos en parte- en la sobrevalorización de bien, servicio u obra pública” para concluir que “los hechos muestran que los sobrecostos están más bien ligados a sobornos.”

Se trata de afirmaciones temerarias que no están probadas, que pretenden convertirse en verdades incontrastables solo a fuerza de repetirse y que se sustentan en indicios de solidez no muy consistente. No está probado que los montos que se pagan ilícitamente a funcionarios públicos y autoridades con el objeto de asegurarse la adjudicación de determinados contratos no se deducen de las utilidades de los contratistas, sino de supuestos préstamos que éstos efectúan con cargo a sus proyectos y que recuperan después con los sobrecostos mediante el señalado contubernio que infla valorizaciones o inventa valorizaciones allí donde no corresponde aprobar ninguna.

Ese escenario es muy difícil de lograrse entre otras razones porque requiere de la participación de muchas personas. No basta con enrolar a un funcionario, hay que incorporar en la cadena de compromisos a varios servidores de distintas áreas y oficinas. Si un eslabón queda en el aire, todo el proceso se puede venir abajo. Tampoco es suficiente captar al jefe de la supervisión, hay que involucrar a varios especialistas, en particular a aquellos vinculados a la aprobación de costos y valorizaciones. Por último hay que tener asociados al residente y a los ingenieros de primera línea del contratista que se va a beneficiar con el arreglo. No es fácil. Más fácil es deducir todo ese costo de las utilidades. Ganar menos pero no perder la opción de seguir en el negocio.

Ese escenario macabro de la colusión quizás podría producirse en aquellas obras en las que precisamente se evita una supervisión seria, directa y permanente como la que contempla la Ley de Contrataciones del Estado y exige la Ley de Presupuesto para todo proyecto a partir de los 4 millones 300 mil soles. Por eso mi propuesta de elevar este precepto que aparece en todas estas normas de periodicidad anual para que sea incorporado bien en la LCE o en la nueva Ley General de la Cadena de Abastecimiento Público cuyo proyecto puede adquirir renovado impulso en los próximos días.

En las actuales circunstancias no bastará ya solo con incluir la disposición en una norma de carácter permanente y no circunscrita a un determinado ejercicio sino que habrá de reponer, como también he dicho, los límites de su costo porque no habrá ninguna otra forma de garantizar que esa supervisión sea nada menos que directa y permanente si le destinan un porcentaje menor del que le pagan incluso a quien va a organizar el procedimiento de selección o a quien va a asesorar a los funcionarios públicos en la administración de estas materias, como si nuestros profesionales no fueran lo suficientemente experimentados para hacerlo muy bien ellos solos.

Sobre este último tema sorprende que los colegios profesionales no hayan dicho nada trascedente ni exijan una presencia real y bien remunerada de los especialistas nacionales en todo los procesos que se vienen por delante. Los peruanos son los que mejor conocen su territorio, sus necesidades y sus carencias. Desdeñar su invalorable contribución al desarrollo es uno de los grandes errores del pasado más reciente. Es hora de rectificar. 

EL EDITOR

domingo, 8 de noviembre de 2020

Súbito incremento de nominaciones

DE LUNES A LUNES

En las últimas semanas he recibido varias llamadas de diversas entidades preguntándome si podían designarme árbitro en una serie de controversias que tienen con sus proveedores y que deben resolverse al amparo de la Ley de Contrataciones del Estado y su Reglamento. No es que no sea usual que sea elegido por algunos funcionarios públicos para que me desempeñe como árbitro en sus respectivos procesos. Sucede que no es tan frecuente. En la mayoría de mis casos soy presidente del tribunal arbitral elegido por los otros miembros o por las instituciones en defecto de ellos, o árbitro único y en menor medida árbitro designado por quienes contratan con las entidades y luego por éstas.

La explicación es muy simple. Desde que entraron en vigencia las últimas modificaciones de la normativa la mayoría de árbitros con alguna experiencia han ido progresivamente desapareciendo del nuevo Registro Nacional de Árbitros como consecuencia de las sucesivas cancelaciones de sus inscripciones por vencimiento de los plazos de las últimas renovaciones efectuadas en el marco de la antigua Nómina para Designaciones Residuales que administraba el OSCE, que ha sido desactivada y cuyos árbitros han sido trasladados al reactivado RNA hasta la fecha de término de este último trámite.

Mi última renovación todavía vencerá a fines de noviembre y probablemente pueda estirarse algún tiempo más a juzgar por la interpretación de un colega, a quien no identificaré para que no vaya a ser materia de alguna recusación malévola -como esas que ahora abundan- en algún proceso en el que eventualmente integremos el mismo colegiado o en el que él sea árbitro y yo abogado o viceversa. Según el referido profesional, como la disposición que crea o recrea el RNA bajo las nuevas condiciones es el Decreto Supremo 344-2018-EF que entró en vigor el 30 de enero de 2019 puede entenderse perfectamente que las modificaciones que introduce, tanto en materia arbitral como en cualquier otra materia, rigen para los contratos que se celebren a partir de su vigencia y por tanto para las discrepancias que se deriven de ellos y no de aquellos otros que puedan haberse suscrito con anterioridad cuando estaban vigentes otros regímenes.

Los profesionales que quedan fuera del Registro o los que no están inscritos en él pueden continuar arbitrando cuando sean elegidos presidentes de un tribunal por los árbitros nombrados por los litigantes o cuando sean designados por los particulares como árbitros de parte. Y desde luego, también pueden incrementar su cartera en materia de patrocinio y defensa de casos arbitrales en los que su experiencia, sin duda, será muy bien valorada.

En lo que a mí respecta, el súbito incremento de mis nominaciones por parte de algunas entidades no obedece, por consiguiente, a las calificaciones que personalmente pueda exhibir sino a la experiencia que pueda haber acumulado y que los funcionarios públicos ponderan y priorizan a la hora de seleccionar a los árbitros que van a dilucidar sus reclamaciones o las reclamaciones que a ellas les formulan sus contratistas que son naturalmente muchas más.

Sea de ello lo que fuere, estoy muy agradecido.

EL EDITOR

La complicación administrativa, el formalismo y los requisitos excesivos

La doctora Milagros Maraví, reconocida experta en derecho administrativo, al comentar sobre la elección de los miembros del Tribunal Constitucional ha señalado que, según las diversas normas vigentes, el Perú se ha convertido en el paraíso de la simplificación administrativa que se sustenta en la presunción de veracidad y sin embargo se les pide a los candidatos copias fedateadas, notariales y certificaciones hasta de documentos públicos, evidenciándose en la práctica que lo que predomina es la desconfianza y el formalismo así como la presunción de que mentimos, de que somos corruptos y de que presentamos documentos falsos o con información inexacta, para decirlo en los términos habituales, en cuanto trámite tengamos que hacer ante la administración pública o ante cualquier otra dependencia.

Hugo Gómez, igualmente catedrático y magistrado del Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina, ha acotado que según la Constitución los integrantes del TC son elegidos por el Congreso con el voto favorable de los dos tercios del número legal de sus miembros. No se ha previsto ni exige ningún concurso. Recuerda al mismo tiempo que sin concurso fueron elegidos Manuel Aguirre Roca, Delia Revoredo Marsano de Mur, Javier Alva Orlandini, César Landa Arroyo, Ricardo Beaumont Callirgos, Víctor García Toma y los actuales magistrados, todos ellos juristas de reconocida trayectoria académica y profesional. Obviamente a nadie se le ocurrió exigirles un currículum vitae documentado, foliado y legalizado.

Según Gómez la elección por concurso se encuentra enredada en aspectos formales intrascendentes que propician la eliminación de valiosos candidatos. No se imagina a alguno de los profesionales que han integrado el Tribunal Constitucional siendo retirados del proceso porque no foliaron sus expedientes o porque no legalizaron sus documentos. Menos aún que una comisión les solicite a juristas de la talla de José León Barandiarán o Manuel De la Puente y Lavalle formatos como los que se exige ahora.

César Ochoa Cardich, ex vocal del Tribunal de Contrataciones del Estado, ha advertido que obviamente en esas condiciones ningún jurista serio se va a presentar, reiterando que se debe presumir la veracidad y la buena fe, sin complicar absurdamente la vida de los ciudadanos.

El viernes último se supo que se habría eliminado a una candidata por no haber legalizado trabajos desarrollados para la administración pública cuyos originales se entregan al destinatario del servicio y por tanto no quedan en poder de quien los elabora, razón por la que es materialmente imposible certificarlos. A ella misma se le habría objetado igualmente por no legalizar las normas publicadas en El Peruano como si tales documentos necesitasen de ese procedimiento para autenticar su veracidad o como si cualquier incrédulo no pudiese consultar en el portal del diario oficial o en su hemeroteca para salir de alguna duda.

En el otro extremo hay quienes, como la doctora Mónica Rosell, estiman que es perfectamente válido priorizar los méritos de los candidatos y que esa opción debería extenderse a todos los cargos públicos con la sola excepción de aquellos de naturaleza exclusivamente política. En el caso de los magistrados del Tribunal Constitucional debe prevalecer la aptitud técnica y moral del postulante para definir una correcta designación de entre aquellos previamente seleccionados a través de filtros y etapas del proceso, tal como se ha hecho para la elección de los miembros de la Junta Nacional de Justicia sin ninguna observación.

La cuestión estriba en no objetar el concurso sino en verificar que los requisitos sean adecuados y razonables y que el procedimiento sea claro, riguroso y transparente. Admite que puede haber un exceso en el pedido de copias fedateadas pero reconoce que es una exigencia común en esta clase de trámites en los que considera que tan importante es el fondo como la forma, recordando que en alguna ocasión no haber foliado el reverso de una hoja que estaba en blanco generó una descalificación para un concurso público.

En materia de licitaciones públicas, finalmente, las normas tienden a mantener una formalidad cada vez menor en beneficio del fondo de cada propuesta que se presenta. Mientras la deficiencia o el error pueda ser subsanado, se permite hacerlo, siempre que no se altere el contenido esencial de la propuesta, con el objeto de no desechar ofertas que pueden ser muy favorables al interés nacional. El universo de proveedores con condiciones para prestar los múltiples servicios, proveer los diversos bienes y ejecutar las distintas obras que el país requiere no le permite prescindir de ningún postor, salvo que se encuentre legalmente impedido de contratar con el Estado, que incurra en algún ilícito o que no reúna las condiciones que se consignan en las bases y demás documentos del respectivo procedimiento de selección, que, a su turno, deben guardar la debida relación de proporción y razonabilidad entre oferta y demanda, entre lo que se pide y lo que se exige.

En ese contexto es posible subsanar errores materiales o formales tales como la omisión de determinada información que debe consignarse en formatos y declaraciones juradas, la legalización de alguna firma, la traducción de un documento incluido en la oferta, las fechas, denominaciones y divergencias que aparezcan en varios textos o en aquellos emitidos por alguna entidad pública o la omisión de algún documento igualmente emitido por una entidad pública.

Es todavía frecuente encontrar, en este campo, requisitos académicos y profesionales que desbordan toda lógica y que sólo puede reunir quien se ha pasado toda su vida útil estudiando maestrías y doctorados sin dedicar un minuto a volcar tales conocimientos en trabajos prácticos y concretos, que es otro de los requisitos que también se solicitan en una simbiosis que busca la cuadratura del círculo, pues o acumulas títulos o acumulas experiencias porque hacer ambas tareas en la forma y magnitud que se reclama termina siendo una tarea imposible.

Eso también tiene que cambiar de manera urgente.

domingo, 1 de noviembre de 2020

¿Todos los árbitros tienen que estar inscritos en el RNA?

DE LUNES A LUNES

El artículo 242.2 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, establece que mediante una Directiva se regula la incorporación, permanencia, derechos, obligaciones, suspensión y exclusión, así como la evaluación y ratificación periódica de los profesionales inscritos en el Registro Nacional de Árbitros.

En el RNA están inscritos quienes pueden ser designados árbitros por las entidades así como quienes pueden ser nombrados por el OSCE, según el artículo 242.1 del mismo Reglamento, y los presidentes de tribunales y árbitros únicos que sean elegidos por las instituciones arbitrales, según el artículo 232.2. Quienes no están inscritos en el RNA sólo pueden ser designados por los particulares como árbitros. No pueden ser árbitros únicos ni presidentes de tribunal, salvo, en este último caso, que sean elegidos por los otros dos árbitros miembros del colegiado. El margen para quienes no están inscritos en el RNA es, por consiguiente, cada vez más estrecho.

Más estrecho también es el margen para la designación de árbitros por parte de las entidades porque la Directiva 006-2020-OSCE/CD ha regulado la incorporación, permanencia, derechos, obligaciones, suspensiones y exclusiones del Registro pero no ha regulado la evaluación y ratificación periódica.  Ha estipulado que el proceso de inscripción comprende las etapas de calificación de la solicitud, evaluación de conocimientos y entrevista personal, con el objeto de asegurar la presencia de profesionales con experiencia, buena formación e idoneidad moral, según se indica en su numeral 6.1.3 del mismo documento.

El postulante aprobado será incorporado al RNA y permanecerá inscrito se entiende que en forma indefinida mientras no incurra en las causales para la suspensión y exclusión a las que se refiere el numeral 7.2 de la Directiva. En medio de todo es una buena señal que las inscripciones no tengan plazo de caducidad porque eso las hacía muy temporales y obligaba a los árbitros a estar detrás de las antiguas renovaciones anticipadas que tenían que iniciarse dentro de los treinta días anteriores a la expiración de la que estuviere vigente, que ocasionaban pérdida de tiempo, que burocratizaban el proceso y que al final se constituían en una barrera para el acceso al mercado arbitral que, por definición, sólo debe estar sujeto a la voluntad de las partes.

Ya se ha logrado que los árbitros que elijan las entidades pertenezcan al RNA. Es un esfuerzo, que personalmente he alentado, pese a que limita considerablemente la voluntad de una de las partes, para que los funcionarios públicos seleccionen a profesionales calificados y no a algunos personajes sin experiencia, sin conocimientos y eventualmente sin aquello que se ha dado en denominar idoneidad moral, como lamentablemente se estaba haciendo con relativa frecuencia. Eso debió ser suficiente. Hacer que casi todos los árbitros pertenezcan al RNA es un exceso y un riesgo que ha desbordado y distorsionado la propuesta original.

Según el segundo párrafo de la décima disposición complementaria transitoria del Reglamento de la LCE, los profesionales inscritos en la Nómina que administraba el OSCE han pasado a formar parte en forma automática del nuevo RNA “hasta la fecha de término señalada en la Resolución de inscripción o renovación”, lo que quiere decir que, a diferencia de los nuevos árbitros que se incorporen como consecuencia de haber aprobado el procedimiento establecido en la Directiva, los antiguos árbitros que han sido trasladados al RNA por provenir de la Nómina no tienen una inscripción indefinida como los otros, sino nuevamente temporal, con fecha fija de caducidad pues de lo contrario no se habría hecho esa precisión a todas luces innecesaria.

Este detalle, en apariencia inocuo trae problemas serios. Los árbitros que estaban registrados en la denominada Nómina no tenían que dar ningún examen de conocimientos ni pasar por ninguna entrevista personal que evalúe su idoneidad moral. Se limitaban a presentar su expediente con la documentación requerida y se renovaba su inscripción siempre que se hubiere empezado el procedimiento dentro del plazo indicado. Con el nuevo régimen no deberían presentar nada, como todos, y quedar inscritos en el Registro en forma igualmente indefinida, sujetos desde luego a las causales de suspensión y exclusión como cualquier otro árbitro. Eso sería lo equitativo y le haría honor a la tesis de los derechos adquiridos: si seguí el trámite de inscripción vigente en su momento debería tener los mismos derechos y estar sujeto a las mismas condiciones que se aplican para quienes siguen el trámite actual.

Eso debería disponerse. Y para ello, basta con modificar el mencionado segundo párrafo de la décima disposición complementaria transitoria del Reglamento a efectos de eliminar la última frase que condiciona la inscripción de los árbitros provenientes de la Nómina a la fecha de término de su respectiva inscripción o renovación.

Los árbitros no están para ser evaluados como si fueran jueces que administran justicia por imperio de la ley. Los árbitros administran justicia por imperio de la elección de la que son objeto. Esa elección obedece básicamente a la confianza que esos profesionales inspiran en quienes los nombran. Esa confianza no puede ser administrada por terceros. La excepción que se ha hecho para el caso de los árbitros designados por las entidades responde a otras preocupaciones y a la necesidad de cautelar los fondos públicos y evitar algunos abusos que se estaban produciendo en las designaciones. No es ni puede ser la regla. Ni puede ser una norma que se extienda a los otros actores del proceso y menos aún a los presidentes o a los árbitros únicos.

A diferencia de los jueces que son profesionales dedicados a tiempo completo y dedicación exclusiva a administrar justicia a través de las distintas instancias del Poder Judicial, los árbitros son profesionales dedicados en su mayoría a otras actividades ajenas a la administración de justicia que ejercen eventualmente en las ocasiones en las son convocados para ese efecto. Es verdad que en el Perú desde 1998 se vive una circunstancia excepcional que desnaturaliza esta realidad pero que tendrá que regularizarse a medida que cambie la legislación y los funcionarios públicos puedan tomar libremente las decisiones que estimen pertinentes sin el temor de ser denunciados y enjuiciados posteriormente, riesgo que ahora los obliga a abstenerse y a esperar que un arbitraje resuelva las reclamaciones simples y cotidianas que cualquier proveedor pudiera tener respecto de los contratos en plena ejecución.

Está muy bien evaluar a los árbitros nuevos a través de sus conocimientos habida cuenta de que aún no tienen ninguna experiencia que mostrar. A los árbitros antiguos, sin embargo, perfectamente se los puede evaluar -si se los quiere someter a un proceso de este tipo- a través de la experiencia acumulada, tal como se hacía en la Nómina.

Personalmente, como insisto, no soy partidario de evaluar a los árbitros. Me parece excelente que todos los que deseen actuar como tales puedan ser elegidos, si es que se les presenta la oportunidad y previamente aceptan el encargo, y que sean suspendidos si incurren en alguna infracción prevista en la norma. Me parecería excelente que se invite a destacados profesionales bien sea a integrarse en el RNA o a formar parte de determinados tribunales con el propósito de enriquecer las listas y el arbitraje en contratación pública en general. La idea es esa, enriquecer los cuadros. No empobrecerlos.

A muchos árbitros de gran experiencia, grandes calificaciones e idoneidad comprobada no les interesa en absoluto dar exámenes ni pasar por esta clase de evaluaciones. ¿Eso los inhabilita para desempeñarse como tales en materia de contratación pública? Hace poco sostuve que no pierden ellos sino el país que se priva de su valiosa contribución al esclarecimiento de disputas que pueden ser especialmente complejas.

Empecemos por modificar la décima disposición complementaria transitoria del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado eliminando lo que está sobrando para darles el mismo tratamiento a los árbitros nuevos que se incorporan al RNA y a los árbitros antiguos procedentes de la desactivada Nómina del OSCE.

De lo contrario, si no queremos modificar el Decreto Supremo, regulemos la evaluación y ratificación periódica de los árbitros inscritos en el RNA, que ha quedado en el tintero, y dispongamos de manera uniforme, en una Directiva complementaria, que tanto los árbitros provenientes de la Nómina como los nuevos árbitros incorporados al Registro serán evaluados, al vencimiento de su inscripción o renovación, en un caso, y al vencimiento de un determinado período, en el otro caso, a través de la acreditación de su experiencia acumulada como árbitros o como abogados o peritos en procesos arbitrales.

Existe el grave peligro de que el RNA se quede sin árbitros con altas calificaciones y amplia experiencia, requisitos que son tan importantes como la señalada idoneidad moral. También existe la posibilidad de que queden muy pocos árbitros inscritos tanto en el RNA como en las listas de las instituciones arbitrales y que estas últimas se encuentren en algún momento en la disyuntiva de tener que designar, como presidentes de tribunal o como árbitros únicos, a profesionales ajenos a ellas. Algo inconcebible hasta hoy.

En la actualidad, más bien, si alguna parte elige a un árbitro no inscrito en el registro de un centro hay que esperar que el consejo o la corte respectiva confirme o apruebe su participación en un arbitraje bajo el imperio de sus normas. En una circunstancia como la señalada tendrían que ser las propias instituciones arbitrales las que busquen fuera de casa, de entre los árbitros habilitados por el RNA a algunos que puedan intervenir en los procesos que ellas administran. Algo así como el procedimiento vigente, pero al revés. No debemos llegar a eso.

EL EDITOR