domingo, 28 de enero de 2018

Todos los servicios de supervisión deben seleccionarse de la misma manera

DE LUNES A LUNES

Por circunstancias ajenas a nuestra voluntad y ajenas también a la voluntad de la mayoría de quienes en diversas ocasiones –a lo largo de los últimos veinte años con resultados variables– hemos sido convocados por el ministerio de Economía y Finanzas y por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado para formular propuestas y para dar nuestras opiniones en relación a los ajustes que periódicamente se incorporan en la legislación especial de la materia, los servicios de supervisión que contratan las diversas reparticiones de la administración pública no se seleccionan en la actualidad de la misma manera.
Los servicios de supervisión de obras, por ejemplo, se contratan, desde que entraron en vigencia las modificaciones a la Ley de Contrataciones del Estado dispuestas por el Decreto Legislativo 1341 y a su Reglamento por el Decreto Supremo 056-2017-EF, a través del doble promedio. Uno primero, que se aplica según lo dispuesto en el artículo 28.2 de la LCE modificada y que sirve para desechar todas aquellas ofertas que se encuentren por debajo del ochenta por ciento del que se obtenga luego de sumar todas las propuestas que han pasado la evaluación técnica, incluido el valor referencial. Y uno segundo, que se aplica según lo dispuesto en el artículo 64.4 del Reglamento modificado y que sirve para asignarle el puntaje más alto a la que esté más cerca del nuevo promedio que se obtiene entre todas los que quedan en carrera, incluido el valor referencial. A las demás se les otorga puntajes directamente proporcionales a su mayor proximidad a ese segundo promedio.
Los servicios de supervisión de mejoramiento y conservación de carreteras o de niveles de tráfico, que involucran la ejecución de las obras que ese control determine, se contratan, asignándole el mayor puntaje a la oferta más baja, no a la que se ubique más cerca de ningún promedio, con el agravante de que no se desechan las propuestas sino que se deja abierta –entreabierta es la palabra correcta– la  posibilidad de que éstas puedan ser rechazadas cuando el proveedor que las presenta no pueda sustentar adecuadamente sus precios, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 47.1 del Reglamento modificado. Esa exigencia, de acreditar la viabilidad del monto de la propuesta, sin embargo, cumplirá o tratará de cumplir de cualquier forma el respectivo postor porque de eso depende su adjudicación.
Me aseguran que hay entidades y funcionarios que han empezado a prescindir de algunas propuestas en aplicación de este artículo. Me temo que son los menos porque la mayoría siempre se abstendrá de utilizarlo para evitar la acción que a esos servidores públicos les iniciarán sin ninguna duda los órganos de control interno por prescindir de la oferta más baja, poniendo en tela de juicio su actuación y amenazándolos con un proceso judicial que eventualmente puede condenarlos a varios años de litigio y a tener que acudir a citaciones y rendir testimonios hasta mucho después de haberse jubilado.
El artículo 32.2 del Reglamento establece que en el caso de contrataciones que involucren varias prestaciones de distinta naturaleza, el objeto se determina en función de aquella que tenga una mayor incidencia porcentual en el valor referencial. Sobre esa base se entiende que esta clase de prestaciones no son obras sino servicios y por eso mismo a quien los va a prestar se le contrata o se le contrataba bajo el régimen que le reservaba la mayor puntuación a la oferta de menor monto. Mal podía contratarse a su supervisor, según se sostiene, con un régimen distinto.
El artículo 32.2 resume un precepto que se repite a lo largo de los años pero que puede entrar en colisión con la nueva modalidad de contratación mixta creada por el artículo 22 de la Ley en entró en vigencia el 3 de abril del año pasado y que se define como aquella contratación que implica la prestación de servicios y obras de manera conjunta.
El artículo 58-A del mismo Reglamento modificado –que aparece en la parte final del Decreto Supremo 056-2017-EF conjuntamente con todos los nuevos artículos, un tanto escondido–, en un primer inciso, precisa que esa prestación conjunta debe ejecutarse sobre una infraestructura preexistente con la finalidad de obtener datos confiables, de manera permanente o continuada en un período determinado, a través de indicadores de niveles de servicio.
Un segundo inciso agrega que las prestaciones involucradas deben encontrarse directamente vinculadas entre sí y mantener una relación de complementariedad que determine que se les trate como una unidad funcional dirigida a satisfacer una necesidad de la entidad que convoca el procedimiento de selección. Por eso, en la modalidad mixta, acota el inciso 3, se aplican las normas de Sistema Nacional de Programación Multianual y Gestión de Inversiones, en lo que corresponda.
Merece destacarse que en la modalidad mixta las prestaciones de servicio deben tener una mayor incidencia porcentual con relación al componente de obra en el valor referencial de la contratación, tal como lo destaca el inciso 4. Este acápite debe concordarse con lo señalado en el segundo párrafo del artículo 59, añadido por la última modificación, en cuya virtud en el caso de servicios en general, para determinar cuál es la oferta con el mejor puntaje, se aplica lo estipulado en el artículo 54.5, que es la fórmula prevista para la selección de bienes y que le asigna el puntaje más alto a la oferta más baja. El mismo segundo párrafo agrega que “tratándose de modalidad mixta, se aplica el numeral 54.6 del artículo 54”, que es la fórmula prevista para la contratación de la ejecución de obras y que le asigna el puntaje más alto a la oferta más próxima al promedio de todas aquella que siguen en carrera, incluido el valor referencial.
Si en la modalidad mixta se contrata o se va a contratar a quien va a realizar, por ejemplo, el mantenimiento y conservación de la vía, como si se tratase de una ejecución de una obra, tendría perfecto sentido contratar a quien va a supervisarlo, como si se tratase de la supervisión de una obra. En estricta aplicación del principio según el cual donde existe la misma razón, existe el mismo derecho. En ambos casos, por tanto, asignándole el mayor puntaje a la oferta que se encuentre más próxima al promedio y no a la más baja. La ventaja es que de esa forma se evita adjudicar el contrato a un advenedizo que no tiene ni idea de lo que tiene que hacer, tal como ha venido sucediendo con los servicios de esta naturaleza que se otorgan al postor que ofrece el menor precio.
El mismo concepto se debe aplicar para el caso de otros contratos de supervisión como el que se celebra para verificar la correcta ejecución no de la obra misma sino de sus propios estudios. Quien supervisa los estudios, sean éstos preliminares o de inversión, debe ser seleccionado de la misma manera que se elige a quien supervisa la obra o a quien elabora el expediente técnico o algunas piezas de él. Así como no debe distinguirse entre los diversos estudios que forman parte de la etapa de pre inversión de una obra frente a aquellos que forman parte de la etapa siguiente, tampoco puede distinguirse entre la supervisión de los estudios y la supervisión del expediente técnico o de la obra misma.
La idea es que todos los procedimientos que tengan por objeto seleccionar a un contratista a quien se le vaya a encargar la ejecución de una obra, la supervisión de ella o de sus estudios previos, la elaboración de todos los diseños desde la etapa de pre inversión y la elaboración del mantenimiento y conservación de la infraestructura así como la supervisión de estas labores, entre otros vinculados todos ellos a la construcción con fondos públicos, empleen la fórmula del doble promedio y no la fórmula de la oferta más baja.
Para lograr ese propósito, al parecer, no es necesario volver a cambiar ni la Ley ni el Reglamento. Podría bastar con aprobar una Directiva muy precisa, que explique, de un lado, que dentro de la definición de expediente técnico también están comprendidos los estudios de perfil, pre factibilidad y factibilidad que se incluyen dentro del concepto general de estudios complementarios. Al formar parte del expediente técnico, la manera de seleccionar al consultor que los va a elaborar tiene que ser la misma que se utiliza para seleccionar al que va a elaborar el estudio definitivo o estudio a nivel de ingeniería de detalle.
La misma Directiva puede explicar, de otro lado, que dentro de la definición de supervisión de obra también están comprendidas las actividades de supervisión de la elaboración de los estudios previos que constituyen el antecedente de esa misma obra y que en conjunto conforman su propio expediente técnico así como las actividades ya no previas sino posteriores a la ejecución y que se refieren a la conservación, mantenimiento y eventual rehabilitación de la infraestructura ya construida.
En el Perú ya se ha contratado a la oferta más baja incluso la elaboración de estudios y la ejecución y la supervisión de obras y los resultados fueron desastrosos: las obras no tenían presupuestos razonables, no terminaban de construirse, se quedaban paralizadas por muchos años y sus representantes involucrados en largos y complicados litigios. Las pocas obras que lograban inaugurarse duraban muy poco y se desplomaban al primer sismo de baja intensidad por lo mal diseñadas y mal construidas que estaban. Particularmente alarmante fueron los casos de colegios y hospitales, que por definición deberían ser edificaciones más resistentes que otras, y que por desgracia no sobrevivieron a ningún terremoto y se vinieron abajo, algunos de ellas sin esperar siquiera algún movimiento telúrico. Se diría que se caían porque alguien las soplaba.
No se puede correr el riesgo de volver a esas deplorables prácticas que eran fuente de corrupciones mayores destinadas a resarcir al proveedor al que se le adjudicaba alguna prestación por la diferencia entre el valor ofertado, notoriamente inferior al de los demás postores, y el valor real de la misma. Así aparecían los adicionales injustificados, las ampliaciones de plazo que no correspondían y reclamaciones diversas sin razón ni sentido.
EL EDITOR

domingo, 21 de enero de 2018

En defensa del principio de presunción de veracidad

DE LUNES A LUNES

El doctor Carlos Ireijo Mitsuta, experto en contratación pública, ha sostenido, a propósito de lo que denomina el uso indiscriminado del principio de presunción de veracidad que “en nuestro país –lamentablemente– no estamos preparados para presumir que las personas están diciendo la verdad.” Sustenta esa aseveración, entre otros argumentos, en las estadísticas del Tribunal de Contrataciones del Estado, que revelan que una sola causal para sancionar administrativamente a los proveedores domina ampliamente respecto de todas las demás. Esa es la que se configura con la presentación de documentación falsa, inexacta o adulterada, como se dice ahora. Para el especialista, la Ley obliga a las entidades a creer en la verdad de la información que el administrado les presenta, presunción que sólo puede romperse “cuando exista un quiebre real y efectivo de la veracidad.” Cita al doctor Juan Carlos Morón Urbina para quien, acertadamente, la exigencia de creer al administrado está dirigida a superar el hecho de tener que probar documentalmente todos los hechos relevantes y evitar que se dilaten las conclusiones.
Las cifras que arrojan los estudios deberían reducirse habida cuenta que desde que entró en vigencia la Ley 30225, a nuestra iniciativa, se condicionó que la información inexacta que un postor incluye en su propuesta le sirva para cumplir un requisito o le acarree una ventaja o beneficio en el procedimiento de selección en el que interviene para que sea considerada como infracción. Ciertamente, se había considerado que esa ventaja sea “para sí o para terceros”, añadido este último que le restaba eficacia a la norma, que pretendía ser restrictiva y que pretendía liberar de responsabilidad a aquellos proveedores que presentaban documentación inexacta, sin saber que lo era y que no les favorecía en nada. La distorsión por fortuna fue subsanada con el Decreto Legislativo 1341 que excluye a los terceros, extensión que se prestaba a toda clase de interpretaciones y que, como queda dicho, anulaba el propósito del dispositivo, en el entendido de que toda aseveración puede terminar beneficiando a alguien.
Ello, no obstante, querer revertir una decisión adoptada, en base a la demostración de que no se ha dicho la verdad, en el marco de procedimientos en los que se compite por un derecho y en el que “cuando uno gana el otro pierde”, puede llegar a ser excesivamente oneroso y extremadamente lento, a nivel administrativo y a nivel judicial. La solución no está en eliminar la presunción de veracidad del universo de la contratación pública sino en regularla cabalmente. No es posible, como anota Ireijo, que se redacten contratos y se emitan comprobantes de pago que luego se dejan sin efecto y que sólo se emplean para inventar experiencias inexistentes y cancelaciones que nunca se realizaron. Quienes incurran en estos ilícitos deben ser sancionados ejemplarmente. Pero no a costa de sacrificar el principio que representa el triunfo del bien sobre el mal.
La Ley del Procedimiento Administrativo General, en ese contexto, se sustenta en este principio de presunción de veracidad en cuya virtud, según el artículo IV de su Título Preliminar, “se presume que los documentos y declaraciones formulados por los administrados en la forma prescrita por esta Ley, responden a la verdad de los hechos que ellos afirman” para luego añadir que “esta presunción admite prueba en contrario.” En esa línea, el mismo artículo consagra el privilegio del control posterior que se concentra en la fiscalización de la autoridad administrativa en base a la comprobación de la veracidad de la información presentada, al cumplimiento de la normatividad sustantiva y a la aplicación de las sanciones a que haya lugar. Eso puede ser correcto siempre que no vulnere el propio principio de la presunción de veracidad que es lo que ocurre cuando una entidad, en el marco de un procedimiento de selección o del trámite de inscripción en un registro, no solo solicita a un tercero que reconozca en su firma y contenido un certificado expedido por él mismo, sino que le exige –en algunos casos hasta bajo amenaza de denunciarlo penalmente– que acredite documentalmente lo expuesto, con lo que la expedición de una constancia se convierte en un ejercicio administrativo sin mayor relevancia que no sirve absolutamente para nada.
El mismo reconocimiento en su firma y contenido en ocasiones puede resultar oneroso y hasta complicado cuando se trata, por ejemplo, de certificaciones extendidas con varios años de antigüedad y que corresponden a épocas pretéritas en las que no había forma fidedigna de conservar información de esta naturaleza que sobreviva al paso de los años. O, peor aún, constancias suscritas por personal que ya no presta servicios al proveedor que es víctima de la requisitoria, que ha migrado al extranjero o que ha fallecido. En tales hipótesis no hay forma ni siquiera de poder autenticar la validez de lo que expresan esos documentos. Esa evidencia, empero, no es causal para desdeñarlos. Todo lo contrario, quien niegue su valor debería probarlo. Mientras no se compruebe su falsedad, deberían conservar su vigencia. Esa es la manera correcta de interpretar la presunción de veracidad. Pretender someter y subordinar este principio a la fiscalización posterior, con cargo a que si esta no se puede llevar a cabo, el documento pierde valor, es un contrasentido, un acto arbitrario y a todas luces ilegal.
Son procedimientos de aprobación automática, sujetos a la presunción de veracidad, según el artículo 31.4 de la LPAG, aquellos que habiliten derechos preexistentes del administrado, la inscripción en registros administrativos, la obtención de licencias, autorizaciones, constancias y copias certificadas o similares que habiliten el ejercicio continuado de actividades profesionales, sociales, económicas o laborales en el ámbito privado, siempre que no afecten derechos de terceros y sin perjuicio de la fiscalización posterior que realice la administración. Así como es imposible imaginar a una autoridad exigiéndole a un administrado que pruebe la autenticidad de la licencia que exhibe, así también debería ser imposible que una entidad condicione la procedencia de una evaluación a la verificación de la documentación presentada en el marco de un procedimiento de selección. Es como sostener que no basta con exhibir un título profesional sino que hay que acompañar los resultados de los grados obtenidos, los cursos seguidos, los créditos aprobados, las notas y hasta el rol de asistencia a clases.
Las entidades, por lo demás, están obligadas, a juzgar por lo dispuesto en el artículo 41.1.3, a recibir en sustitución de la documentación oficial, las expresiones escritas que el administrado emite con carácter de declaración jurada, lo que no enerva la realización de acciones de fiscalización posterior y la aplicación consecuente de las sanciones que correspondan en el caso de comprobarse fraude o falsedad, como lo confirma el artículo 41.2 al señalar que la presentación y admisión de tales documentos se hace al amparo del principio de presunción de veracidad.
El artículo 42.1 acota que todas las declaraciones juradas, los documentos sucedáneos presentados y la información incluida en los escritos y formularios para la realización de procedimientos administrativos se presumen verificados por quien hace uso de ellos, respecto a su propia situación, así como de contenido veraz, salvo prueba en contrario. Esta excepción es muy importante porque pone a buen recaudo a quien actúa de buena fe. Desafortunadamente, no se extiende a las licitaciones y concursos que se convocan bajo el imperio de la Ley de Contrataciones del Estado en los que quien presenta la información es responsable de ella hasta las últimas consecuencias. En el caso de documentos emitidos por autoridades gubernamentales o por terceros, el administrado puede acreditar su debida diligencia en realizar previamente las verificaciones correspondientes y razonables. En materia de traducciones, informes o constancias profesionales o técnicas, dicha responsabilidad alcanza solidariamente a quien los presenta y a los que lo hayan expedido, agrega el artículo 42.2 de la Ley 27444.
Esa solidaridad termina siendo injusta. Es frecuente que en los procedimientos de selección un proveedor incluya en su oferta certificados expedidos por terceros que acreditan la experiencia del personal profesional propuesto. Los miembros de este equipo, convocados por el postor, entregan copia de esas constancias para que sean presentadas por el proveedor como parte de su propuesta. Cuando otro proveedor impugna y se demuestra que se trata de un documento falso se sanciona al postor y no al profesional portador del certificado y presumiblemente autor del delito que continúa perpetrándolo con otros proveedores incautos. Se supone, como queda dicho, que éstos han verificado al hacer uso de él, tanto su firma como su contenido, salvo prueba en contrario. Esa posibilidad de acreditar la debida diligencia en realizar las comprobaciones correspondientes y razonables debería abrir la puerta para que no se sancione a quien eventualmente podría ser la víctima de un competidor malicioso que deliberadamente le infiltra un topo destinado a sembrarle un documento que finalmente lo elimine del procedimiento y, encima, lo condene a una inhabilitación inmerecida.
En esa línea, el artículo 56 de la misma LGPA reconoce como deber del administrado comprobar antes de la presentación a la entidad, “la autenticidad de la documentación sucedánea y de cualquier otra información que se ampare en la presunción de veracidad”, en tanto que el artículo 44 de la Ley de Contrataciones del Estado faculta a las entidades a declarar la nulidad de cualquier contrato cuando se verifique la transgresión del principio de presunción de veracidad, durante el procedimiento de selección o en la etapa en la que se perfecciona, previo descargo. El artículo 31 del Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 350-2015-EF, a su turno, obliga al postor a suscribir una declaración jurada haciéndose responsable de la veracidad de los documentos que presenta, incluidos, según el artículo 38, la información que acompaña a las solicitudes de precalificación, las expresiones de interés, las ofertas y cotizaciones que se presentan en castellano o con su respectiva traducción, salvo el caso de las publicaciones técnicas complementarias contenidas en folletos, instructivos, catálogos o similares que puede ser entregada en su idioma original.
La presunción de veracidad es una garantía de la simplificación administrativa que debe conservarse de la mano del principio de integridad que la LCE consagra, sin perjuicio de otros principios generales del derecho público que resulten aplicables. La conducta de quienes participan en los distintos procesos debe guiarse por la honestidad y veracidad, evitando cualquier práctica indebida, la misma que, en caso de detectarse –como desgraciadamente ha ocurrido en más de una ocasión–, debe ser comunicada a las autoridades competentes de manera directa y oportuna, como lo exige el inciso j) del artículo 2, para penalizarla con todo el peso de la ley de forma tal de que nadie se atreva en el futuro a incurrir en el mismo ilícito de traicionar la fe pública.
EL EDITOR

domingo, 14 de enero de 2018

Todos los estudios deben correr la misma suerte

DE LUNES A LUNES

Una de los errores más grandes en materia de contrataciones públicas es creer que se debe adjudicar los contratos a las ofertas que se presentan por los montos más bajos. De esa manera, se piensa que se ahorran los fondos del Estado y se racionaliza el gasto de una forma más eficiente. Por desgracia, no es así. En la mayoría de los casos. Priorizar las ofertas más bajas se presta a una serie de corruptelas que se admiten para resarcir y cubrir las diferencias entre el monto por el que se contrató y el monto por el que se debió contratar.
Obviamente las ofertas que se presentan por los montos más bajos no son las que están en las mejores condiciones de desarrollar las prestaciones materia de las respectivas convocatorias. Todo lo contrario, lo más probable es que sean las que están más lejos de ese objetivo. Tampoco lo son, ciertamente, las que se presentan por los montos más altos, aunque posiblemente sean las que están más cerca de ese objetivo. Más aún cuando los presupuestos con los que se convocan los procedimientos de selección habitualmente se quedan cortos para el propósito que pretenden.
En consideración de esa realidad propuse y logré que el último Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado 30225 modificara el régimen de evaluación de ofertas –que priorizaba a las que se presentan por los montos más bajos con las consecuencias conocidas– asignando el mayor puntaje, en ejecución y consultoría de obras, a aquellas que se ubiquen más cerca de un segundo promedio que se obtiene entre todas aquellas que siguen en carrera después de haber eliminado, en una etapa previa, a las que se ubican por debajo del ochenta por ciento de un primer promedio.
No se pudo hacer lo propio en adquisición de bienes o prestación de servicios, contratos en los que se sigue asignando el mayor puntaje a las ofertas que se presenten por los montos más bajos, con el agravante de que para todos los procesos se ha eliminado la restricción que impedía presentar propuestas por debajo del noventa por ciento del valor referencial corriéndose el riesgo de que proliferen las denominadas ofertas ruinosas que son aquellas que se articulan por montos manifiestamente insuficientes para el desarrollo de las respectivas prestaciones.
Ese peligro se ha intentado mediatizar de alguna manera con el señalado doble promedio introducido para ejecución y consultoría de obras. Para bienes y servicios se ha incorporado la posibilidad de rechazar ofertas pero se la ha condicionado a una previa sustentación de los precios ofertados que deberá hacer el proveedor involucrado y que de seguro lo salvará de la eliminación y lo mantendrá invariablemente en carrera porque no habrá funcionario alguno dispuesto a sacar de un procedimiento de selección a un proveedor por consignar la suma más baja.
Lo lamentable es que, hasta ahora, este sistema de adjudicar la buena pro a la oferta más baja se aplica también para la contratación de todos los estudios previos vinculados a una obra cuando en realidad todos los estudios de pre inversión relativos a una misma obra forman parte del expediente técnico y por consiguiente deberían ser seleccionados por los procedimientos aplicables a éste. El concepto mismo de expediente técnico, recogida en el Anexo del Reglamento vigente, está definido como un conjunto de documentos entre los que están comprendidos la memoria descriptiva, las especificaciones técnicas, los planos de ejecución, metrados, presupuestos, análisis de precios, calendario de avance valorizado, fórmulas polinómicas, estudio de suelos, estudio geológico, estudio de impacto ambiental y otros estudios complementarios, entre los que naturalmente están los de perfil, factibilidad y definitivo, que le dan forma.
Si los estudios previos forman parte del expediente técnico no tiene sentido contratarlos de una forma distinta, aplicándoles el sistema correspondiente a los servicios o consultorías en general, con lo que se selecciona a un consultor para la elaboración de un estudio de factibilidad, dándole el mayor puntaje al que ofrece el precio más bajo, en tanto que se selecciona a otro consultor para la elaboración del estudio definitivo, dándole el mayor puntaje al que ofrece el precio más próximo a un promedio, no al que ofrece el precio más bajo.
Considerar a todos los estudios previos conjuntamente con los otros documentos propios de la obra lleva a asumirlos como parte de lo que se denomina consultoría de obras que, a juicio del mismo Anexo de Definiciones, es el servicio altamente calificado que comprende dos campos: la supervisión de obras de un lado y la elaboración precisamente del expediente técnico del otro.
Como el sistema de evaluación del doble promedio, de conformidad con lo preceptuado en los artículos 54.6 y 64.4 del Reglamento aprobado mediante Decreto Supremo 350-2015-EF y modificado mediante Decreto Supremo 056-2017-EF, que impide contratar al que ofrece el precio más bajo, se aplica para ejecución y consultoría de obras, sólo basta con aclarar que los estudios de perfil, pre factibilidad, factibilidad y definitivos corren la misma suerte y forma parte del mismo paquete.
EL EDITOR

Las penalidades no deben aparecer en las constancias que acreditan las prestaciones


La semana pasada señalamos que el artículo 145.1 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 350-2015-EF y modificado por el Decreto Supremo 056-2017-EF, le exige a la entidad a extenderle al contratista una constancia, una vez concluida la prestación a su plena satisfacción y conformidad, que debe consignar, entre otros rubros, las penalidades en que hubiere incurrido en su desarrollo. Aunque este asunto no era materia del comentario, acotamos que tenía sus bemoles porque, al margen del cumplimiento cabal de las obligaciones contractuales, crea una discriminación que perjudica a los proveedores nacionales frente a los extranjeros cuyas certificaciones no incorporan este detalle de las multas que sólo puede advertirse en los vericuetos de cada liquidación.
La exigencia de que este asunto de las penalidades aparezca en el certificado que emite la entidad no ha existido siempre. Apareció recién en el artículo 178 del Reglamento aprobado mediante Decreto Supremo 184-2008-EF que permitió que entrara en vigencia, a partir del 1° de febrero del 2009, la Ley de Contrataciones del Estado promulgada mediante Decreto Legislativo 1017 el 3 de junio del 2008. El objeto de esta información era permitir que se pueda evaluar lo que se denominó como “el cumplimiento de la prestación”, aplicable tanto para las licitaciones de ejecución de obras como para la adquisición y suministro de bienes y para los concursos de servicios y de consultoría.
La idea era otorgar una puntuación adicional a los postores que presenten constancias o certificados que acrediten haber concluido sus respectivas prestaciones sin que se les haya impuesto penalidad alguna. La opción podía parecer plausible a primera vista pero tenía muchos inconvenientes. Cuando entró en vigor, en primer término, no pudo ponerse en práctica de inmediato porque los postores que participaban en los procesos que se convocaron desde entonces sólo podían presentar, como parte de su experiencia, obras, servicios y prestaciones realizadas antes de que se incorpore en el Reglamento esta obligación de consignar en los certificados las penalidades que eventualmente hubieran podido acumular a lo largo de sus respectivos trabajos.
Cuando se extendieron esas constancias no existía esta exigencia ni podía solicitarse que lo acrediten en esos documentos porque eso implicaba rehacer los certificados de todos los postores que, tal como estaban, de un momento a otro perdieron su valor y utilidad. Rehacerlos era virtualmente imposible porque la mayoría de entidades que los habían emitido probablemente ya no estaban en operaciones y las que subsistían muy posiblemente no tenían información suficiente como para dar fe de lo que se les requería, entre otras razones, porque antes no era necesario incorporarlo dentro de las constancias.
Como lo anotamos en su momento (PROPUESTA 140), ninguna norma puede tener fuerza ni efectos retroactivos y por consiguiente no se podía pretender retrotraer esta obligación y aplicarla a servicios y prestaciones realizadas cuando no existía. Tanto así que algunos contratistas se abstenían de reclamar, para no perder tiempo, dinero y energías, contra sanciones pecuniarias intrascendentes que no afectaban mayormente el desarrollo ni el resultado de sus respectivas prestaciones, al punto que culminaban sus encargos incluso antes del plazo previsto pero acarreando alguna multa en el camino sin mayor incidencia. De haber sabido que esa actitud inutilizaría su certificado, no habrían dudado en reclamar contra cualquier clase de penalidad, por insignificante que sea, como gato panza arriba, aún a costa de dilatar la entrega final de la prestación.
Conocido es el caso del contratista que debía reportar semanalmente a su cliente el avance de su servicio y para hacerlo tenía que enviar a un técnico en canoa desde el lugar en que se estaba ejecutando la obra hasta el centro poblado más cercano para enviar el informe por correo electrónico. En los días de lluvia y en aquellos en los que no había electricidad, no podía cumplir con su obligación. La entidad, sin embargo, invariablemente lo multaba. En varias ocasiones el contratista prefirió asumir la penalidad y no reclamar porque al hacerlo descuidaba la prestación y corría el riesgo de atrasar la entrega final y acumular una multa mayor.
Las entidades se ingeniaron, de todas formas, para exigir el cumplimiento de este requisito absurdo y discriminatorio, pidiendo la presentación de las liquidaciones de cada prestación en la mayoría de los casos mientras se incorporaba en las constancias la información sobre las multas, hasta que finalmente fue eliminada esta exigencia con la promulgación de la Ley 30225 y su Reglamento, actualmente vigentes. Lo que quedó en el tintero fue la necesidad de eliminar del certificado la obligación de consignar las penalidades en que hubiere incurrido el contratista porque ahora ya no tiene ningún sentido.
El primer párrafo del artículo 235 del Reglamento aprobado mediante Decreto Supremo 084-2004-PCM, antecesor de aquel que incorporó esta exigencia, estipulaba que una vez otorgada la conformidad de la prestación se le extendía al contratista “una constancia que contenga la identificación del objeto del contrato y el monto correspondiente.” Nada más. Un segundo párrafo agregaba que sólo se podrá diferir la entrega de esa constancia en los casos en que hubiere penalidades u observaciones hasta que ellas sean canceladas o absueltas satisfactoriamente. Había una referencia a las penalidades pero no había ninguna alusión a la necesidad de dejar constancia de ellas en el propio documento.
Toca regresar a un texto similar para evitar seguir perjudicando a los proveedores nacionales, que quedan disminuidos frente a los de fuera, tanto en los procedimientos de selección que se convocan dentro del país como aquellos otros que se convocan en el extranjero.

sábado, 6 de enero de 2018

La condena que perjudica al supervisor de obra

DE LUNES A LUNES

El artículo 145.1 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 350-2015-EF y modificado por el Decreto Supremo 056-2017-EF, establece que una vez concluida la prestación a satisfacción y conformidad de la entidad se le extiende al contratista una constancia que acredita que el contrato que ha terminado y que consigna su objeto, el monto y el plazo así como las penalidades en que hubiere incurrido en su desarrollo. Este último extremo tiene sus bemoles porque, al margen del cumplimiento cabal de las obligaciones contractuales, crea una discriminación que perjudica a los proveedores nacionales frente a los extranjeros cuyas certificaciones no incorporan este detalle de las multas que sólo puede advertirse en los vericuetos de cada liquidación.
Para los casos específicos de ejecución y consultoría de obras las constancias deben incluir, adicionalmente, la información que exigen los formatos emitidos por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado y que se entregan conjuntamente con la liquidación de la prestación, a juzgar por lo dispuesto en el artículo 145.2. El artículo 145.3 confirma que sólo se puede diferir la entrega de la constancia cuando habiendo penalidades, éstas no hubieren sido canceladas. En tal hipótesis, la postergación opera hasta que ellas sean honradas.
La recepción y conformidad de la prestación es responsabilidad del área usuaria estipula previamente el artículo 143.1, subrayando que en el caso de bienes, la recepción es tarea del almacén y la conformidad es responsabilidad del área que se haya indicado para tal fin en las bases del respectivo procedimiento de selección. Esta, sin embargo, requiere, como anota el artículo 143.2, de un informe previo del funcionario responsable del área usuaria que debe verificar, dependiendo de la naturaleza de la prestación, la calidad, la cantidad y el cumplimiento de las obligaciones contractuales, debiendo realizar en ese propósito las pruebas que fueren necesarias.
El artículo 143.3 acota que la conformidad se emite en un plazo máximo de diez días de producida la recepción, salvo en consultorías, en cuyo caso se emite en un plazo máximo de veinte días. De existir observaciones, según el artículo siguiente, la entidad debe comunicarlas al contratista, indicando claramente el sentido de éstas y otorgándole un plazo para subsanarlas no menor de dos ni mayor de diez días, dependiendo de su complejidad.
Tratándose de consultorías y de contratos bajo modalidad mixta el plazo para subsanar no puede ser menor de cinco ni mayor de veinte días. Si el contratista no cumpliese a cabalidad con la subsanación, a juicio de la entidad, ésta puede resolver el contrato, sin perjuicio de aplicar las penalidades que correspondan, desde el día del vencimiento del plazo para subsanar. Este procedimiento no se aplica cuando los bienes, servicios en general y/o consultorías manifiestamente no cumplan con las obligaciones requeridas y con las condiciones ofrecidas. En esos casos la entidad no efectúa la recepción ni otorga ninguna conformidad, considerándose como no ejecutada la prestación y aplicándose las penalidades correspondientes.
El artículo 143.5 agrega que en el caso de las contrataciones bajo modalidad mixta, una vez subsanadas las observaciones se suscribe el Acta de Recepción de la infraestructura o de las áreas de terreno entregadas al inicio del contrato, con cargo a que el contratista, dentro de los siguientes treinta días, presente un informe final cuya conformidad debe expedirse en un plazo máximo de veinte días.
Las discrepancias en relación a la recepción y conformidad pueden ser sometidas a conciliación y/o arbitraje dentro del plazo de treinta días siguientes a la recepción, frustrada o no, o siguientes al vencimiento del plazo para otorgar la conformidad sin que se haya producido.
Los servicios de consultoría de obras comprenden, según el Anexo de Definiciones del Reglamento, tanto la elaboración del expediente técnico como la supervisión de obras. La supervisión de obras, a su turno, comprende, a su vez, tanto la verificación de la correcta ejecución del contrato del contratista que la ejecuta como la liquidación de esa prestación, habida cuenta de que, según el artículo 180 del Reglamento, recién luego de que esta última quede consentida y luego de que no quede ningún pago pendiente culmina ese contrato que el supervisor debe controlar.
De acuerdo al artículo 179, toda discrepancia respecto a la liquidación de la obra, incluso las relativas a su consentimiento o al incumplimiento de los pagos que resulten de ella, se someten a conciliación, arbitraje o a la junta de resolución de conflictos, sin interferir en el cobro de la parte no controvertida. Es frecuente que no sólo la liquidación termine en arbitraje sino también otras reclamaciones que impiden que ésta pueda cerrarse y quedar consentida. Ello impide que la entidad emita la conformidad del servicio de supervisión, impide que el consultor concluya su contrato, impide que a éste se le extienda su constancia e impide, además, que se le devuelvan las garantías que ha entregado. Queda condenado a esperar que finalicen todos los arbitrajes que el contratista ejecutor de la obra tiene pendientes.
Esa condena injusta por hechos no atribuibles al supervisor tiene que acabarse. De un lado, porque lo obliga a renovar las fianzas que tiene empeñadas en el servicio, hasta el consentimiento de la liquidación final, según el artículo 126.1 del Reglamento. Y de otro, porque no puede entregársele la constancia de prestación que le sirve para acreditar su experiencia en nuevos procedimientos de selección.
El arbitraje del contratista ejecutor de la obra puede extenderse en el tiempo hasta convertir en absolutamente inútil la constancia que se emita a favor de su supervisor, cuando menos para los efectos de los diez años de vida que se le dispensa para acreditar la experiencia en la especialidad según las Bases Estándar aprobadas por el OSCE y que inexplicablemente, en muchos casos, se contabilizan a partir de la fecha en que termina sus labores, oportunidad en la que ni siquiera puede utilizar esa prestación para sustentar sus trabajos realizados.
La vida útil de cada constancia debe computarse a partir de la fecha en la que ésta es expedida y entretanto debe expedirse una constancia provisional que acredite la culminación del servicio prestado por el supervisor a satisfacción de la entidad, que se pueda emplear en otros procedimientos de selección, con la indicación, si se quiere, de que está pendiente de formalizar la liquidación del ejecutor de la obra que se hará en cuanto concluyan las reclamaciones que éste tiene en trámite.
Las fianzas entregadas por el supervisor también deberían poder devolverse, siguiendo esta misma suerte, en los casos en los que no haya ningún saldo pendiente de ajustar y lo único que falte sea practicar la liquidación definitiva del propio consultor que se hará también cuando concluyan las reclamaciones del ejecutor de la obra y se pueda concluir la liquidación de éste. De esa forma, no se lo continúa perjudicando al consultor que tiene que renovar las garantías innecesariamente incrementando sus costos financieros, beneficiando a los bancos y limitando sus líneas de crédito en desmedro de futuras operaciones.
EL EDITOR

Secuencias del mandato presidencial y elecciones

PERIPECIAS DEL DERECHO CONSTITUCIONAL

En los últimos días de diciembre, con ocasión del debate constitucional que generó el pedido de vacancia presidencial, se anunció explícitamente que los vicepresidentes de la República se iban a negar sucesivamente a jurar el cargo, en reemplazo del primer mandatario de la Nación, en la eventualidad de que éste fuese despachado a su casa por el Parlamento. Esa hipótesis habría obligado al presidente del Congreso a asumir la Presidencia de la República y a convocar de inmediato a elecciones, en cumplimiento del artículo 115 de la Constitución del Estado, que a la letra dice: “Por impedimento temporal o permanente del Presidente de la República, asume sus funciones el Primer Vicepresidente. En defecto de éste, el Segundo Vicepresidente. Por impedimento de ambos, el Presidente del Congreso. Si el impedimento es permanente, el Presidente del Congreso convoca de inmediato a elecciones.”
Ello, no obstante, algunos abogados –que fueron presentados como expertos en derecho constitucional– manifestaron en los medios de comunicación que esa última alternativa sólo procedería si los vicepresidentes renunciaban y sus renuncias eran aceptadas por el Parlamento. Si no se le aceptaba su renuncia al Primer Vicepresidente, por ejemplo, éste debía quedarse en el ejercicio de las funciones presidenciales hasta acabar el mandato del Presidente vacado, a juzgar por lo dispuesto en el artículo 113 de la Constitución, en cuya virtud la Presidencia de la República vaca, según el inciso 3, por la “aceptación de su renuncia por el Congreso.” Según esta interpretación, si el Primer Vicepresidente renuncia y su renuncia no es aceptada por el Parlamento, debe quedarse en el cargo.
El análisis adolece de un error. Parte de la premisa de que el Primer Vicepresidente asume las funciones. Si asume las funciones de Presidente, se convierte en Presidente y sólo en ese caso si renuncia, su renuncia tiene que ser previamente aceptada por el Congreso para poder tener efecto. Tanto es así que el mismo artículo 115 en su primera línea dice “Por impedimento temporal o permanente del Presidente de la República, asume sus funciones el Primer Vicepresidente.” Dice “asume sus funciones el Primer Vicepresidente.” Si éste no asume, no ejerce las funciones de Presidente y por tanto no tiene que renunciar a nada, ni el Congreso condicionar a la previa aceptación de su renuncia, la posibilidad de convocar al Segundo Vicepresidente para que éste asuma. Por eso, el mismo artículo 115 añade “En defecto de éste [refiriéndose al Primer Vicepresidente], el Segundo Vicepresidente [asume las funciones de Presidente de la República].”
¿Los Vicepresidentes pueden negarse a asumir las funciones del Presidente en caso de vacancia? Parece que sí porque el propio artículo 115 se sitúa en la posibilidad de que el Primer Vicepresidente no asuma esas funciones al darle la posta al Segundo. ¿Por qué no las asumiría? Por diversas razones, naturalmente. Por muerte, por no estar en el país o por haber renunciado a la Vicepresidencia, trámite que no está contemplado en la Constitución pero que se ha producido en el pasado y no ha requerido de aceptación alguna por el Congreso. El Primer Vicepresidente puede negarse a asumir las funciones de Presidente y a continuación negarse también el Segundo Vicepresidente. Nadie los puede obligar a asumirlas. Si no las asumen, no tienen por qué renunciar a ellas y por consiguiente el Congreso tampoco tiene que aceptar renuncias que no se han producido como condición para que el Presidente del Congreso, las asuma, y convoque de inmediato a elecciones.
No está demás aclararlo y, de paso, precisar si estas elecciones que convoca de inmediato el Presidente del Congreso son generales o sólo presidenciales como dejó entrever algún otro presunto especialista, pese a que el artículo 90 de la Constitución deja entrever que los congresistas se eligen conjuntamente con el Presidente y los Vicepresidentes, tanto así que estos últimos “pueden ser simultáneamente candidatos a una representación al Congreso.”
Sobre este último escenario cabe preguntarse que si la elección fuese sólo presidencial, ¿se organizaría todo un proceso para que los candidatos ungidos por las urnas sólo completen el período que dejó trunco el Presidente vacado? No tiene mucho sentido, menos aún en un escenario hipotético en el que sólo falte un corto trecho para concluir el mandato de cinco años. Como sucedió en el pasado, lo lógico sería que se convoquen elecciones generales y se renueven ambos poderes del Estado. El único caso en el que no se renuevan los dos poderes es cuando el Presidente disuelve el Congreso en uso de la facultad prevista en el artículo 134 de la Constitución, cuando le han censurado o negado confianza a dos Consejos de Ministros. “El decreto de disolución contiene la convocatoria a elecciones para un nuevo Congreso. Dichas elecciones se realizan dentro de los cuatro meses de la fecha de disolución, sin que pueda alterarse el sistema electoral preexistente” acota el mismo artículo.
El agregado es muy revelador. Por un lado, puntualiza que se trata de “elecciones para un nuevo Congreso” y se distingue así del artículo 115 que no especifica que se trata, en su caso, de “elecciones para un nuevo Ejecutivo”, abonando un nuevo argumento –en adición al principio de que no se puede distinguir donde la ley no distingue– para la tesis de que estas elecciones son generales porque no restringe el ámbito de su convocatoria. Y, de otro lado, el artículo 134, ratifica que las nuevas elecciones se convocan “sin que pueda alterarse el sistema electoral preexistente” lo que quiere decir que el nuevo Congreso concluye el mandato del disuelto y los siguientes comicios se efectúan tal y como estaban programados.
Al zarandearse estos textos, al calor del debate político, aunque para algunos puede parecer obvio, se ha advertido la necesidad de precisar sus respectivos alcances para evitar nuevas interpretaciones en el futuro. La tarea está registrada. La puede desarrollar este Congreso o el que venga luego. Sin apasionamientos ni sesgos impredecibles.