DE
LUNES A LUNES
Según los estudios disponibles sobre arbitrajes sólo
el 28.5 por ciento de los casos corresponden a posiciones contradictorias en
las que el contratista cuestiona abiertamente una resolución emitida por una
entidad. En todos los demás se trata de controversias que deberían solucionarse
entre el cliente y su proveedor. Sólo debería traspasar los límites de las
oficinas de la entidad aquellas diferencias que no pueden arreglarse en trato
directo, que no pueden limarse hasta convertirse en insignificantes al punto
que escalar el conflicto termina siendo más oneroso para ambas partes.
El 20.5 por ciento de las muestras se deben al
incumplimiento en los pagos. Eso quiere decir que la entidad le debe al particular.
No hay nada que hacer. Si el proveedor ha cumplidos con sus obligaciones tiene
que ser retribuido en la forma prevista en el contrato. Si no se procede
conforme a lo pactado, no hay otra alternativa que reclamar, de seguro que
primero ante los propios funcionarios y luego en la vía que corresponde. Es
inconcebible, sin embargo, que haya disputas por falta de pago. No por
incumplimiento de compromisos o por su cumplimento tardío, parcial o defectuoso
–porque esa causal aparece en otro rubro–, sino por negarse la entidad a
reconocerle el único derecho que tiene el contratista, que es el de cobrar por
su trabajo o por la prestación de que se trate.
El Estado no es de ordinario un buen pagador. Ya se
sabe. Hace honor a aquella frase según la cual las deudas viejas no se pagan y las deudas nuevas se dejan envejecer.
Hay que cambiar esa idea. Quizás esa filosofía pueda haberse entendido en
épocas pasadas en las que el tesoro no disponía de los fondos necesarios como
para atender las exigencias que se suscitan al final de los pleitos. Y debía
priorizar la atención de sus requerimientos. En la actualidad esa no es ninguna
justificación para insistir en el tristemente célebre perro muerto. El país tiene recursos como para no dejar en el aire
a sus acreedores. Hay que entender que dejarle de pagar a un proveedor equivale
muchas veces a condenarlo a la quiebra y a la insolvencia. Es enviar a la calle
a muchas personas que trabajan para ellos y dejar sin sustento a muchas
familias que dependen de esos trabajadores. Es crear un problema social en
lugar de solucionar alguno preexistente.
Pese a ello subsisten normas que relegan el pago de
sentencias y arbitrajes al último lugar después de deudas de carácter laboral,
pensionario y otras que la nación estima más importantes sin advertir que lo
que lo que ordena pagar el laudo es por lo general parte del costo de una obra,
de un servicio o de un bien adquirido por alguna entidad pero que no fue incorporada
oportunamente al respectivo presupuesto. Si hubiera estado considerada, desde
luego, no habría habido litigio y se habría pagado el costo en su integridad,
que es lo que pretende el proveedor para continuar operando, pagando
remuneraciones, cancelando compromisos y cumpliendo con sus impuestos.
Contratistas grandes, medianos y pequeños sobreviven
muchas veces día a día y dejar de cobrar una contingencia a la que han llegado
después de sortear diversos obstáculos les crea problemas de magnitud similar a
su propio tamaño. No es verdad que el proveedor grande no tiene problemas, los
tiene y grandes, proporcionales a su medida. El pequeño y el mediano también
los tienen y aunque sus dimensiones son menores para su volumen de operaciones
pueden igualmente ser letales.
El 13 por ciento de los casos corresponden a silencio
administrativo. La entidad no se pronuncia y esa omisión crea derechos que la
misma entidad desconoce. ¿Qué le queda al particular? Llevarla a un tribunal
colegiado o unipersonal para que ordene que se cumpla lo que la norma ha
dispuesto. ¿Es necesario llegar a ese extremo?
El germen está en el temor del funcionario de tomar
decisiones que sin ninguna duda le van a acarrear múltiples inconvenientes
futuros. Si se pronuncia en cualquier sentido lo más probable es que más
temprano que tarde tenga que enfrentarse a un proceso de determinación de
responsabilidades por haber favorecido al contratista o por haberle ocasionado
un perjuicio a la entidad al negarle al proveedor lo que es su derecho, e
incrementar los daños y perjuicios y costos colaterales, con lo que se lo
coloca entre la espada y la pared. Culpable por dar y también culpable por no
dar.
La mayoría de esas investigaciones se convierten en
breve en denuncias penales y ponen al servidor contra las cuerdas
involucrándolo en un juicio de incalculables resultados que le consumirá sin
ninguna duda tiempo, energías y dinero, para que al final, cuando ya esté
jubilado, se lo exonere de cualquier culpa y nadie le pueda retribuir todos los
años perdidos. Ya es hora que alguien se preocupe de esta inaceptable situación
y salga a defender a los profesionales serios y honestos que cumplen cabalmente
con sus tareas.
En el 8.5 por ciento de las muestras la causa nace en la
indebida resolución de los contratos. Ninguna entidad debería dejarlos sin efecto
sin un fundamento sólido que la ampare. Pero ocurre, por circunstancias
diversas. Y esa acción por cierto genera como no podría ser de otra forma la
reclamación subsecuente. Si al menos las autoridades se tomarían la molestia de
examinar cuidadosamente las razones para acabar una relación y verificar si se
cumplen con todos los requisitos, se evitarían muchos pleitos absolutamente
innecesarios.
Los contratos deben protegerse. Dejarlos sin efecto
trae varios problemas. Volver a buscar a alguien que asuma el saldo de lo que
no hizo o no pudo hacer el que salió es uno de ellos. Es muy difícil que un
nuevo proveedor se anime a asumir el activo y el pasivo de algo que él no ha
hecho, razón por la que con frecuencia cuesta mucho encontrarlo. Agréguese a
ello el hecho de que a menudo ese cachito que queda ya no es nada tentador para
nadie y por tanto es más complicado encontrar a quien se aventure a aceptarlo.
Ese es el motivo por el que cuando quedan saldos por
ejecutar, principalmente en obras, las entidades se preocupen de incrementar
los trabajos por desarrollar para tratar de hacer más atractivo el paquete que
se ofrece al que viene. Esa estrategia, perfectamente comprensible, no es
lícita porque la norma faculta a contratar el saldo, no a aumentar el volumen
de trabajos. Pero ocurre y con frecuencia.
El 6.5 por ciento de disputas se generan como
consecuencia de deficiencias en el expediente técnico. Es un rubro con
tendencia a crecer principalmente por la pésima práctica de creer que la
elaboración de los estudios de ingeniería que le dan soporte al expediente
técnico no son, como en efecto lo son, la parte medular de toda obra. De un
buen expediente técnico, depende una buena obra. Sin embargo, es habitual dotar
a esta actividad de presupuestos manifiestamente insuficientes para el cabal
desarrollo de todas las tareas que podrían garantizar un mejor producto.
Postores no van a faltar aunque muchos terminan
empeñados hasta sus huesos. No realizan todas las perforaciones, ensayos,
inspecciones y demás acciones indispensables para llevar adelante su trabajo. O
no las hacen en la forma que recomiendan las regulaciones internacionales más
aceptadas. La toma de muestras del suelo, por ejemplo, se hace por tramos cada
vez más largos con lo cual la posibilidad de encontrar malformaciones o
material que demanda refuerzos en los espacios no estudiados, es mayor. Y eso
sólo se descubre durante la ejecución de la obra. No antes. Por consiguiente,
genera adicionales que eventualmente podrían evitarse si es que los estudios hubieran
revelado la consistencia de esos terrenos. No es responsabilidad del
proyectista que hace lo que puede de acuerdo al presupuesto que se le asigna.
Se podría hacer un esfuerzo, empero, para asegurarse
mejores expedientes que reducirían notoriamente los procedimientos de
determinación de responsabilidades con los que se martiriza a muchos empleados
públicos que los aprueban porque cumplen con todas las exigencias pero que en
el momento de la verdad ponen en evidencia vacíos o inconsistencias imposibles
de advertir con antelación por las circunstancias descritas y por otras
naturales relativas a las variaciones normales que experimenta el terreno y por
acción de otros fenómenos como lluvias, sismos, aluviones, entre otros.
El 7.5 por ciento de los casos nace por
incumplimientos contractuales que deberían superarse exhortando al proveedor a
observarlos debidamente, aplicando de ser procedente las penalidades
establecidas que para eso se pactan en función de las tareas que deben
ejecutarse. Ambas partes deberían comprometerse a superar los escollos que se
presenten durante el desarrollo de los contratos con el objeto de evitar a toda
costa que tenga que reclamarse por ellos. Salvo que se exija una acción
abiertamente improcedente no debería haber ningún litigio derivado de un
incumplimiento contractual.
Parte del problema estriba en que se suscriben sin
leerlos detenidamente y sin reparar en todas las obligaciones que el proveedor
contrae. La prisa por celebrarlos, por cobrar los adelantos, lo obnubila al
punto que no toma conciencia de lo que deberá hacer en el futuro. Esa revisión
debe hacerse antes de presentar ofertas para formular, en su momento, la
consulta que sea pertinente para aclarar cualquier duda y, de ser el caso,
interponer la observación y esperar que ésta sea acogida.
El 3 por ciento de los conflictos se deben a
ampliaciones de plazo sin reconocimiento de gastos generales. Inconcebible.
Toda ampliación de plazo genera el pago de los gastos generales. En bienes y
servicios aquellos debidamente acreditados. En consultoría de obras, los gastos
generales, la utilidad y el costo directo, este último debidamente acreditado,
en el entendido que los gastos generales, según la definición recogida por la
norma, son aquellos costos indirectos, por oposición a los directos, que el
contratista efectúa para la ejecución de la prestación a su cargo, derivados de
su propia actividad. En una ampliación de plazo, como vengo sosteniendo desde
hace años, la duración del trabajo se extiende como si hubiera empezado con el
plazo prorrogado y no con el original que quedó corto. Por consiguiente, no
cabe tasajearlo y reconocerle a una parte todos los conceptos y a la otra
ninguno o solo alguno.
Para remate, el 1.5 por ciento se origina por no
incorporar en la liquidación la ampliación de plazo concedida en otro laudo. Si
no reconocer un derecho resulta inconcebible, no reconocer una expresa
disposición incluida en un laudo resulta inaudito. Así estamos. Empujando a quienes
no incurren en actos de corrupción y que no tienen las facilidades que se les
brinda a aquellos que entran en contubernio con algunos malos elementos
enquistados en la administración del Estado para agilizar y compartir sus
cobranzas, a comenzar nuevos procesos hasta que se cansen.
Si se empodera a los servidores públicos para que no
sean perseguidos por las decisiones que adoptan, salvo en situaciones de
flagrante delito; se dotan a los expedientes técnicos de presupuestos más
compatibles con sus necesidades; se concentran las reclamaciones en lugar de
dispersarse y se limitan los litigios a las cuestiones en las que se evidencia
posiciones contradictorias, se logrará sincerar el número de arbitrajes y se
ahorrará tiempo, energías y dinero, para beneficio de todos.
Ricardo Gandolfo Cortés