La defensa de los intereses del Estado
en la contratación pública en debate
Desde que entró en vigencia la Ley N° 26850, hace ya cerca de trece años, una preocupación creciente en la administración pública ha sido la adecuada defensa de los intereses del Estado en la equivocada creencia de que éstos se ponían en peligro como consecuencia de la revolucionaria disposición que obliga a dilucidar en última instancia en la vía arbitral todas las controversias que sobrevengan en los contratos que suscriben las entidades con sus diversos proveedores. El precepto, que se ha mantenido a lo largo del tiempo a pesar de las reiteradas críticas, en realidad constituye un significativo avance legislativo que ha colocado a la normativa sobre contrataciones públicas del Perú a la vanguardia del derecho administrativo al punto que, de un lado, académicos, analistas y estudiosos de todo el mundo se interesan cada vez más en sus detalles, características y resultados, y, de otro, ha posicionado al país en un lugar expectante en el concierto de naciones y a Lima en particular entre las ciudades más recomendables como sede internacional de arbitrajes.
Son las contradicciones con que la vida nos enfrenta. Una norma que sólo recoge aplausos y parabienes afuera, sobrevive aquí a salto de mata siendo combatida ferozmente ya no sólo por algunos sectores del Estado sino ahora también por ciertos agoreros del sector privado que extrañan las formas en que se resolvían los conflictos en el pasado, cuando recurrir a los mecanismos alternativos de solución de diferencias no pasaba de ser una ilusión reservada sólo para aquellas discrepancias que se producían en el marco de los contratos financiados con créditos procedentes del exterior cuyos convenios exigían la inclusión de cláusulas arbitrales en sus respectivos textos.
¿Cuál es el meollo de la cuestión? La oposición más recalcitrante sostiene que el Estado pierde todos los arbitrajes, una frase que a fuerza de repetirla parece ganar creyentes como si fuera una verdad incontrastable. Y no lo es. Lo cierto es que el Estado cuando litiga, pierde o gana, como cualquier parte confrontada con otra en cualquier vía y en cualquier escenario. Sin embargo, la defensa de sus intereses no se circunscribe a esa circunstancia. Tiene que examinarse desde sus orígenes que evidentemente se remontan mucho más atrás, desde el momento en que se genera la necesidad de contratar.
Según el artículo 8º de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1017, las entidades elaboran un plan anual de contrataciones donde consignan todos los bienes, servicios y obras que requieren con independencia del régimen que las regula o de su fuente de financiamiento con indicación de los costos estimados y los tipos de procesos previstos para cada necesidad que, a su vez, deben estar comprendidos en el respectivo presupuesto institucional.
En la fase de programación y formulación de este presupuesto las dependencias de las entidades determinan, dentro del plazo señalado para el efecto, sus requerimientos en función de las metas establecidas y señalando sus prioridades, en concordancia con el catálogo que administra el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE), de conformidad con lo preceptuado en el artículo 6º del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 184-2008-EF. Es en esta etapa en la que se originan los problemas que terminan perjudicando los intereses del Estado, específicamente en el momento de calcular el monto de la contratación sobre cuya base se determina más adelante el denominado valor referencial que no es otra cosa que el presupuesto con el que se convoca un proceso. Se le llama así pero en realidad no tiene nada de referencial porque es el monto que se apruebe por este concepto el que va a definir cuestiones fundamentales tales como la posibilidad de observar las bases ante la propia entidad o ante el OSCE y la de impugnar resultados igualmente ante una u otra instancia. Es también a partir de ese monto que se extraen límites y vallas para fijar tipos de procesos de selección, acreditar experiencias o para establecer garantías.
¿Qué ocurre si el valor referencial no está bien calculado? Pueden presentarse varias situaciones. La más simple pero de incalculables consecuencias es que una vez convocado el proceso, no haya postores. O, lo que es lo mismo –o peor todavía–, que los postores que concurran no sean los más idóneos. Sean esos que, en contubernio con algunos malos funcionarios, alientan que las licitaciones y los concursos tengan presupuestos subvaluados para ahuyentar a los proveedores más competitivos y hacerse de adjudicaciones que en condiciones normales no lograrían, con el compromiso de resarcirse de sus inevitables pérdidas por la vía de los adicionales, las ampliaciones de plazo y las contrataciones complementarias que pactan anticipadamente debajo de la mesa y muy probablemente con pingües utilidades para todos y con el perjuicio evidente de los intereses del Estado porque los bienes, los servicios y las obras que se contratan bajo estos términos naturalmente incrementan sus costos sobrepasando en exceso los niveles en los que debieron estar desde un comienzo.
Todo ello no quiere decir, en modo alguno, que los presupuestos deben ser exactos y que no puedan ser rebasados. El concepto mismo alude a un conjunto de supuestos que de confirmarse arrojarían los resultados proyectados. Si las presunciones sobre las que se elabora un presupuesto no se ratifican pues tienen que ajustarse y lo más frecuente es que se incrementen porque quienes preparan proyectos lo hacen cuidando la economía de quienes se los encargan y por tanto minimizando los costos pero siempre sobre bases absolutamente reales y confiables que sólo pueden ser contradichas en la ejecución misma de la prestación de que se trate. Es lo normal. Lo que no lo es, o lo que no debería serlo, es esa práctica perversa de elaborar presupuestos deliberadamente ficticios con el objeto de que los procesos que así se convocan queden en manos de esos truhanes que medran a costa del erario nacional.
Si los presupuestos se sinceran los intereses del Estado quedan mejor protegidos. Porque los mejores proveedores no se abstienen de intervenir en los procesos y porque ese solo hecho ya garantiza un mejor resultado o cuando menos un resultado más ajustado a la realidad, definitivamente con menos adicionales, menos ampliaciones de plazo, menos contrataciones complementarias y menos conflictos. Una costumbre frecuente en esos contratos que nacen al amparo de esas malas artes es la de convertir en controversia aquella reclamación en cuya virtud el contratista le solicita a la entidad mayores costos por cualquier causa. La entidad, en ocasiones, conviene en la procedencia de la petición pero se niega a reconocerla, a sabiendas de que hacerlo podría involucrar a sus funcionarios en problemas mayores, pero con la absoluta seguridad de que su proveedor podrá lograr su cometido por la vía del arbitraje, institución a la que se trata de utilizar para blindar esos indispensables reajustes que buscan colocar los precios en su justa dimensión.
Para establecer el valor referencial, en armonía con lo dispuesto en los artículos 27º de la LCE y 12º del Reglamento, el estudio sobre las posibilidades que ofrece el mercado debe tener presente, cuando exista información y corresponda, presupuestos y cotizaciones actualizados, siempre más de uno, que provengan de personas naturales y jurídicas vinculadas al giro o actividad materia de la convocatoria, incluyendo fabricantes, de ser el caso; precios históricos, estructuras de costos, alternativas existentes según el nivel de comercialización, descuentos por volúmenes, disponibilidad inmediata, mejoras a las condiciones de venta, garantías y otros beneficios adicionales así como vigencia tecnológica. Falta proscribir presupuestos y cotizaciones de proveedores que no participan habitualmente en esta clase de procesos y que por eso mismo carecen de todo interés y a menudo ofrecen información inexacta o desactualizada. También falta retirar precios históricos sin el necesario balance de los resultados de las contrataciones de las que formaron parte pues con frecuencia se trata de montos subvaluados que conducen a esas artimañas que al final desbordan toda previsión, precisamente lo que se quiere evitar.
El valor referencial debe incluir todos los tributos, seguros, transportes, inspecciones, pruebas y costos laborales así como cualquier otro concepto que le sea aplicable y que pueda incidir sobre el precio de los bienes y servicios a contratar, según el artículo 13º del Reglamento, pues de lo contrario el presupuesto con el que se convoque el proceso no reflejará las posibilidades reales del mercado. Para el caso de la ejecución y consultoría de obras, el artículo 14º del Reglamento, ratifica además que el valor referencial corresponderá al monto del presupuesto de obra establecido en el expediente técnico que, a su vez, identificará al nivel de detalle, partidas y sub partidas, considerando los insumos requeridos en las cantidades y precios o tarifas que se ofrezcan en las condiciones más competitivas del mercado, incluyendo los honorarios del personal propuesto, gastos generales y utilidad, de acuerdo a los plazos y características definidos en los términos de referencia.
Parte de la obligación de sincerar presupuestos exige calcular adecuadamente cada uno de estos rubros porque el impacto que tienen en el desarrollo de las distintas prestaciones es muy grande. De lo contrario, más temprano que tarde vendrán las discusiones y los pleitos, aun en aquellos procesos rodeados de la mayor transparencia posible pero que, sin embargo, adolecen de una deficiencia de origen insalvable como ésta, que termina perjudicando los intereses del Estado en la contratación pública que a todos compete defender.
domingo, 26 de junio de 2011
domingo, 19 de junio de 2011
La modificación del precio en la suma alzada
Existe una opinión del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE) no muy difundida respecto al pago de prestaciones no ejecutadas y de prestaciones adicionales en los contratos a suma alzada que, sin embargo, es muy útiles para desmitificar aquello de que en este sistema no es posible modificar el precio.
Se trata de la Opinión N° 064-2009/DTN de fecha 16 de julio del 2009, emitida a propósito de una consulta formulada por la Municipalidad Distrital de Castilla, ubicada como se sabe en la norteña provincia de Piura, a través del Oficio N° 170-2009-MDC-A. El alcalde pregunta sobre la posibilidad de que frente a una situación determinada pueda ordenar la reducción de las prestaciones y por consiguiente pagar menos de lo estipulado en el respectivo contrato, o si, por el contrario, independientemente de si se reducen o no las prestaciones, está obligada la entidad a pagar el íntegro del monto originalmente previsto.
En concreto, la municipalidad plantea tres inquietudes, todas ellas vinculadas a un contrato a suma alzada. Una es si se puede hacer deductivos más allá del quince por ciento del monto del contrato. Otra, si es procedente valorizar y pagar metrados no ejecutados. La última y la que interesa para los efectos de este análisis es si debe pagar alguno de los costos directos de las partidas no ejecutadas como consecuencia de la necesidad de realizar menos obras por causas no imputables a las partes.
El OSCE, justo es precisarlo, absuelve la consulta con arreglo al Texto Único Ordenado de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 083-2004-PCM (LCAE), y a su Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 084-2004-PCM, en el entendido, añadimos nosotros, de que son ellas las que regulan el contrato que la motiva. Ello, sin embargo, no desmerece el enfoque que es igualmente aplicable para la normativa vigente.
Pese a ello, el documento advierte, como siempre, que las consultas que absuelve el OSCE se refieren al sentido y alcance de la normativa sobre contratación pública, planteadas sobre temas genéricos y vinculados entre sí, sin hacer alusión a asuntos concretos o específicos, de conformidad con lo dispuesto por el inciso i) del artículo 58° de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), aprobada mediante Decreto Legislativo Nº 1017, y a la segunda disposición complementaria final de su Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 184-2008-EF. En ese sentido, sus conclusiones no se encuentran vinculadas necesariamente a situación particular alguna. Salvedad que, como queda dicho, más parece obedecer al cumplimiento de una formalidad específica que a una realidad.
De acuerdo con el artículo 56º del Reglamento, en el sistema de suma alzada el postor formula su propuesta por un monto fijo y por un determinado plazo de ejecución, precisándose que este sistema “resultará aplicable cuando las magnitudes y calidades de la prestación estén totalmente definidas en las especificaciones técnicas y en los términos de referencia y, en el caso de obras, en los planos y especificaciones técnicas respectivos; calificación que corresponde al área usuaria.”
De la norma glosada se desprende que, cuando una entidad opte por contratar una obra a suma alzada conviene un precio global, previo e invariable para la realización total de la obra que deberá ejecutarse con sujeción estricta a los planos y especificaciones técnicas contenidos en el contrato, bajo responsabilidad del contratista. En tal sentido, las obras que se ejecuten bajo el sistema de suma alzada implican, como regla general, la invariabilidad tanto del precio como de la obra, elementos que se encuentran directamente relacionados.
De lo anterior se desprende que cuando en la ejecución de los contratos de obra a suma alzada las condiciones contractuales previstas en los planos y las especificaciones de obra se mantengan invariables, y el contratista cumpla con ejecutar la obra con sujeción a ellas, la entidad no podrá reducir el precio fijo contratado aun cuando, en cumplimiento de lo pactado, se hayan ejecutado mayores o menores metrados en alguna o algunas partidas. Por el contrario, cuando se verifiquen modificaciones o variaciones en el proyecto de la obra, concretamente en los planos y especificaciones técnicas, podrá producirse la correspondiente modificación del precio. El documento no lo admite categóricamente, entre otras cuestiones, porque no es materia de la consulta, pero queda abierta la posibilidad de que la modificación del precio suponga no sólo su disminución sino también su incremento.
Independientemente del sistema de contratación elegido, de otro lado, el artículo 42° de la LCAE y el 231º del Reglamento, han previsto, como una de las facultades conferidas a las entidades durante la etapa de ejecución contractual, la posibilidad de ordenar la ejecución de prestaciones adicionales cuando éstas sean indispensables para alcanzar la finalidad del contrato. Los mismos artículos prevén, también, la posibilidad de ordenar la reducción de prestaciones.
La potestad de la entidad de ordenar la ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de prestaciones responde al propósito de alcanzar la finalidad de la contratación y con ello satisfacer el interés público que subyace a ésta. En esa medida, resulta posible que la entidad ordene al contratista la ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de prestaciones aun cuando la contratación se lleve a cabo bajo el sistema de suma alzada.
Ahora bien, en concordancia con lo manifestado precedentemente, cuando durante la ejecución de una obra la entidad ordene la ejecución de un adicional de obra —entendido como aquella prestación no considerada en el expediente técnico, ni en el contrato, cuya realización resulta indispensable y/o necesaria para dar cumplimiento a la meta prevista en la obra principal—, también deberá aprobar el presupuesto adicional de obra correspondiente, entendiéndose este último como la valoración económica de la prestación adicional de obra.
En consecuencia, cuando aquello que se ordene sea la reducción de prestaciones, deberá deducirse del presupuesto inicial el monto correspondiente a aquellas prestaciones que no se ejecutarán, sin que corresponda efectuar pago alguno por las partidas que no ejecutarán como consecuencia de la reducción ordenada. En caso contrario, agregamos nosotros, cuando aquello que se ordene sean prestaciones adicionales y se apruebe el respectivo presupuesto, corresponderá efectuar el respectivo pago adicional, incrementándose el valor de la obra.
En cuanto a las limitaciones de la facultad de ordenar reducciones, el artículo 42º de la LCAE dispone que, cuando el objeto contractual sea la prestación de un servicio o la ejecución de una obra, el titular de la entidad podrá ordenar la reducción de prestaciones hasta por el quince por ciento del monto del contrato, límite que no puede ser transgredido. Sin perjuicio del sistema de contratación empleado, la entidad podrá ordenar la ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de prestaciones cuando ello sea necesario para alcanzar la finalidad del contrato.
El OSCE concluye afirmando que cuando en un contrato de obra a suma alzada las obras se ejecuten con sujeción al proyecto de la obra, la entidad no podrá variar el precio, aun cuando se hayan ejecutado mayores o menores metrados. No obstante, cuando en un contrato de obra asuma alzada se verifiquen modificaciones o variaciones en el proyecto de la obra, podrá variarse el precio, debiendo deducirse del pago el monto correspondiente a las partidas no ejecutadas, sin que corresponda efectuar pago alguno por éstas. En caso de ordenarse la reducción de prestaciones, el monto correspondiente a éstas no puede superar el quince del monto del contrato. Del mismo modo, en caso de ordenarse prestaciones adicionales, el monto correspondiente tampoco podrá superar el quince por ciento, salvo que cuente con la autorización previa y expresa de la Contraloría General de la República.
Se trata de la Opinión N° 064-2009/DTN de fecha 16 de julio del 2009, emitida a propósito de una consulta formulada por la Municipalidad Distrital de Castilla, ubicada como se sabe en la norteña provincia de Piura, a través del Oficio N° 170-2009-MDC-A. El alcalde pregunta sobre la posibilidad de que frente a una situación determinada pueda ordenar la reducción de las prestaciones y por consiguiente pagar menos de lo estipulado en el respectivo contrato, o si, por el contrario, independientemente de si se reducen o no las prestaciones, está obligada la entidad a pagar el íntegro del monto originalmente previsto.
En concreto, la municipalidad plantea tres inquietudes, todas ellas vinculadas a un contrato a suma alzada. Una es si se puede hacer deductivos más allá del quince por ciento del monto del contrato. Otra, si es procedente valorizar y pagar metrados no ejecutados. La última y la que interesa para los efectos de este análisis es si debe pagar alguno de los costos directos de las partidas no ejecutadas como consecuencia de la necesidad de realizar menos obras por causas no imputables a las partes.
El OSCE, justo es precisarlo, absuelve la consulta con arreglo al Texto Único Ordenado de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 083-2004-PCM (LCAE), y a su Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 084-2004-PCM, en el entendido, añadimos nosotros, de que son ellas las que regulan el contrato que la motiva. Ello, sin embargo, no desmerece el enfoque que es igualmente aplicable para la normativa vigente.
Pese a ello, el documento advierte, como siempre, que las consultas que absuelve el OSCE se refieren al sentido y alcance de la normativa sobre contratación pública, planteadas sobre temas genéricos y vinculados entre sí, sin hacer alusión a asuntos concretos o específicos, de conformidad con lo dispuesto por el inciso i) del artículo 58° de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), aprobada mediante Decreto Legislativo Nº 1017, y a la segunda disposición complementaria final de su Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 184-2008-EF. En ese sentido, sus conclusiones no se encuentran vinculadas necesariamente a situación particular alguna. Salvedad que, como queda dicho, más parece obedecer al cumplimiento de una formalidad específica que a una realidad.
De acuerdo con el artículo 56º del Reglamento, en el sistema de suma alzada el postor formula su propuesta por un monto fijo y por un determinado plazo de ejecución, precisándose que este sistema “resultará aplicable cuando las magnitudes y calidades de la prestación estén totalmente definidas en las especificaciones técnicas y en los términos de referencia y, en el caso de obras, en los planos y especificaciones técnicas respectivos; calificación que corresponde al área usuaria.”
De la norma glosada se desprende que, cuando una entidad opte por contratar una obra a suma alzada conviene un precio global, previo e invariable para la realización total de la obra que deberá ejecutarse con sujeción estricta a los planos y especificaciones técnicas contenidos en el contrato, bajo responsabilidad del contratista. En tal sentido, las obras que se ejecuten bajo el sistema de suma alzada implican, como regla general, la invariabilidad tanto del precio como de la obra, elementos que se encuentran directamente relacionados.
De lo anterior se desprende que cuando en la ejecución de los contratos de obra a suma alzada las condiciones contractuales previstas en los planos y las especificaciones de obra se mantengan invariables, y el contratista cumpla con ejecutar la obra con sujeción a ellas, la entidad no podrá reducir el precio fijo contratado aun cuando, en cumplimiento de lo pactado, se hayan ejecutado mayores o menores metrados en alguna o algunas partidas. Por el contrario, cuando se verifiquen modificaciones o variaciones en el proyecto de la obra, concretamente en los planos y especificaciones técnicas, podrá producirse la correspondiente modificación del precio. El documento no lo admite categóricamente, entre otras cuestiones, porque no es materia de la consulta, pero queda abierta la posibilidad de que la modificación del precio suponga no sólo su disminución sino también su incremento.
Independientemente del sistema de contratación elegido, de otro lado, el artículo 42° de la LCAE y el 231º del Reglamento, han previsto, como una de las facultades conferidas a las entidades durante la etapa de ejecución contractual, la posibilidad de ordenar la ejecución de prestaciones adicionales cuando éstas sean indispensables para alcanzar la finalidad del contrato. Los mismos artículos prevén, también, la posibilidad de ordenar la reducción de prestaciones.
La potestad de la entidad de ordenar la ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de prestaciones responde al propósito de alcanzar la finalidad de la contratación y con ello satisfacer el interés público que subyace a ésta. En esa medida, resulta posible que la entidad ordene al contratista la ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de prestaciones aun cuando la contratación se lleve a cabo bajo el sistema de suma alzada.
Ahora bien, en concordancia con lo manifestado precedentemente, cuando durante la ejecución de una obra la entidad ordene la ejecución de un adicional de obra —entendido como aquella prestación no considerada en el expediente técnico, ni en el contrato, cuya realización resulta indispensable y/o necesaria para dar cumplimiento a la meta prevista en la obra principal—, también deberá aprobar el presupuesto adicional de obra correspondiente, entendiéndose este último como la valoración económica de la prestación adicional de obra.
En consecuencia, cuando aquello que se ordene sea la reducción de prestaciones, deberá deducirse del presupuesto inicial el monto correspondiente a aquellas prestaciones que no se ejecutarán, sin que corresponda efectuar pago alguno por las partidas que no ejecutarán como consecuencia de la reducción ordenada. En caso contrario, agregamos nosotros, cuando aquello que se ordene sean prestaciones adicionales y se apruebe el respectivo presupuesto, corresponderá efectuar el respectivo pago adicional, incrementándose el valor de la obra.
En cuanto a las limitaciones de la facultad de ordenar reducciones, el artículo 42º de la LCAE dispone que, cuando el objeto contractual sea la prestación de un servicio o la ejecución de una obra, el titular de la entidad podrá ordenar la reducción de prestaciones hasta por el quince por ciento del monto del contrato, límite que no puede ser transgredido. Sin perjuicio del sistema de contratación empleado, la entidad podrá ordenar la ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de prestaciones cuando ello sea necesario para alcanzar la finalidad del contrato.
El OSCE concluye afirmando que cuando en un contrato de obra a suma alzada las obras se ejecuten con sujeción al proyecto de la obra, la entidad no podrá variar el precio, aun cuando se hayan ejecutado mayores o menores metrados. No obstante, cuando en un contrato de obra asuma alzada se verifiquen modificaciones o variaciones en el proyecto de la obra, podrá variarse el precio, debiendo deducirse del pago el monto correspondiente a las partidas no ejecutadas, sin que corresponda efectuar pago alguno por éstas. En caso de ordenarse la reducción de prestaciones, el monto correspondiente a éstas no puede superar el quince del monto del contrato. Del mismo modo, en caso de ordenarse prestaciones adicionales, el monto correspondiente tampoco podrá superar el quince por ciento, salvo que cuente con la autorización previa y expresa de la Contraloría General de la República.
domingo, 12 de junio de 2011
La liquidación del contrato de obra en el Reglamento de la LCE
El primer párrafo del artículo 211º del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1017, estipula, a propósito de la liquidación del contrato de obra, que “el contratista presentará la liquidación debidamente sustentada con la documentación y cálculos detallados, dentro de un plazo de sesenta (60) días o el equivalente a un décimo (1/10) del plazo vigente de ejecución de la obra, el que resulte mayor, contado desde el día siguiente de la recepción de la obra.”
Hay quienes sostienen que el contratista no debe preparar su liquidación. Que debe hacerlo el inspector, el supervisor –en aquella obra que por mandato legal debe tenerlo— o por último la propia entidad. No es lo más adecuado. De un lado, porque para hacerla debería tener cuadros profesionales especializados en estas tareas y obligar a que todas las entidades los tengan engorda la burocracia y eso no es precisamente lo que se quiere. De otro, porque el contratista, que sí tiene el personal idóneo para estos menesteres, tiene previsto en su mismo contrato un plazo específico para el efecto y de lo que se trate es que él liquide su propio trabajo.
No puede olvidarse, por lo demás, que la liquidación del contrato de obra “consiste en un proceso de cálculo técnico, bajo las condiciones normativas y contractuales aplicables al contrato, que tiene por finalidad determinar, principalmente, el costo total de la obra y el saldo económico que puede ser a favor o en contra del contratista o de la Entidad”, tal como lo define Miguel Salinas Seminario (en “Costos, Presupuestos, Valorizaciones y Liquidaciones de Obra”, Instituto de la Construcción y Gerencia, ICG, 2º edición -2003, página 44).
Tal como agrega la Opinión Nº 104-09/DTN, que también recoge lo señalado por Salinas, “el acto de liquidación tiene como propósito que se efectúe un ajuste formal y final de cuentas, que establecerá, teniendo en consideración intereses, actualizaciones y gastos generales, el quantum final de las prestaciones dinerarias a que haya lugar a cargo de las partes del contrato.” De allí la necesidad de que quien la practique sea el contratista.
El mismo documento del OSCE, emitido el 30 de setiembre del 2009, refiere que “transcurrida la etapa de liquidación, las relaciones jurídicas creadas por el contrato se extinguen. Esto sucede porque el contrato ha alcanzado su finalidad, cual es satisfacer los intereses de cada una de las partes. Es por ello que el procedimiento de liquidación de obra presupone que cada una de las prestaciones haya sido debidamente verificada por cada una de las partes, de manera que los sujetos contractuales hayan expresado de forma inequívoca su satisfacción o insatisfacción con la ejecución del contrato.”
Para alcanzar ese objetivo, el artículo 211º del Reglamento dispone que “dentro del plazo máximo de sesenta (60) días de recibida, la Entidad deberá pronunciarse, ya sea observando la liquidación presentada por el contratista o, de considerarlo pertinente, elaborando otra, y notificará al contratista para que éste se pronuncie dentro de los quince (15) días siguientes.” Para pronunciarse la entidad no requiere de mucha especialización. Basta con que revise detenidamente el documento que el contratista le presenta. Por eso mismo el plazo que se le otorga a la entidad no incluye la posibilidad de ser ampliado en la eventualidad de que el décimo del plazo vigente de ejecución de la obra sea mayor. Si encuentra algunas inconsistencias pues se lo hace saber, observándola. La opción de que elabore otra liquidación obviamente existe para el caso de aquella entidad que cuente con los cuadros necesarios o para aquella que, en consideración a la complejidad de la obra, contrate a quienes lo harán.
El texto advierte, en su segundo párrafo, que “si el contratista no presenta la liquidación en el plazo previsto, su elaboración será responsabilidad exclusiva de la Entidad en idéntico plazo, siendo los gastos de cargo del contratista. La Entidad notificará la liquidación al contratista para que éste se pronuncie dentro de los quince (15) días siguientes.” Más claro, imposible. En esta eventualidad es evidente que la obligación se traslada a la entidad pero a cuenta y costo del contratista que no la hace. Sin perjuicio de que la liquidación la haga su propio personal o personal contratado para ese fin, los gastos serán de cargo del contratista.
“La liquidación quedará consentida cuando, practicada por una de las partes, no sea observada por la otra dentro del plazo establecido”, sentencia el tercer párrafo del artículo 211º aludiendo directamente a la aprobación ficta que necesariamente tiene que considerarse en todo proceso administrativo en resguardo de la seguridad jurídica y del debido proceso. Por eso mismo, el párrafo siguiente acota que “cuando una de las partes observe la liquidación presentada por la otra, éste deberá pronunciarse dentro de los quince (15) días de haber recibido la observación; de no hacerlo, se tendrá por aprobada la liquidación con las observaciones formuladas.”
“En el caso de que una de las partes no acoja las observaciones formuladas por la otra,” preceptúa el quinto párrafo, “aquélla deberá manifestarlo por escrito dentro del plazo previsto en el párrafo anterior. En tal supuesto, dentro de otros quince (15) días hábiles siguientes, cualquiera de las partes deberá solicitar el sometimiento de esta controversia a conciliación y/o arbitraje.” Es comprensible que las observaciones no puedan estar yendo y viniendo y que en algún momento tengan que parar. Si una parte observa la liquidación practicada por la otra, la parte que las recibe sólo puede acogerlas o desecharlas, acoger algunas y desechar otras. Las desechadas ya no entran a una nueva rueda de consultas. O quedan definitivamente desechadas o van a otros mecanismos de solución de disputas.
Lo del plazo para solicitar la conciliación o el arbitraje es una precisión que, como se ha indicado reiteradamente, entra en contradicción con el artículo 52º de la LCE en el extremo en que faculta a solicitar “el inicio de estos procedimientos en cualquier momento anterior a la fecha de culminación del contrato, considerada ésta de manera independiente.” Y más aún cuando a continuación subraya que “este plazo es de caducidad.” Como según el artículo 51º de la Constitución, prevalece “la ley, sobre las normas de inferior jerarquía”, este plazo previsto en el Reglamento puede considerarse como no puesto, habida cuenta, adicionalmente, que el sexto párrafo del mismo artículo 211º confirma que “toda discrepancia respecto a la liquidación se resuelve según las disposiciones previstas para la solución de controversias establecidas en la Ley y en el presente Reglamento, sin perjuicio del cobro de la parte no controvertida.”
Las desavenencias que no pueden ser superadas deben ser encapsuladas para que sean resueltas por el mecanismo establecido para ese efecto sin que afecten el resto del contrato cuya liquidación, si es que se está en esa instancia, debe continuar sin sobresaltos. Los procesos de conciliación y arbitraje no deben en modo alguno alterar el desarrollo de la ejecución del contrato o de su liquidación ni incidir en las buenas relaciones que siempre deben mantener entidades y contratistas. Es verdad que en ocasiones ello no es posible, pero corresponde a las partes hacer sus mejores esfuerzos para que sí lo sea.
El sétimo párrafo distingue que “en el caso de las obras contratadas bajo el sistema de precios unitarios, la liquidación final se practicará con los precios unitarios, gastos generales y utilidad ofertados; mientras que en las obras contratadas bajo el sistema a suma alzada, la liquidación se practicará con los precios, gastos generales y utilidad del valor referencial, afectados por el factor de relación.” La diferencia estriba, como se sabe, en que en el sistema de precios unitarios, éstos se ofertan, en cambio en el sistema a suma alzada, éstos no se ofertan sino que sólo se consignan en el desagregado del valor referencial, que es la única fuente disponible.
El artículo 211º concluye sancionando categóricamente que “no se procederá a la liquidación mientras existan controversias pendientes de resolver.” Es una disposición que puede parecer obvia pero que tiene sus inconvenientes pues en ocasiones las controversias versan sobre deudas que tiene la entidad con los contratistas o sobre asuntos que no inciden sobre los resultados económicos del contrato sino sobre cuestiones incidentales que eventualmente podrían ser incorporadas dentro de la liquidación, de ser el caso, cuando sean resueltas. Es frecuente igualmente que otros contratos vinculados a la obra, como el de supervisión, tampoco puedan ser liquidados por esta circunstancia, con lo que las entidades retienen sin mayor razón garantías hasta que estos procesos finalicen. Práctica que por cierto debería prohibirse.
Hay quienes sostienen que el contratista no debe preparar su liquidación. Que debe hacerlo el inspector, el supervisor –en aquella obra que por mandato legal debe tenerlo— o por último la propia entidad. No es lo más adecuado. De un lado, porque para hacerla debería tener cuadros profesionales especializados en estas tareas y obligar a que todas las entidades los tengan engorda la burocracia y eso no es precisamente lo que se quiere. De otro, porque el contratista, que sí tiene el personal idóneo para estos menesteres, tiene previsto en su mismo contrato un plazo específico para el efecto y de lo que se trate es que él liquide su propio trabajo.
No puede olvidarse, por lo demás, que la liquidación del contrato de obra “consiste en un proceso de cálculo técnico, bajo las condiciones normativas y contractuales aplicables al contrato, que tiene por finalidad determinar, principalmente, el costo total de la obra y el saldo económico que puede ser a favor o en contra del contratista o de la Entidad”, tal como lo define Miguel Salinas Seminario (en “Costos, Presupuestos, Valorizaciones y Liquidaciones de Obra”, Instituto de la Construcción y Gerencia, ICG, 2º edición -2003, página 44).
Tal como agrega la Opinión Nº 104-09/DTN, que también recoge lo señalado por Salinas, “el acto de liquidación tiene como propósito que se efectúe un ajuste formal y final de cuentas, que establecerá, teniendo en consideración intereses, actualizaciones y gastos generales, el quantum final de las prestaciones dinerarias a que haya lugar a cargo de las partes del contrato.” De allí la necesidad de que quien la practique sea el contratista.
El mismo documento del OSCE, emitido el 30 de setiembre del 2009, refiere que “transcurrida la etapa de liquidación, las relaciones jurídicas creadas por el contrato se extinguen. Esto sucede porque el contrato ha alcanzado su finalidad, cual es satisfacer los intereses de cada una de las partes. Es por ello que el procedimiento de liquidación de obra presupone que cada una de las prestaciones haya sido debidamente verificada por cada una de las partes, de manera que los sujetos contractuales hayan expresado de forma inequívoca su satisfacción o insatisfacción con la ejecución del contrato.”
Para alcanzar ese objetivo, el artículo 211º del Reglamento dispone que “dentro del plazo máximo de sesenta (60) días de recibida, la Entidad deberá pronunciarse, ya sea observando la liquidación presentada por el contratista o, de considerarlo pertinente, elaborando otra, y notificará al contratista para que éste se pronuncie dentro de los quince (15) días siguientes.” Para pronunciarse la entidad no requiere de mucha especialización. Basta con que revise detenidamente el documento que el contratista le presenta. Por eso mismo el plazo que se le otorga a la entidad no incluye la posibilidad de ser ampliado en la eventualidad de que el décimo del plazo vigente de ejecución de la obra sea mayor. Si encuentra algunas inconsistencias pues se lo hace saber, observándola. La opción de que elabore otra liquidación obviamente existe para el caso de aquella entidad que cuente con los cuadros necesarios o para aquella que, en consideración a la complejidad de la obra, contrate a quienes lo harán.
El texto advierte, en su segundo párrafo, que “si el contratista no presenta la liquidación en el plazo previsto, su elaboración será responsabilidad exclusiva de la Entidad en idéntico plazo, siendo los gastos de cargo del contratista. La Entidad notificará la liquidación al contratista para que éste se pronuncie dentro de los quince (15) días siguientes.” Más claro, imposible. En esta eventualidad es evidente que la obligación se traslada a la entidad pero a cuenta y costo del contratista que no la hace. Sin perjuicio de que la liquidación la haga su propio personal o personal contratado para ese fin, los gastos serán de cargo del contratista.
“La liquidación quedará consentida cuando, practicada por una de las partes, no sea observada por la otra dentro del plazo establecido”, sentencia el tercer párrafo del artículo 211º aludiendo directamente a la aprobación ficta que necesariamente tiene que considerarse en todo proceso administrativo en resguardo de la seguridad jurídica y del debido proceso. Por eso mismo, el párrafo siguiente acota que “cuando una de las partes observe la liquidación presentada por la otra, éste deberá pronunciarse dentro de los quince (15) días de haber recibido la observación; de no hacerlo, se tendrá por aprobada la liquidación con las observaciones formuladas.”
“En el caso de que una de las partes no acoja las observaciones formuladas por la otra,” preceptúa el quinto párrafo, “aquélla deberá manifestarlo por escrito dentro del plazo previsto en el párrafo anterior. En tal supuesto, dentro de otros quince (15) días hábiles siguientes, cualquiera de las partes deberá solicitar el sometimiento de esta controversia a conciliación y/o arbitraje.” Es comprensible que las observaciones no puedan estar yendo y viniendo y que en algún momento tengan que parar. Si una parte observa la liquidación practicada por la otra, la parte que las recibe sólo puede acogerlas o desecharlas, acoger algunas y desechar otras. Las desechadas ya no entran a una nueva rueda de consultas. O quedan definitivamente desechadas o van a otros mecanismos de solución de disputas.
Lo del plazo para solicitar la conciliación o el arbitraje es una precisión que, como se ha indicado reiteradamente, entra en contradicción con el artículo 52º de la LCE en el extremo en que faculta a solicitar “el inicio de estos procedimientos en cualquier momento anterior a la fecha de culminación del contrato, considerada ésta de manera independiente.” Y más aún cuando a continuación subraya que “este plazo es de caducidad.” Como según el artículo 51º de la Constitución, prevalece “la ley, sobre las normas de inferior jerarquía”, este plazo previsto en el Reglamento puede considerarse como no puesto, habida cuenta, adicionalmente, que el sexto párrafo del mismo artículo 211º confirma que “toda discrepancia respecto a la liquidación se resuelve según las disposiciones previstas para la solución de controversias establecidas en la Ley y en el presente Reglamento, sin perjuicio del cobro de la parte no controvertida.”
Las desavenencias que no pueden ser superadas deben ser encapsuladas para que sean resueltas por el mecanismo establecido para ese efecto sin que afecten el resto del contrato cuya liquidación, si es que se está en esa instancia, debe continuar sin sobresaltos. Los procesos de conciliación y arbitraje no deben en modo alguno alterar el desarrollo de la ejecución del contrato o de su liquidación ni incidir en las buenas relaciones que siempre deben mantener entidades y contratistas. Es verdad que en ocasiones ello no es posible, pero corresponde a las partes hacer sus mejores esfuerzos para que sí lo sea.
El sétimo párrafo distingue que “en el caso de las obras contratadas bajo el sistema de precios unitarios, la liquidación final se practicará con los precios unitarios, gastos generales y utilidad ofertados; mientras que en las obras contratadas bajo el sistema a suma alzada, la liquidación se practicará con los precios, gastos generales y utilidad del valor referencial, afectados por el factor de relación.” La diferencia estriba, como se sabe, en que en el sistema de precios unitarios, éstos se ofertan, en cambio en el sistema a suma alzada, éstos no se ofertan sino que sólo se consignan en el desagregado del valor referencial, que es la única fuente disponible.
El artículo 211º concluye sancionando categóricamente que “no se procederá a la liquidación mientras existan controversias pendientes de resolver.” Es una disposición que puede parecer obvia pero que tiene sus inconvenientes pues en ocasiones las controversias versan sobre deudas que tiene la entidad con los contratistas o sobre asuntos que no inciden sobre los resultados económicos del contrato sino sobre cuestiones incidentales que eventualmente podrían ser incorporadas dentro de la liquidación, de ser el caso, cuando sean resueltas. Es frecuente igualmente que otros contratos vinculados a la obra, como el de supervisión, tampoco puedan ser liquidados por esta circunstancia, con lo que las entidades retienen sin mayor razón garantías hasta que estos procesos finalicen. Práctica que por cierto debería prohibirse.
domingo, 5 de junio de 2011
Derecho Constitucional: La elección en segunda vuelta
La extrema polarización que sufre la ciudadanía en el Perú cada cinco años con ocasión de la elección del presidente de la República es inaceptable como inaceptable es la proliferación de candidaturas que dispersan el voto y conducen inevitablemente al caudillismo, viejo e histórico lastre del que el país no puede librarse pese al paso de los años.
El sistema tal como está diseñado debería propiciar las alianzas y la concentración de opciones pero alienta todo lo contrario en la creencia absurda de que la definición se posterga para una segunda vuelta a la que sin embargo acceden únicamente aquellos candidatos que tienen un electorado cautivo y sólido aún cuando eventualmente ni siquiera puedan sobrepasar el veinte o veinticinco por ciento del total de votos.
Según el artículo 111º de la Constitución vigente el presidente de la República se elige por sufragio directo. Es elegido el candidato que obtiene más de la mitad de los votos, exceptuando los votos viciados o en blanco. Si ninguno de los candidatos obtiene la mayoría absoluta, se procede a una segunda elección, dentro de los treinta días siguientes a la proclamación de los resultados, entre aquellos que hubieren alcanzado las dos más altas mayorías relativas. Junto al presidente, son elegidos, de la misma manera, dos vicepresidentes. Es literalmente el mismo texto del artículo 203º de la Constitución que la precedió, la de 1979.
La anterior a esa, la de 1933, establecía en su artículo 138º, que para ser proclamado presidente de la República se requería haber obtenido la mayoría de sufragios siempre que esa mayoría no sea menor de la tercera parte de los votos válidos. Si ninguno de los candidatos alcanzaba esa mayoría, el Congreso elegía al presidente entre los tres candidatos que habían obtenido mayor número de votos válidos.
En el marco de la Constitución de 1933 no se polarizaba al electorado. O, cuando menos, no en los niveles que se han visto en los últimos años. Es verdad que el sistema colapsó en 1962 y que eso empujó a los miembros de la Asamblea Constituyente de 1978 a optar por la elección en dos vueltas que, sin embargo, en virtud de lo señalado en la tercera disposición general y transitoria de la Constitución de 1979 se difirió hasta 1985. En el proceso de 1980 sería proclamado presidente de la República el candidato que obtenga la votación más alta siempre que no sea inferior al treinta y seis por ciento del total de votos válidos. Es decir, un poco más del tercio previsto en la Carta anterior. Si ninguno de los candidatos alcanzaba esa valla, el Congreso iría a elegir entre los dos, y no tres, candidatos que tengan las dos mayores votaciones.
En 1980 no fue necesario que el Congreso elija. En la siguiente votación en 1985 no fue necesaria una segunda vuelta porque quien llegó segundo, visto los resultados, tuvo el buen tino de renunciar a ese derecho. De allí en adelante, todas las demás elecciones con dos vueltas han polarizado al país: 1990, 2001, 2006 y 2011. En el recuento no puede considerarse por razones obvias los procesos de 1995 y del 2000. ¿Es pertinente persistir en este sistema? ¿No es preferible volver al esquema de la Constitución de 1933 o quizás, mejor todavía, al de la tercera disposición general y transitoria de la Constitución de 1979? ¿Para qué seguir exponiendo a la ciudadanía?
Resulta indispensable elevar los requisitos para formar partidos políticos o para presentar candidatos a la presidencia y al Congreso de la República. No hay que fomentar el pluripartidismo excesivo. Eso le hace daño al país. Hay que alentar la conformación de alianzas que traten de alcanzar el poder en las elecciones directas y no a través de la elección por el Congreso. Si no lo logran, el presidente sería elegido en el Parlamento a través de la constitución de una alianza sólida que logre la mayoría en el Congreso y se comprometa a dotarle del soporte que el Ejecutivo requiere para gobernar.
De lo contrario, seguiremos padeciendo cada cinco años etapas de inestabilidad política, económica y social que a nada conduce.
El sistema tal como está diseñado debería propiciar las alianzas y la concentración de opciones pero alienta todo lo contrario en la creencia absurda de que la definición se posterga para una segunda vuelta a la que sin embargo acceden únicamente aquellos candidatos que tienen un electorado cautivo y sólido aún cuando eventualmente ni siquiera puedan sobrepasar el veinte o veinticinco por ciento del total de votos.
Según el artículo 111º de la Constitución vigente el presidente de la República se elige por sufragio directo. Es elegido el candidato que obtiene más de la mitad de los votos, exceptuando los votos viciados o en blanco. Si ninguno de los candidatos obtiene la mayoría absoluta, se procede a una segunda elección, dentro de los treinta días siguientes a la proclamación de los resultados, entre aquellos que hubieren alcanzado las dos más altas mayorías relativas. Junto al presidente, son elegidos, de la misma manera, dos vicepresidentes. Es literalmente el mismo texto del artículo 203º de la Constitución que la precedió, la de 1979.
La anterior a esa, la de 1933, establecía en su artículo 138º, que para ser proclamado presidente de la República se requería haber obtenido la mayoría de sufragios siempre que esa mayoría no sea menor de la tercera parte de los votos válidos. Si ninguno de los candidatos alcanzaba esa mayoría, el Congreso elegía al presidente entre los tres candidatos que habían obtenido mayor número de votos válidos.
En el marco de la Constitución de 1933 no se polarizaba al electorado. O, cuando menos, no en los niveles que se han visto en los últimos años. Es verdad que el sistema colapsó en 1962 y que eso empujó a los miembros de la Asamblea Constituyente de 1978 a optar por la elección en dos vueltas que, sin embargo, en virtud de lo señalado en la tercera disposición general y transitoria de la Constitución de 1979 se difirió hasta 1985. En el proceso de 1980 sería proclamado presidente de la República el candidato que obtenga la votación más alta siempre que no sea inferior al treinta y seis por ciento del total de votos válidos. Es decir, un poco más del tercio previsto en la Carta anterior. Si ninguno de los candidatos alcanzaba esa valla, el Congreso iría a elegir entre los dos, y no tres, candidatos que tengan las dos mayores votaciones.
En 1980 no fue necesario que el Congreso elija. En la siguiente votación en 1985 no fue necesaria una segunda vuelta porque quien llegó segundo, visto los resultados, tuvo el buen tino de renunciar a ese derecho. De allí en adelante, todas las demás elecciones con dos vueltas han polarizado al país: 1990, 2001, 2006 y 2011. En el recuento no puede considerarse por razones obvias los procesos de 1995 y del 2000. ¿Es pertinente persistir en este sistema? ¿No es preferible volver al esquema de la Constitución de 1933 o quizás, mejor todavía, al de la tercera disposición general y transitoria de la Constitución de 1979? ¿Para qué seguir exponiendo a la ciudadanía?
Resulta indispensable elevar los requisitos para formar partidos políticos o para presentar candidatos a la presidencia y al Congreso de la República. No hay que fomentar el pluripartidismo excesivo. Eso le hace daño al país. Hay que alentar la conformación de alianzas que traten de alcanzar el poder en las elecciones directas y no a través de la elección por el Congreso. Si no lo logran, el presidente sería elegido en el Parlamento a través de la constitución de una alianza sólida que logre la mayoría en el Congreso y se comprometa a dotarle del soporte que el Ejecutivo requiere para gobernar.
De lo contrario, seguiremos padeciendo cada cinco años etapas de inestabilidad política, económica y social que a nada conduce.
El arbitraje institucional es una quimera
El artículo 216º del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 184-2008-EF, en su primer párrafo, faculta a las partes a encomendar la organización y administración del arbitraje, mecanismo con el que se resuelven todas las controversias que surjan durante la ejecución del contrato, a una institución arbitral, para cuyo efecto deberán incorporar en el contrato el correspondiente convenio arbitral.
Ello, no obstante, no se ha previsto la fórmula para que las partes puedan ejercer esa facultad dejándose entrever que sólo se consigna como una opción teórica sin posibilidades reales de concretarse. En la práctica, algunas bases han incluido en sus modelos de contrato cláusulas que remiten la solución de discrepancias a un determinado centro arbitral, sometiendo sus procedimientos a sus respectivos reglamentos. Esas alternativas prosperan en tanto y en cuanto los postores no reclaman. Si alguno de ellos observa esta atribución, invariablemente la precisión debe retirarse de las bases porque la entidad no tiene la facultad de imponer una institución. El postor al que se le adjudica la buena pro, aún cuando desee someter cualquier discrepancia a un arbitraje institucional, tampoco puede hacerlo. Si lo propone antes de la suscripción del contrato se le dice que éste no puede modificarse porque las bases que lo reproducen, una vez concluida la etapa de absolución de consultas y observaciones, se convierten en reglas obligatorias e inmutables del proceso.
La solución, sin duda, está en crear el espacio indispensable para que esa facultad pueda ser ejercida. Y como ese derecho tiene que hacerse viable a través del acuerdo entre la entidad y el postor seleccionado, no hay otro momento para el efecto que no sea antes de la celebración del contrato. Una fórmula óptima es la de permitir que las bases elijan un centro, si la entidad así lo estima pertinente, con cargo a que éste prevalezca en la eventualidad de que el postor, antes de suscribir el contrato, no proponga otro. Si éste propone otro debería crearse un breve plazo para que la entidad lo acepte o no. Si convienen en un tercer centro, éste prevalece. En cualquier caso, si no hay acuerdo, debería escogerse la institución por sorteo.
Lo que hay que hacer es abrir espacios para que los derechos que las normas establecen puedan ser reales y no ficticios. El arbitraje institucional es una alternativa perfectamente válida que tal como está regulado en la normativa sobre contratación pública encuentra serios tropiezos que es pertinente eliminar.
El mismo artículo 216º del Reglamento, en su segundo párrafo, dispone que si en el convenio arbitral incluido en el contrato no se ha optado por un arbitraje institucional, que a juzgar por lo señalado y por lo que se puede verificar estadísticamente es lo más frecuente, la controversia que pueda sobrevenir se resolverá mediante un arbitraje ad hoc regido por las directivas que sobre la materia emita el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE). El problema con los arbitrajes ad hoc es que no se les hace un seguimiento adecuado, se les pierde de vista y finalmente ni siquiera se sabe con certeza la forma en que concluyen pues pese a que existe la obligación de enviar los laudos al OSCE para su publicación, ésta no se cumple cabalmente.
El tercer párrafo, a su turno, agrega que si en el contrato no se incorpora ningún convenio arbitral se considerará incorporada de pleno derecho la cláusula arbitral que la misma norma reproduce y que remite a un arbitraje institucional organizado y administrado por el Sistema Nacional de Arbitraje del OSCE. Esta disposición puede resultar innecesaria en circunstancias en que es virtualmente imposible que un contrato no incluya una cláusula arbitral toda con bases estándares colgadas en internet que las entidades sólo tienen que reproducir. Ello, no obstante, es preferible tenerla y no necesitarla que necesitarla y no tenerla. Hay quienes piensan que el OSCE no debería tener ningún centro de arbitraje y que debería ocuparse más bien en hacer los seguimientos, organizar y administrar un archivo de laudos por materias y tendencias y otras labores que coadyuven a mejorar la institución arbitral en armonía con lo preceptuado en el artículo 52º de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1017.
Sea de ello lo que fuere, ciertamente es indispensable reformular el artículo 216º para que la alternativa, altamente recomendable, de recurrir al arbitraje institucional sea una realidad y no simplemente una quimera.
Ello, no obstante, no se ha previsto la fórmula para que las partes puedan ejercer esa facultad dejándose entrever que sólo se consigna como una opción teórica sin posibilidades reales de concretarse. En la práctica, algunas bases han incluido en sus modelos de contrato cláusulas que remiten la solución de discrepancias a un determinado centro arbitral, sometiendo sus procedimientos a sus respectivos reglamentos. Esas alternativas prosperan en tanto y en cuanto los postores no reclaman. Si alguno de ellos observa esta atribución, invariablemente la precisión debe retirarse de las bases porque la entidad no tiene la facultad de imponer una institución. El postor al que se le adjudica la buena pro, aún cuando desee someter cualquier discrepancia a un arbitraje institucional, tampoco puede hacerlo. Si lo propone antes de la suscripción del contrato se le dice que éste no puede modificarse porque las bases que lo reproducen, una vez concluida la etapa de absolución de consultas y observaciones, se convierten en reglas obligatorias e inmutables del proceso.
La solución, sin duda, está en crear el espacio indispensable para que esa facultad pueda ser ejercida. Y como ese derecho tiene que hacerse viable a través del acuerdo entre la entidad y el postor seleccionado, no hay otro momento para el efecto que no sea antes de la celebración del contrato. Una fórmula óptima es la de permitir que las bases elijan un centro, si la entidad así lo estima pertinente, con cargo a que éste prevalezca en la eventualidad de que el postor, antes de suscribir el contrato, no proponga otro. Si éste propone otro debería crearse un breve plazo para que la entidad lo acepte o no. Si convienen en un tercer centro, éste prevalece. En cualquier caso, si no hay acuerdo, debería escogerse la institución por sorteo.
Lo que hay que hacer es abrir espacios para que los derechos que las normas establecen puedan ser reales y no ficticios. El arbitraje institucional es una alternativa perfectamente válida que tal como está regulado en la normativa sobre contratación pública encuentra serios tropiezos que es pertinente eliminar.
El mismo artículo 216º del Reglamento, en su segundo párrafo, dispone que si en el convenio arbitral incluido en el contrato no se ha optado por un arbitraje institucional, que a juzgar por lo señalado y por lo que se puede verificar estadísticamente es lo más frecuente, la controversia que pueda sobrevenir se resolverá mediante un arbitraje ad hoc regido por las directivas que sobre la materia emita el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE). El problema con los arbitrajes ad hoc es que no se les hace un seguimiento adecuado, se les pierde de vista y finalmente ni siquiera se sabe con certeza la forma en que concluyen pues pese a que existe la obligación de enviar los laudos al OSCE para su publicación, ésta no se cumple cabalmente.
El tercer párrafo, a su turno, agrega que si en el contrato no se incorpora ningún convenio arbitral se considerará incorporada de pleno derecho la cláusula arbitral que la misma norma reproduce y que remite a un arbitraje institucional organizado y administrado por el Sistema Nacional de Arbitraje del OSCE. Esta disposición puede resultar innecesaria en circunstancias en que es virtualmente imposible que un contrato no incluya una cláusula arbitral toda con bases estándares colgadas en internet que las entidades sólo tienen que reproducir. Ello, no obstante, es preferible tenerla y no necesitarla que necesitarla y no tenerla. Hay quienes piensan que el OSCE no debería tener ningún centro de arbitraje y que debería ocuparse más bien en hacer los seguimientos, organizar y administrar un archivo de laudos por materias y tendencias y otras labores que coadyuven a mejorar la institución arbitral en armonía con lo preceptuado en el artículo 52º de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1017.
Sea de ello lo que fuere, ciertamente es indispensable reformular el artículo 216º para que la alternativa, altamente recomendable, de recurrir al arbitraje institucional sea una realidad y no simplemente una quimera.
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