Sergio Tafur Sánchez
El 09 de enero de 2016 entró en vigencia la Ley Nº 30225, nueva
Ley de Contrataciones del Estado (LCE). Al
día siguiente, 10 de enero, se publica en el Diario “El Comercio”, un
comunicado refrendado por importantes instituciones (CAPECO, Cámara de Comercio
de Lima, Centro de Arbitraje y Conciliación de la Construcción, Gremio de
Infraestructura, Edificaciones e Ingeniería y la Federación de Trabajadores en
Construcción Civil del Perú)* mediante el que se exhorta al gobierno a dejar en
suspenso dicha Ley; las razones
fundamentales son dos:
1. Esta norma genera mayor espacio de discrecionalidad en los funcionarios
públicos, y ello, por más buena intención que exista, conllevará a espacios de
corrupción y mayores problemas.
2. La nueva Ley contiene cambios sustanciales a la normativa
existente; y generará que los funcionarios públicos de los diversos niveles de
gobierno (desde Ministerios hasta la Municipalidad más pequeña) tengan que
aprender esta norma y sus nuevas instituciones, para poder gastar sus recursos
en la adquisición de bienes, servicios y obras.
En una época recesiva como la que estamos atravesando en donde el gasto
público ya esta retraído, y en donde precisamente se espera que sea éste el
principal motor de la economía; evidentemente el cambio de las reglas de juego
retrasará el mismo, más aún si estamos ad portas de la salida del gobierno nacional.
Comparto plenamente el segundo de los argumentos, pero respecto
del primero tengo mis reparos.
Uno de los principales aspectos en donde la nueva LCE ha
establecido márgenes de discrecionalidad; lo que no significa arbitrariedad,
esta relacionado a la conciliación.
Un cambio importante en la regulación en contratación pública
desde el año 1998, ha sido la decisión del Estado de arbitrar sus controversias
contractuales en esta materia. A lo largo de estos años hemos podido advertir
que han terminado en arbitraje un sinnúmero de casos que jamás debieron
terminar en esa instancia, y que probablemente debieron ser conciliados
directamente entre las partes.
Ya la conciliación estaba prevista como una posibilidad para
solucionar las controversias en estos espacios, pero raramente se arreglaban
las discrepancias bajo este mecanismo.
Si se analiza un poco, la controversia en esta materia se presenta la
mayoría de las veces porque una de las partes tiene una visión o interpretación
de los hechos o de los derechos derivados o vinculados al contrato, y su
contraparte tiene una visión diferente.
Cuando esa contraparte es la Entidad Pública su posición por lo general
ya esta en un “documento” suscrito por algún funcionario. Surge entonces la “discrepancia” y si ello se
quiere solucionar directamente supone que ese funcionario o su superior tendrá
que opinar distinto. Tomar esta decisión
conlleva el riesgo que en los próximos 10 años aparezca otro funcionario, pero
ahora perteneciente al sistema nacional de control, y no comparta la opinión de
aquel que estuvo de acuerdo en conciliar y finalmente lo responsabilice por
dicho acuerdo.
Frente a lo descrito, muchos funcionarios optan por su “seguridad”,
es decir, por que aun cuando son plenamente conscientes de la poca razón que
asiste a la posición de la Entidad, es mejor que la solución la dicte un “árbitro”,
y no ellos. Obviamente este esquema
garantiza trabajo para abogados, asesores, centros de arbitraje y árbitros;
pero olvida que a los beneficiarios de las contrataciones públicas lo que les
interesa son sus medicinas, sus colegios, sus postas médicas, sus comisarias y
demás en tiempo oportuno; y para ello es necesario que ante las controversias
que se presenten los funcionarios tomen decisiones racionales.
Sin embargo hay un tema absolutamente importante, no podemos pedir
que dichos funcionarios tomen decisiones si los vamos a seguir midiendo con la
misma vara, es decir evaluando su decisión sólo desde la perspectiva rígida y
conservadora de la interpretación normativa (muchas veces incluso literal), aún
cuando ésta interpretación pudiese resultar en extremo abusiva.
La nueva LCE, hace una apuesta, y esta es para que quien evalué la
posibilidad de conciliar lo haga bajo
criterios de “costo-beneficio” y ponderando los costos y riesgos de no adoptar un acuerdo conciliatorio, lo cual debe estar
analizado en un Informe Técnico legal; es decir que exista un análisis no solo
de posiciones legales literales, sino de pertinencia de no arribar a una
solución negociada o acordada. A su vez
le pide a la Contraloría General, como cabeza del sistema nacional de control,
que en sus acciones de control futuras tengan en cuenta estos parámetros.
¿Lo anterior puede generar un problema?, claro. ¿Me da temor?, también.
Estamos generando espacios de discreción
a los funcionarios, sí, y eso ¿es bueno o malo?
Creo que es tan bueno o malo como inventar un automóvil, pues así como
éste ha ayudado en demasía al desarrollo de la humanidad, también es uno de los
causantes de la mayoría de muertes en el mundo, ¿y por eso lo debemos prohibir?:
creo que coincidirá que no. Lo que tenemos que hacer es establecer parámetros
claros para el ejercicio de dicha discrecionalidad, y crear instituciones que
cautelen que ella sea ejercitada debidamente y no contrariamente a los fines
para la que se ha concedido.
Una sociedad crece sólo en la medida que sus integrantes tomen
decisiones, y obviamente se responsabilicen por las mismas. Para ello la
institucionalidad es clave. Si tengo que
apostar, lo hago a ello.
* Nota: El comunicado se volvió a publicar a página completa el
jueves 14 en el diario Gestión.
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