La creciente criminalización de todas las actividades
públicas y privadas parece ser un recurso extremo que sin embargo con el paso
de los años se ha convertido en habitual. Ya nadie se conforma con reclamar
algún derecho cuyo reconocimiento alguien desconoce. Ni siquiera con agregarle
al expediente un pedido de indemnización por los daños y perjuicios que esa
acción pueda haber generado. No basta. Hay que meterle presión y qué mejor que
a través de una persecución penal que ponga de vuelta y media al denunciado y
que lo coloque con un pie en prisión.
No es una práctica sana, desde luego. Porque, como es
lógico suponer, está ocasionando la comprensible reacción de los afectados
quienes arremeten con todo contra sus acusadores en cuanto quedan librados del
problema en el que los han involucrado en la mayoría de las veces sin tener
ninguna responsabilidad en el asunto que lo origina.
El acreedor de una deuda cualquiera antes de presentar
la demanda, que muy probablemente deba amparar su justa pretensión, necesariamente
debe emprender una conciliación previa a la que convoca a cuanto actor haya
visto o crea indispensable para que no le quede ningún eslabón suelto a la hora
de acudir al Poder Judicial.
Todos deben ir a las convocatorias, algunos por lo
menos para persuadirlo o para intentar persuadirlo que no tienen vela en ese
entierro y que lo que mejor que puede hacer es dejarlos sueltos porque de lo
contrario va abrirse frentes innecesarios que eventualmente podrían terminar
arrebatándole lo que logre cobrarles a sus legítimos deudores, ellos también en
vía de reparación por la incomodidad, el desprestigio y el riesgo al que los
expone.
Está muy bien defender lo que le corresponde a cada
cual. Lo que está muy mal es desbordar los límites del justo reclamo e involucrar
a quienes no tienen ninguna responsabilidad. Es verdad que la justicia es lenta
y que justicia que tarda no es justicia. Pero no por eso se puede avasallar a
todo el mundo. Y menos aún llevar al ámbito penal discusiones de carácter civil
o comercial que deben resolverse en sus propios escenarios sin poner en peligro
la integridad ni la libertad de las personas.
En el mundo de las contrataciones públicas cada vez se
vuelve más frecuente involucrar en las denuncias penales a los representantes
legales de las empresas que contratan con el Estado por los aparentes ilícitos
en los que pueden haber incurrido las personas directamente encargadas de la
operación de cada prestación. En ocasiones esos representantes son los que han
suscrito los contratos pero que no han tenido ninguna participación posterior en
su ejecución y desarrollo. Otros, ni siquiera los han celebrado. Han sido
suscritos por otros pero igual los comprenden en las investigaciones y en las
diligencias. Reciben en sus domicilios notificaciones que ponen de cabeza a las
familias y a veces hasta sus nombres aparecen en las páginas policiales de
algunos periódicos.
¿Alguien les devuelve el desprestigio al que están
expuestos cuando se comprueba que no tienen ninguna relación con el caso
materia de la investigación? Después de años de esclarecimientos, gastos
legales y correrías judiciales, estudio y análisis de documentos diversos,
generalmente muy antiguos, una nueva esquela reporta que han quedado finalmente
fuera del proceso, como tantos otros.
De ordinario se olvida que el Código Penal
expresamente establece que para imputarle responsabilidad penal al
representante de una persona jurídica es necesario recurrir a las reglas de la
autoría, coautoría y actuar por otro. Esto es, haber realizado el hecho personalmente,
haberlo hecho por medio de otro o conjuntamente con otros. Las reglas exigen la
intervención del autor en el delito, sea directa o indirectamente. En
consecuencia, no por ser el representante legal de una empresa involucrada en
hechos ilícitos necesariamente debe estar comprendido en el ilícito.
Hace poco alguien comentó de la existencia de personas
de avanzada edad que se prestan, a cambio de una adecuada retribución
naturalmente, a asumir la representación legal de diversas empresas con la
seguridad de que en el caso de que sea considerado en alguna investigación
criminal e incluso condenado muy probablemente no iría a la cárcel. En el peor
escenario estaría sujeto a vigilancia electrónica a través de grilletes o
confinado a prisión domiciliaria.
La pena de vigilancia electrónica, según nuestro
ordenamiento legal, se cumple en el domicilio o en el lugar que señale el
condenado, a partir del cual se determina su radio de acción y las
posibilidades de desplazamiento y tránsito, las reglas de conducta así como
todas aquellas que se estimen necesarias a fin de asegurar la idoneidad del
mecanismo de control.
Sólo puede acceder a la vigilancia electrónica quien
no haya sido anteriormente condenado por delito doloso pero se dará preferencia
a los mayores de 65 años, los que sufran de enfermedad grave acreditada con pericia médico legal, los que
adolezcan de discapacidad física permanente que afecte sensiblemente su
capacidad de desplazamiento, las mujeres gestantes dentro del tercer trimestre
del proceso de gestación y/o durante los doce meses siguientes a la fecha del
nacimiento, la madre que sea cabeza de familia con hijo menor o con hijo o
cónyuge que sufra de discapacidad permanente, siempre y cuando haya estado bajo
su cuidado y, en ausencia de ella, el padre que se encuentre en las mismas
circunstancias.
El ingenio siempre está presto para satisfacer las necesidades del
mercado ofertando lo que la demanda reclama. No es, desde luego, lo mejor. Pero
parece que funciona y en mucho mayor medida de lo que uno pueda imaginar. La
única manera de evitar que esta mala práctica se extienda es impedir que estos
excesos se multipliquen. No hay ninguna razón valedera para involucrar en
acciones penales a quienes no tienen ningún motivo para aparecer siquiera como
sospechosos. (RG)
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