DE LUNES A LUNES
El artículo 54 de la Ley de Arbitraje,
promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, establece que “salvo acuerdo en
contrario de las partes, el tribunal arbitral decidirá la controversia en un
solo laudo o en tantos laudos parciales como estime necesarios.” La salvedad permite
que las partes convengan que la controversia se decida a través de un número
determinado de laudos o de uno preliminar y otro definitivo, en cuyo caso el
tribunal ya no podrá decidir cómo hacerlo sino limitarse a dar cumplimiento a
lo dispuesto por ellas.
A continuación, el artículo 55 precisa, en la
primera parte de su inciso 1, que “todo laudo deberá constar por escrito y ser
firmado por los árbitros, quienes podrán expresar su opinión discrepante.” Que
tenga que constar por escrito es obvio y que sea firmado por los árbitros
también, aunque justo es reconocer que la norma pudo decir “ser escrito y
firmado” y no lo dijo, lo que eventualmente abre la posibilidad para que el
laudo en efecto no sea redactado personalmente por los árbitros, lo que podría
parecer una herejía para algunos.
El artículo 32 estipula que la aceptación del
nombramiento “obliga a los árbitros y, en su caso, a la institución arbitral, a
cumplir el encargo, incurriendo si no lo hicieren, en responsabilidad por los
daños y perjuicios que causaren por dolo o culpa inexcusable.” Nada más.
El inciso 2 del artículo 52, por su parte, advierte
que “los árbitros tienen la obligación de votar en todas las decisiones. Si no
lo hacen, se considera que se adhieren a la decisión en mayoría o a la del
presidente, según corresponda”, precepto que está destinado a darle facilidades
al proceso para que camine rápidamente pero que al mismo tiempo refuerza la
idea de que los árbitros deciden pero no necesariamente elaboran los textos de
cada decisión o resolución como se suelen denominar, tarea que eventualmente
puede ser confiada a sus secretarios o demás asistentes aunque siempre
conservando ellos mismos la responsabilidad no sólo por el encargo sino por
todos los daños y perjuicios que pudieran ocasionar.
La reflexión trae a cuento cierta práctica judicial,
que era común en algunas salas de la corte, según refiere la tradición, en las
que, luego de escuchar los alegatos de las partes, los vocales ponían una letra
en la carátula del expediente que era la indicación para no olvidar lo
acordado, como podrían argüir algunos, o para que los auxiliares procedan a
redactar el texto de la resolución con la que se confirmaba o se revocaba la
sentencia apelada, como podrían aducir otros.
Dícese incluso que a menudo los ujieres tenían
redactados los textos con la debida anticipación con el objeto de tener
avanzadas las tareas y no quedarse trabajando hasta tarde y que en algunas
ocasiones se les desbarataba todo el esfuerzo y debían empezar de nuevo, porque
el borrador que habían preparado estaba orientado en un sentido, por ejemplo
para confirmar la sentencia, y los vocales finalmente decidían en otro, en
nuestro caso, revocándola.
La crónica da cuenta que en más de una oportunidad
los secretarios se negaron a rehacer sus textos y simplemente, para sorpresa de
sus superiores y de las partes en conflicto, optaron por acomodar los mismos
borradores en una rápida maniobra que invariablemente traía como resultado esas
resoluciones cuya lectura inicial apunta en una dirección y en el tramo final,
contra todo pronóstico, se remata velozmente en otra.
Obviamente eso no ocurre en el proceso
arbitral ni ocurre de seguro en el Poder Judicial de nuestros tiempos. La
referencia vale, en cualquier caso, para resaltar la importancia de la
responsabilidad que asume el árbitro en el ejercicio de una función
jurisdiccional reconocida por la Constitución Política del Perú. Él es el
responsable de todo lo que suscribe y él es el que dirige todo el proceso, sea
como árbitro único, como miembro de un colegiado o como presidente del propio
tribunal. Lo que haga en la intimidad de su despacho, confiando si le parece la
redacción de parte o del íntegro de sus resoluciones a sus abogados asistentes,
al secretario del proceso o a quien considere pertinente, también es su
responsabilidad. Lo que no debe hacer es imponer que tales asistentes sustenten
ante los demás miembros del tribunal sus posiciones porque eso sí sería poner
en evidencia su absoluto desconocimiento de las posiciones que asume.
EL EDITOR
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