DE LUNES A LUNES
Ricardo Gandolfo Cortés
Según la definición más extendida y recogida con
alguna variante por la Real Academia de la Lengua Española, la corrupción es
una práctica en la que se utilizan las prerrogativas y ventajas de la función,
generalmente pública, en provecho, económico o de otra índole, propio o de
terceros. Dentro de esa concepción, ¿cómo puede afectar la corrupción al
arbitraje y más precisamente al arbitraje en las contrataciones del Estado?
Intentemos algunas respuestas.
De un lado, puede construirse un proceso allí
donde no hay ninguno, como se ha comprobado recientemente. Con la complicidad
de alguna autoridad o sin ella, se puede recrear lo que nunca existió y llegar
al extremo de que sobre esa base se originen derechos y se consoliden y
transfieran propiedades. Es un exceso, sin duda, que más parece provenir de la
fantasía y de la ficción que de la realidad. Ocurrió, es cierto. Pero es
difícil de que se repita.
Una entidad, por otro lado, puede confabularse
con un proveedor para a través de un arbitraje aparentar deudas y ordenar pagos
que en circunstancias normales no deberían proceder. Pueden hacerlo con la
complicidad de los árbitros o a espaldas de ellos, sin comunicarles nada de lo
que han tramado. No parece fácil. Hacerlo con la colaboración del tribunal
sería menos complicado. Puede suceder.
Surge, sin embargo, una interrogante: La entidad
es consciente de que a su contratista le corresponde una ampliación de plazo
pero se niega a concedérsela por temor a la conocida acción punitiva de su
órgano de control. Le sugiere que lo solicite a través de un arbitraje. Lo que
se denomina un arbitraje conversado. ¿Es eso una práctica corrupta?
Increméntele la carga: El funcionario no sólo
sugiere un arbitraje. Cuando el proveedor le replica diciéndole que ir a un
arbitraje no le garantiza nada, la autoridad le ofrece elegir al árbitro cuyo
nombre ella se lo diga. Allí se abren dos opciones. Una, aquella en la que se
compromete a un árbitro al que se le explica el problema que se confronta y se
le pide que contribuya a una rápida resolución del asunto. Otra, aquella en la
que no se le dice nada al árbitro. El contratista se limita a dar su nombre en
el entendido de que la posición que suele adoptar es coincidente con la que se
necesita y que con toda seguridad va a conducirse en ese mismo sentido. ¿Son
prácticas corruptas? ¿Lo es la que compromete al árbitro y no aquella en la que
no se le dice nada?
Despéjese la inquietud considerando que es
frecuente que en el curso de determinados arbitrajes las partes de común
acuerdo pongan en conocimiento del tribunal su deseo de dar por terminado el
proceso por la vía de la transacción o de la conciliación pero que como ello
trae complicaciones para el funcionario, solicitan que se homologue el laudo
que no es otra cosa que elevar a esa categoría el convenio al que han arribado
las partes, lo que puede hacerse abiertamente, señalándolo claramente, o
indirectamente, sin decirlo, lo que ocurre cuando el tribunal hace suyo lo
pactado y le da la forma correspondiente. ¿Es eso corrupción?
Fabricar deudas inexistentes y disponer pagos
derivados de ellas, son actos corruptos. Delegar a un tribunal la decisión que
debe tomar una autoridad, no es corrupción, es evasión de responsabilidades que
ciertamente puede ser comprensible en algunos casos. Formar el tribunal en
contubernio entre las partes, es corrupción, aunque pueda parecer elemental
para dar cumplimiento al propósito que las anima. Comprometer a los árbitros
para que se conduzcan en un sentido o en otro, es peor, porque ya involucra a
otros actores y lesiona la majestad de la jurisdicción arbitral. Es como el
abrazo del oso: parece amigable pero puede terminar asfixiándote.
Para que haya corrupción en el desarrollo del
arbitraje mismo, por último, se necesita del concurso de cuando menos dos
árbitros que hagan mayoría y que puedan imponer la posición que adopten. Para
que eso suceda se requiere que ambas partes, entidad y contratista, coincidan
en el interés de perpetrar el ilícito. Basta que una parte actúe correctamente
para que elija a un árbitro serio y honesto con lo que el proceso está salvado.
Ese árbitro no va a nombrar como presidente del tribunal a quien no sea tan
serio y honesto como él, aun cuando el otro árbitro no lo sea. Así de simple.
Salvo claro, que la designación del tercero lo tenga que decidir una
institución arbitral y que no lo haga de la manera más adecuada. De allí la
importancia de la elección del presidente del tribunal y del rol que cumplen
las Cámaras de Comercio en el marco de la Ley de Arbitraje actualmente vigente
y del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado en el marco de la
Ley de Contrataciones del Estado así como de los centros de arbitraje en
general, para el caso de las controversias que se sujetan a sus normas y
reglamentos.
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