“Las controversias que surjan entre las partes
sobre la ejecución, interpretación, resolución, inexistencia, ineficacia,
nulidad o invalidez del contrato se resuelven mediante conciliación o
arbitraje, según el acuerdo de las partes”, dispone taxativamente el numeral
–como les gusta decir ahora a los especialistas– 52.1 de la Ley de Contrataciones del Estado. La
inmensa mayoría de esas controversias son en realidad reclamaciones que el
contratista le formula a la entidad y que se canalizan en un proceso arbitral. Según
un minucioso estudio realizado por la Pontificia Universidad Católica del Perú
a través de su Centro de Arbitraje, llega al 95 por ciento del total.
Algunos congresistas se preguntan la razón de
esta supuesto desbalance. La explicación es muy simple. El arbitraje es el
único mecanismo que tiene el contratista para canalizar un reclamo en el caso
de que estime que la entidad incumple su contrato. Si la figura es al revés, y
es la entidad la que entiende que el contratista ha incurrido en algún
incumplimiento pues tiene varias herramientas a la mano. En primer término,
aplica penalidades. En segundo lugar, asumiendo que el incumplimiento persiste,
resuelve el contrato. Si considera que debe ir más allá, ejecuta las fianzas
que tiene a su disposición. Por último, puede enviar al proveedor al Tribunal
de Contrataciones del Estado para que sea nada menos que inhabilitado para
intervenir en nuevos procesos de selección y ser contratado hasta por tres años
y, eventualmente, hasta para ser inhabilitado en forma definitiva con lo que es
eliminado del Registro Nacional de Proveedores.
Los pocos casos en los que la entidad es la que
inicia el arbitraje son aquellos en los que necesita liquidar el contrato para
cerrar el expediente y no hay acuerdo con el contratista o cuando éste último
resuelve el contrato y la entidad estima que ello no es procedente o que le
corresponde a ella y no a su proveedor tomar esa decisión. Pueden existir
otros, sin duda. Pero son los menos. Apenas el 5 por ciento del total.
Lo importante es que el arbitraje se constituye,
como todo mecanismo de solución de conflictos, en una herramienta para
restituir el desbalance que genera más bien el contrato al poner una serie de
opciones, como las señaladas, al alcance de la entidad y ninguna real y
efectiva al alcance del proveedor al que de tener un requerimiento insatisfecho
que estima viable, no le queda otro camino que ir al arbitraje, un camino
ciertamente infinitamente más rápido, pese a todas las críticas, que la vía
judicial.
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