El
predictamen conjunto recaído en los proyectos de Ley 5472/2022-PE, 5362/2022-CR
y 6475/2023-CR que propone aprobar la Ley General de Contrataciones Públicas le
ha cambiado el nombre a la norma cuya primera versión que data de 1997 se
denominaba Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado. Después en el
camino se apocopó y en el 2008 pasó a llamarse más propiamente Ley de
Contrataciones del Estado. Primero fue la Ley 26850, después el Decreto
Legislativo 1017 y finalmente la Ley 30225. Entre unas y otras hubieron otras
modificatorias pero en honor a la verdad todas observaron y respetaron las
líneas maestras del principio: unificación normativa, órgano regulador y
tribunal administrativo centralizado y solución de controversias a través de
medios alternativos, arbitraje, conciliación y más recientemente junta de
resolución de disputas. Esas columnas vertebrales de la normativa sobre
contratación pública fueron introducidas en el proyecto de la primera Ley que
yo elaboré hace 27 años.
No
sólo observaron y respetaron las líneas maestras sino que también conservaron
el esquema general regulatorio, con lo que se hizo siempre más fácil adecuarse
a los cambios, tanto para los funcionarios públicos encargados de su aplicación
como para los operadores privados encargados de formular propuestas para luego
suministrar bienes , prestar servicios y ejecutar obras.
El
original Consejo Superior de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, el
recordado CONSUCODE, también cambió de nombre y pasó a denominarse Organismo
Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE) como se llama hasta ahora.
Si prospera esta parte de la iniciativa en el futuro tendremos al Organismo
Especializado en las Contrataciones Públicas Eficientes (OECE) con lo que habrá
que cambiar logotipos, letreros, membretes, papeles, a nivel nacional, lo que
tiene un costo marginal significativo que no debería desdeñarse. Encima para
ponerle un nombre con un adjetivo que hace recordar a otros ensayos similares
como ese de la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios, que dejan entrever
que hay contrataciones y reconstrucciones ineficientes y sin cambio positivo
alguno.
Cambiando
nombres no se solucionan los problemas que confronta el desarrollo del país.
Cambiando leyes, ciertamente, tampoco. Pero las normas pueden y deben ir
adecuándose a los cambios que confronta la realidad. Para eso, sin embargo, no
se necesita modificar los nombres de las leyes ni de las instituciones.
Los
funcionarios públicos y los operadores privados del sistema tardaron mucho en
adecuarse a los nuevos nombres en cada oportunidad en que éstos se sustituyeron
por otros. Volver a someterlos a idéntico calvario, al margen de lo que
significará en gastos, es una desconsideración mayúscula e inaceptable. Ojalá
que se corrija. (RG)
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