domingo, 14 de marzo de 2021

Arbitrar adicionales en resguardo del trato justo e igualitario para todos

DE LUNES A LUNES

Hace diez años se presentó un proyecto de ley que planteaba derogar la prohibición de someter a arbitraje la decisión que adopta la entidad o la Contraloría General de la República respecto a la solicitud de aprobación de prestaciones adicionales así como las controversias relativas a la ejecución de adicionales de obra y mayores prestaciones de supervisión que requieran del pronunciamiento previo de la misma Contraloría.

El proyecto estimaba, con razón, que esta disposición es muy dañina y que la mayoría de prestaciones adicionales se presentan en los contratos de obra con el objeto de sincerar los proyectos de inversión en infraestructura y de subsanar las deficiencias que no se hubieren detectado en los estudios previos y en los expedientes técnicos que, por cierto, no desaparecen bloqueando la posibilidad de que las reclamaciones que generen se resuelvan en la vía arbitral. Todo lo contrario, los problemas que ocasionan se agudizan y el costo de los proyectos de multiplica.

El proyecto se sustentaba en una verdad de Perogrullo: Si en el expediente técnico no existe una partida de un costo significativo que resulta indispensable para culminar la ejecución de la obra, el contratista tiene que hacerla de todas maneras y naturalmente no puede asumirla con su peculio. Si la entidad no se la reconoce necesariamente tendrá que reclamársela en las vías que correspondan. Si se le impide ir al arbitraje irá –como que va actualmente– al Poder Judicial y eventualmente paralizará la obra, dilapidándose el presupuesto en gastos que podrían obviarse derogando la prohibición todavía vigente.

La propuesta admitía que ciertas malas prácticas podrían terminar reconociendo adicionales improcedentes –lo que, acoto ahora, cada vez se torna más difícil por la transparencia y publicidad que rodea la gestión pública– pero destacaba que, aún en ese improbable extremo, esas conductas no pueden en modo alguno desacreditar una institución como el arbitraje hasta el punto de exigir su desaparición de la solución de determinadas controversias en la contratación pública de la misma manera, digo yo, que la existencia de algunos jueces que incurren en las mismas malas prácticas no puede ser argumento para solicitar la clausura del Poder Judicial o la desaparición de esta vía para la resolución de determinados litigios.

El proyecto de entonces, para contrarrestar el riesgo o para mediatizarlo si se quiere, planteó que se certifiquen a los árbitros y que sus designaciones y decisiones sean difundidas para que los interesados y las propias autoridades puedan fiscalizarlos, algo que se hace desde mucho tiempo atrás con singular éxito a través de la confirmación de los árbitros que no están inscritos en los registros de las más prestigiosas instituciones arbitrales y de la divulgación mediante diversas plataformas informáticas de las nominaciones, recusaciones y demás actuaciones arbitrales.

El problema en realidad empezó en el 2002 cuando la propia Contraloría remitió al Congreso de la República un proyecto de nueva Ley Orgánica que incluía disposiciones que finalmente crearon esta jurisdicción especial en resguardo de las decisiones que ella adopta sobre presupuestos adicionales de obra y mayores prestaciones de supervisión que no pueden ser objeto de arbitraje porque conciernen, según sus promotores, a las atribuciones o funciones de imperio del Estado.

Hace diecinueve años cuestioné esa medida (PROPUESTA 44) y me pregunté si podían considerarse como concernientes a las atribuciones de imperio las decisiones que adopta la Contraloría en relación a los contratos que, como consecuencia de diversos procesos de selección, celebran las entidades del Estado. Si en la negociación y ejecución de esos mismos contratos, por mandato expreso de la Ley, las entidades se conducen como contraparte frente al postor al que se le adjudica la buena pro, ¿cómo es posible que sólo cuando intervenga el órgano de control las partes dejen de ser iguales entre sí?, ¿cómo es posible que aparezca una entidad y se convierta, por obra y gracia de lo dispuesto en su Ley Orgánica, en el sumo pontífice que aprueba o desaprueba lo hecho y lo por hacer sin siquiera tener cuerpos colegiados altamente especializados en las materias que son objeto de sus pronunciamientos?

El arbitraje se ha incorporado a la legislación sobre contrataciones del Estado precisamente para resolver por la vía más rápida y eficaz las discrepancias que se produzcan entre pares, entre iguales. En estos casos, las entidades no tienen ni ejercen atribuciones de imperio. Por eso mismo, porque no ejercen funciones de imperio, en el pasado, a falta de acuerdo, las controversias se dilucidaban en el Poder Judicial sin que ningún órgano reclame ninguna función de imperio. Luego se trasladaron a otra vía, de idéntica jerarquía pero de procedimientos más expeditivos. Eso a ciertos sectores no les gustó. Por eso recurrieron a las atribuciones de imperio. Como si bastase mencionarlas para que existan. No es posible, desde luego, parapetarse para pretender escabullirse del arbitraje detrás de atribuciones de imperio que no se alegaron en su momento para escabullirse del Poder Judicial ante la misma situación.

La Contraloría define, como última instancia, la aprobación de los presupuestos adicionales de obras que no pueda autorizar directamente la entidad, cualquiera que sea la fuente de financiamiento, así como las mayores prestaciones de supervisiones en los casos distintos a los de adicionales de obra. Que defina puede aceptarse aunque tiene sus bemoles porque no tiene expertos en absolutamente todas las disciplinas. Pero no puede hacerlo como última instancia y sin posibilidad alguna de las partes para recurrir a la vía arbitral como les faculta la ley de la materia. Según la Ley del Sistema Nacional de Control, estas controversias “no pueden ser sustraídas al pronunciamiento que compete a la Contraloría General.” ¿Por qué? ¿Desde cuándo? ¿Con qué fundamento?

No hay ninguna razón valedera.

Más bien hay una razón adicional que no había cuando se aprobó la prohibición. Es la inequidad que fluye de los tratados de libre comercio que el Perú ha suscrito con otras naciones en cuya virtud los contratos celebrados por las empresas de esos países están protegidos por una cláusula especial, esté o no incorporada en sus convenios, según la cual todas las reclamaciones que se susciten en su ejecución serán resueltas obligatoriamente mediante arbitraje. Los adicionales que se produzcan en tales circunstancias ¿irían a arbitraje si el contratista es una firma extranjera cubierta por un acuerdo internacional y al Poder Judicial si el contratista es una firma nacional o de algún país que no está cubierto por ningún acuerdo internacional? ¿Dónde queda el principio del trato justo e igualitario para todos?

Ojalá que el Congreso de la República, en algún momento, corrija los excesos de esta norma que acrecienta las conocidas prerrogativas del órgano de control y elimine de la Ley de Contrataciones del Estado el impedimento de arbitrar adicionales. La oportunidad puede ser propicia para iniciar un gran debate nacional en torno al rol de la Contraloría en un país como el nuestro, en vías de desarrollo, que reclama inversiones, garantías y fundamentalmente seguridad jurídica, requisito que sin ninguna duda ofrece la institución arbitral.

EL EDITOR

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