El
Estudio Echecopar, asociado a Baker & McKenzie International, celebró el
pasado viernes una nueva sesión de trabajo para sus clientes exclusivos
dedicada al arbitraje, en la que se invitó a nuestro editor a exponer su
experiencia en la materia, en una mesa sobre reglas del proceso que compartió
con la doctora Ana María Arrarte. Lo primero que se le preguntó fue si había
tenido casos con laudos parciales especialmente en arbitrajes de particular
complejidad como pueden ser los que se derivan de contratos de obra.
Gandolfo
dijo que recordaba uno relativo a un servicio que había concluido y en el que
el contratista conforme a ley había remitido a la entidad una liquidación, favorable
a él, que al no haber sido observada dentro del plazo previsto para el efecto,
había quedado aprobada. Luego de dos años, el contratista fue advertido de que
la entidad le estaba preparando una nueva liquidación de ese mismo contrato
pero con un saldo en su contra varias veces más elevado del saldo a su favor
que arrojaba la primera liquidación.
El contratista, después de verificar la
información recibida, acudió de inmediato al Poder Judicial y solicitó una
medida cautelar destinada a evitar que la entidad liquide el contrato y ejecute
las fianzas que todavía tenía pendientes. En paralelo solicitó un arbitraje con
el objeto de que se tenga por consentida la liquidación presentada al concluir
sus labores. La entidad contestó negando esa opción y reconviniendo a fin de
que se apruebe más bien la segunda liquidación –que efectivamente no sólo existía sino que ya estaba terminada– con el saldo a su favor varias veces mayor al saldo en su contra
que pretendía el contratista.
En la audiencia de instalación uno de
los árbitros propuso y los demás aceptaron examinar primero la procedencia de
la aprobación ficta de la primera liquidación, emitir un primer laudo, y según
lo que él determine, emitir un segundo laudo, en el entendido del contratista,
este último condicionado a que no se tenga por consentida la primera
liquidación. Estaba claro que el primero
iba a ser un laudo parcial.
En
el curso del proceso, el contratista no se limitó a sostener la aprobación
ficta de su liquidación sino que, para que no se crea que se escudaba en ese
derecho normativo, revisó y rechazó cada una de las diversas imputaciones
formuladas por la entidad para sustentar sus penalidades y demás sanciones que
conducían al monto al que ella aspiraba. Concluida la primera etapa, el tribunal
emitió por unanimidad un primer laudo que, como no podía ser de otro modo,
declaraba consentida la liquidación presentada por el contratista.
Lo
anecdótico del caso es que el tribunal pese a declarar lo señalado, dispuso
proseguir con la segunda etapa para verificar la procedencia de los pedidos
pecuniarios, un detalle a todas luces innecesario. El contratista objetó esa
decisión sin éxito. Se continuó con el proceso pero por fortuna se confirmaron
casi sin mayor variación las conclusiones de la primera liquidación a través de
una pericia de oficio que ordenó el tribunal que sea practicada por un experto
independiente.
No
es infrecuente, según nuestro editor, que a los árbitros se les ocurran salidas
que en lugar de aportar elementos útiles para encontrar la solución que se
busca, creen más bien obstáculos que en principio parece que complican el
panorama. Lo correcto, en tales circunstancias, es adaptarse y dar la pelea,
sin bajar la guardia, con la seguridad de que la verdad siempre se abre paso.
Otra
pregunta estuvo destinada a identificar las dificultades que enfrenta un
particular que obtiene un laudo favorable que obliga al Estado a pagar una
determinada suma de dinero. Gandolfo explicó que las dificultades son enormes y
que se resumen en la conocida premisa de que “las deudas viejas no se pagan y
las nuevas se dejan envejecer” que se le atribuye a un exitoso empresario de
las telecomunicaciones ya fallecido.
Un
proveedor serio sólo demanda cuando tienen fundadas razones para hacerlo y
porque sabe que tiene todas o las mayores posibilidades de ganar. En efecto,
habitualmente gana, quizás no todo lo que pretende pero gran parte. Pero eso no
le sirve de nada porque de ganar arbitrajes no vive. Vive de pagar sus
planillas, comprar sus máquinas y operar en el medio. En suma, de invertir. Y
si gana y no le pagan no tiene qué invertir. Así de simple.
Las
estadísticas revelan que los tribunales arbitrales le ordenan pagar al Estado
el 43 por ciento de lo que le reclaman y que el Estado sólo demanda en el 5 por
ciento de los casos. Con esos antecedentes, los resultados que obtiene no son
nada desalentadores. Si de ellos se deducen los procesos declarativos que lo
único que buscan es que se reconozcan derechos del contratista que nadie niega
pero que nadie también se atreve a firmar, pues se llegará, como quiere la
última modificatoria de la norma, a sincerar el número de arbitrajes y a no
multiplicarlos por todos los rincones del país.
Y
si de paso se obliga a los funcionarios públicos que representan los intereses
de todos a elegir árbitros de un registro especial o de las listas de un centro
acreditado ante el OSCE pues se ganará mucho más en la lucha por erradicar del
arbitraje las malas prácticas y los actos de corrupción.
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