DE LUNES A LUNES
El
arbitraje es un medio de solución de controversias cuya jurisdicción está
constitucionalmente reconocida y consagrada además en la mayoría de los
Tratados de Libre Comercio suscritos por el Perú.
En
los contratos que suscribe el Estado con sus proveedores es la forma en que se
dilucidan las discrepancias desde hace más de veinte años en la mayoría de los
casos en forma independiente, imparcial, rápida y eficaz, con lo que se ha
ganado mucho y han quedado en el olvido esos juicios de más de diez años en los
que se entrampaban diversas reclamaciones, por lo general muy justas, de
algunos ciudadanos que contratan con algunas entidades públicas que no les
cumplen sus obligaciones.
Desde
entonces nuestro país es reconocido internacionalmente como una sede de
arbitraje especializado al que recurren con bastante frecuencia litigantes de
otras naciones en busca de la justicia privada que se imparte de esta manera y
en la que se desarrollan múltiples eventos sobre el particular con gran
afluencia de expertos de todo el mundo.
Ello,
no obstante, de la mano con el crecimiento del arbitraje ha crecido también una
práctica cuestionable, que las últimas modificaciones legales pretenden desterrar,
en cuya virtud la mayoría de funcionarios públicos se abstienen de tomar
decisiones, generalmente en previsión de la acción de sus órganos de control
que con frecuencia les abren procesos de determinación de responsabilidades por
razones diversas, a efectos de que sean los tribunales arbitrales quienes las
adopten en su lugar. Esas acciones de control a menudo escalan hasta el Poder
Judicial y complican la vida de los funcionarios hasta cuando dejan de serlo.
Los juicios, como se sabe, duran demasiado y los persiguen hasta en su
jubilación. Por eso, comprensiblemente prefieren que otros decidan.
Estudios
de la Contraloría General de la República y de la Pontificia Universidad
Católica del Perú ponen en evidencia que el setenta y cinco por ciento de los arbitrajes
no son controversias sino pedidos para que se declaren derechos que la
administración se niega a reconocer. Me explico: usted es contratado para
prestar un servicio por sesenta días y, por circunstancias por completo ajenas
a su voluntad, el servicio se extiende treinta días más. Naturalmente tiene que
ser retribuido por esa ampliación de plazo. En los únicos casos en los que no
corresponde retribuir esa extensión es cuando el contrato es a suma alzada y la
ampliación es por una causa atribuible a usted mismo. Si contrata con un
carpintero para que le haga una mesa en dos meses y el carpintero se demora
más, pues no hay nada que adicionarle al pago convenido. Si, por el contrario,
es usted el que se atrasa en la entrega de la madera y tiene al carpintero
yendo a su oficina o a su casa para avanzar muy lentamente el trabajo, es obvio
que tiene que retribuirle pecuniariamente por el mayor plazo dedicado al
servicio.
Que
la mayoría de los casos sean cuestiones declarativas es el motivo por el que supuestamente
son favorables a los contratistas. No porque el Estado se defienda mal sino
porque al no tomar las decisiones que debe adoptar, cede esa prerrogativa a los
árbitros a quienes no les queda otra alternativa que hacer lo que ellos
debieron haber hecho.
No
hay que olvidar, de otro lado, que el Estado sólo demanda en el cinco por
ciento de los casos. Son los contratistas los que demandan en el noventa y
cinco por ciento de los casos. Eso no quiere decir que los proveedores cumplan
cabalmente con sus obligaciones contractuales. Lo que sucede es que cuando
ellos incumplen, las entidades públicas tienen hasta cinco medidas que pueden
adoptar sin tomarse la molestia de ir a un arbitraje: primero les dejan de
pagar, después les aplican las penalidades establecidas en los contratos, a
continuación les resuelven los mismos contratos, en seguida les ejecutan las
fianzas y si todavía está vivo el contratista, lo mandan al Tribunal de
Contrataciones del Estado para que lo inhabiliten.
En
cambio, cuando quienes incumplen sus obligaciones son las entidades, el
proveedor lo único que puede hacer es reclamar a través de un arbitraje.
Agréguese a ello el hecho cierto de que las entidades se esmeran en dilatar y
encarecer los procesos, con reiteradas recusaciones a los árbitros que el
proveedor designa o al presidente que eligen los árbitros designados por cada
parte, la institución arbitral o el Organismo Supervisor de las Contrataciones
del Estado, cuando corresponda.
Está
demostrado, sin embargo, que contratistas y entidades ganan y pierden los
arbitrajes más o menos en la misma medida. Lo que significa que el Estado se
defiende mucho mejor que lo que se piensa porque demandando sólo en el cinco
por ciento de los casos obtiene resultados favorables en la mitad de todos. Eso
quiere decir también, dicho sea de paso, que hay muchos proveedores que
reclaman lo que no les toca, al punto que en el veinticinco por ciento de los
casos los tribunales arbitrales no les reconocen ninguna de sus pretensiones.
Ganar
un arbitraje para un contratista serio no significa nada porque después viene
el calvario de la cobranza. Previamente la entidad suele interponer todos los
recursos de rectificación, integración y exclusión posibles y una vez resueltos
éstos, un recurso de anulación ante el Poder Judicial, como si fuera una
instancia más, cuando lo cierto es que el arbitraje, precisamente por su
carácter especializado es de instancia única y cuando esa articulación ante el
Poder Judicial sólo procede por las causales expresamente previstas en la ley
la que impide, bajo responsabilidad, pronunciarse sobre el fondo de la
controversia o sobre el contenido de la decisión así como calificar los
criterios, motivaciones o interpretaciones expuestas por los árbitros.
Cobrar
un laudo es toda una odisea de la que depende, en muchos casos, la
supervivencia o la quiebra de muchas empresas. Las entidades agotan los medios
para diferir su cumplimiento con la esperanza de que sea una nueva
administración la que tenga que asumir esa tarea. Por desgracia, como
consecuencia de las circunstancias que hoy agobian al arbitraje, muchos
árbitros están incurriendo en la misma práctica. Esto es, dilatando la
administración de justicia y ocasionando severos daños y perjuicios a quienes
aspiran a que se les haga justicia.
Esas
peripecias no las sufren, desde luego, quienes amañan arbitrajes e inventan
obligaciones que tribunales perfectamente consensuados resuelven velozmente y
que funcionarios diligentes pagan incluso antes de que venzan los plazos para
interponer los recursos que la ley franquea. Eso no es arbitraje. Es cualquier
cosa, menos arbitraje porque allí no hay litigio. Allí hay confabulación,
colusión, contubernio.
Hay
que perseguir y sancionar la corrupción con todo el peso de la ley. Desde
luego. Pero en ese afán no se puede arrasar con una institución como el
arbitraje que ha demostrado ser más rápida y eficaz que cualquier otro medio de
solución de controversias.
En
ese afán tampoco se puede llegar al extremo de sostener que las adendas que se
celebran sirven para sufragar los costos de las malas prácticas y de los actos
ilícitos que después se reclaman en el arbitraje. No niego que en algunos casos
puedan utilizarse para eso, pero no es fácil. Los adicionales por ejemplo sólo
proceden cuando son absolutamente indispensables para lograr el objeto de la
obra. En el ejemplo del carpintero, que ilustra perfectamente el caso,
imagínese que hace la mesa pero de tres patas y no de cuatro como se había
pactado. Argumenta que la madera entregada no alcanzaba para más. Usted insiste
en que le hubiera pedido más material y llegan a la conclusión que usted le
dará la madera que le falta y le pagará por el tiempo adicional que deberá
emplear para hacerla.
Otro
ejemplo: Usted construye un estadio y no pone las puertas de acceso porque no
estaban previstas ni en los planos ni en el presupuesto. Es obvio que un coloso
deportivo necesita de sus puertas para cerrarlas cuando esté vacío y para
abrirlas cuando vaya a realizarse algún espectáculo. Pues bien, si la
respectiva partida no estaba considerada hay que agregarla y naturalmente hay
que pagarla. Esos son adicionales, obras necesarias que deben hacerse y que
deben retribuirse.
Suena
ilógico que se diga que determinadas obras tienen sobrecostos excesivos cuando
no se han hecho peritajes que puedan demostrar si los montos gastados están
realmente invertidos en ella. Una inspección puede probar muy fácilmente lo que
cuesta una construcción, cualquiera que ésta sea. La suma que ella arroje es la
que debe compararse con la suma finalmente consignada como el costo de la obra.
Comparar el costo de la obra con el presupuesto original es absurdo porque este
último, como su nombre lo indica, es un conjunto de supuestos previos muy
preliminar que se ajusta durante la ejecución de la obra y que de ordinario ha
sido elaborado sobre la base de estudios previos que no cuentan con todas las
facilidades. Conocidos son los casos de grandes obras de la ingeniería mundial que
terminaron costando varias veces más sus valores de partida. Según estudios
recientes todas las obras tienen diversos porcentajes de adicionales de acuerdo
a sus especialidades.
Algo
que se ignora con frecuencia es que los adicionales de obra no pueden ser
sometidos a arbitraje por haberlo así dispuesto la Ley de Contrataciones del
Estado. Se trata de una disposición cuestionable porque condena al contratista
serio a tener que reclamar en el Poder Judicial y soplarse varios años por
obras que muy probablemente ha sido obligado a realizar y por las que no ha
recibido ninguna retribución. Es un extremo de la norma manifiestamente injusto
que no se advierte a simple vista. Al contratista no se le debería obligar a
ejecutar adicionales si no está de acuerdo en ellas y si no se le garantiza su
pago.
¿De
dónde sale entonces el dinero para las coimas que pagan algunos malos
contratistas por las obras que se les adjudican? La pregunta se cae de madura y
la respuesta no puede ser más lógica: sale de sus mismos ingresos. Reducen artificialmente
sus ganancias con el objeto de asegurarse las obras y en el camino van tratando
de ganar y recuperar en todos los frentes, poniendo menos fierro, menos
concreto, menos equipos, menos personal y tratando de soliviantar a quienes
deberían controlar sus trabajos. No de los adicionales.
¿Cuál
es la solución? Abrir más la contratación pública y transparentar todos los
actos. Cada vez es más difícil eludir la acción fiscalizadora de la opinión
pública pero de una opinión pública bien informada. Allí está la clave. De
paso, dotar a los estudios de presupuestos idóneos para que se puedan realizar
todas las perforaciones, análisis de suelos e investigaciones necesarias, en su
momento, para minimizar la incidencia de adicionales durante la ejecución de
las obras. Y empoderar a los buenos funcionarios para que tomen decisiones y no
sean perseguidos por ello.
EL
EDITOR
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