DE LUNES A
LUNES
Cuando hace dieciocho años propuse la
incorporación del arbitraje como medio de solución de controversias en el mundo
de la contratación pública, lo hice convencido de que era la única manera de
acabar con los litigios engorrosos que duraban varios años y que desgastaban y
arruinaban a quienes se animaban a enfrascarse en sus tortuosos vericuetos. Lo
incluí en el proyecto que elaboré y que se convertiría en la Ley 26850 después
de comprobar que los conflictos que se suscitaban en los contratos financiados
con créditos procedentes del exterior se resolvían de una forma rápida y eficaz
gracias a las cláusulas arbitrales que el Estado suscribía porque eran parte de
los convenios de préstamo.
Es verdad que las leyes de entonces dejaban
abierta la posibilidad de que las entidades públicas celebren contratos con
cláusulas de este tipo pero lo cierto es que ninguna lo hacía al menos para el
caso de las operaciones financiadas con fondos del tesoro que no debían
sujetarse a bases y términos de referencia elaborados por organismos
internacionales. La Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado –así
denominaba originalmente– las obligó a hacerlo con lo que se desató una
revolución jurisdiccional que democratizó el arbitraje, que estaba reservado
para grandes contratos comerciales o de inversión, llevándolo hasta los
rincones más apartados del país.
Esa explosión popular si bien contribuyó a
superar varios problemas, como era previsible, trajo otros generados por su
constante crecimiento, alimentado por algunas normas de control que
desalentaban a los funcionarios públicos a tomar determinadas decisiones para
evitar los procesos que se les abrían a todos aquellos que se atrevían a
arribar y suscribir acuerdos con sus proveedores con el objeto de salvar sus
contratos. Esas decisiones se trasladaron a la vía arbitral que terminó
sustituyendo a las autoridades. No está mal que así sea, pero mejor sería que
al arbitraje vayan sólo aquellas disputas en las que no hay posiciones
coincidentes porque es un medio de solución de discrepancias no una dependencia
de la administración pública que deba oficializar en última instancia lo que
corresponde hacer en cada caso.
Ese arbitraje en materia de contrataciones
públicas, sin embargo, nació con una peculiaridad que la diferenciaba
nítidamente del arbitraje comercial o de inversión: la transparencia. En el
entendido de que las cuestiones de los particulares sólo interesan a los
particulares y que las cuestiones del Estado interesan a todos, porque son los
fondos públicos los que están en juego, desde un principio, se dispuso que sean
difundidos los laudos con los que se pone fin a cada litigio. Más adelante se
extendió la exigencia y ahora se difunden las designaciones residuales que hace
el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado en defecto de las
partes o a falta de acuerdo en la elección del presidente del tribunal
arbitral, las resoluciones de recusación contra los árbitros así como otras
resoluciones vinculadas como por ejemplo las medidas cautelares que emiten los
jueces o aquellas otras con las que se deciden los recursos de anulación que se
interponen contra los laudos.
El paradigma de la confidencialidad con el que se
viste el arbitraje comercial y de inversión tiene también su excepción. La
propia Ley de Arbitraje, actualmente vigente, estipula, en el inciso 3 del
artículo 51, que “en todos los arbitrajes
regidos por este Decreto Legislativo en los que interviene el Estado peruano
como parte, las actuaciones arbitrales estarán sujetas a confidencialidad y el
laudo será público, una vez terminadas las actuaciones.” Previamente en el
inciso 1 del mismo artículo se preceptúa solemnemente que “salvo pacto en
contrario, el tribunal arbitral, el secretario, la institución arbitral y, en
su caso, los testigos, peritos y cualquier otro que intervenga en las
actuaciones arbitrales, están obligados a guardar confidencialidad sobre el
curso de las mismas, incluido el laudo, así como sobre cualquier información
que conozcan a través de dichas actuaciones, bajo responsabilidad.” El inciso 2
del mismo artículo 51 agrega que “este deber de confidencialidad también
alcanza a las partes, sus representantes y asesores legales, salvo cuando por
exigencia legal sea necesario hacer público las actuaciones o, en su caso, el
laudo para proteger o hacer cumplir un derecho o para interponer el recurso de
anulación o ejecutar el laudo en sede judicial.”
Ello, no
obstante, justo es reconocer que el asunto de la reserva está siendo revisado a
nivel mundial a propósito de los pleitos que enfrentan empresas de accionariado
difundido y cuyo resultado incide en el precio de los títulos que se cotizan en
las bolsas. El derecho de todo accionista, por pequeño que sea, a saber los
litigios en los que están involucradas las sociedades en las que tiene alguna
participación está por encima del deber de confidencialidad toda vez que si
toma conocimiento de los riesgos a los que se expone su inversión es probable
que decida vender antes de que su valor baje como consecuencia de esos
arbitrajes.
Es
cierto que en ocasiones en los arbitrajes se discuten y ventilan procedimientos
industriales, secretos de fábrica y otros detalles que de ser difundidos
podrían eventualmente poner en manos de la competencia de unos las claves de la
producción de otros perjudicándolos a estos últimos de manera irreversible. No
menos cierto es que la difusión de un proceso que confronta una determinada
empresa que cotiza en bolsa podría poner en riesgo el precio de sus acciones y
ni qué decir de la difusión de laudo que la puede condenar al pago de una
fuerte suma de dinero que debilitará considerablemente sus finanzas.
La
confidencialidad en el primer ejemplo pretende proteger las fórmulas y
procedimientos debidamente patentados. En el segundo caso aspira a ocultar
información fundamental que en realidad debería ser del dominio de accionistas,
potenciales compradores e interesados en general. Si las partes no desean que
sus desavenencias sean conocidas resulta indispensable que las resuelvan en
trato directo o conciliándolas sin la intervención de terceros o sin someterlas
a un proceso arbitral. Cuando menos si el Estado está de por medio, habida
cuenta de que, como queda dicho, allí donde éste interviene, las actuaciones
podrán estar sujetas a la reserva pero no el laudo, que deberá ser difundido.
Modernamente,
sin embargo, el Estado, no sólo a través de las distintas reparticiones de la
administración pública sino de sus propias empresas –cuyo número, giro y
actividades varía según el modelo económico que cada país adopte–, puede
encontrarse involucrado en arbitrajes en los que se discutan esos secretos
industriales o que se pongan en riesgo cotizaciones de bolsa de forma tal que
su sola presencia no necesariamente debería obligar a difundir la existencia de
los procesos, sus actuaciones y la forma en que concluyen, como tampoco su
ausencia debería obligar a guardar absoluta reserva sobre esos detalles.
Un
ejemplo ilustrativo en materia de contratación pública: El proceso arbitral que
le entabla al Estado un contratista por enriquecimiento indebido derivado de la
negativa de una determinada entidad de reconocer ciertas obligaciones
pecuniarias que no puede reclamar por otro concepto, ¿puede o no ser divulgado?
Su sola difusión podría alentar a otros contratistas, en condiciones
absolutamente iguales, a emprender idénticos procesos y a poner a la respectiva
repartición de la administración pública en el riesgo inminente de tener que
repetir el desembolso al que puede haber sido condenada, en forma ilimitada. ¿Eso
es correcto o no? Todo parece indicar que es correcto para proteger o hacer
cumplir un derecho, excepción a la que alude directamente el inciso 2 del
artículo 51 de la Ley de Arbitraje.
Un
factor adicional en favor de la transparencia es que ninguno de los delitos que
se han perpetrado a través de algún arbitraje y que han generado esta embestida
legislativa que se ha desatado en las últimas semanas contra este medio rápido
y eficaz de resolución de conflictos corresponde al ámbito de la contratación
pública. Todos ellos son arbitrajes comerciales de naturaleza civil,
inmobiliaria y contractual. La ola de proyectos de ley y de decretos
legislativos que se ha desencadenado es comprensible pero debería concentrarse
en lo más importante que sería dotar de mayor difusión absolutamente a todos
los procesos arbitrales, de manera muy particular a aquellos que comprenden la
transferencia de derechos sobre bienes inmuebles y muebles de registro
obligatorio.
El
arbitraje en contratación pública por esta vía le prestaría un servicio al
arbitraje comercial que no sería otra cosa que la devolución de un favor por
otro, habida cuenta de que la Ley de Arbitraje, promulgada mediante el Decreto
Legislativo 1017, entre otros aciertos, estipuló que para suspender la
ejecución de un laudo contra el que se ha interpuesto un recurso de anulación
es indispensable consignar ante la Corte una fianza por un monto equivalente al
que se ordena pagar. Esa exigencia elemental para devolverle su lugar al
recurso de anulación y para que deje de ser una instancia más, no se atrevió a
incorporarla la Ley de Contrataciones del Estado, cuya última versión vigente
fue promulgada mediante el Decreto Legislativo 1017. Lo hizo la Ley de
Arbitraje y es hora de agradecerle. Que ahora la Ley de Arbitraje reproduzca de
la Ley de Contrataciones del Estado la obligación de publicar los laudos y
demás detalles de los procesos arbitrales. Habrá algunas sorpresas pero sin
duda se evitarán problemas mayores. El antídoto de la transparencia con toda
seguridad coadyuvará a evitar nuevos actos de corrupción y nuevos delitos.
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