DE LUNES A LUNES
Ricardo Gandolfo Cortés
El
primer párrafo del artículo 45.1 de la Ley de Contrataciones del Estado refiere
que “las controversias que surjan entre las partes sobre la ejecución,
interpretación, resolución, inexistencia, ineficacia o invalidez del contrato
se resuelven mediante conciliación o arbitraje, según el acuerdo de las partes”
para luego añadir que “las controversias sobre la nulidad del contrato solo
pueden ser sometidas a arbitraje.”
Lo
primero que salta a la vista, al margen del texto recargado que en honor a la
verdad viene de normas anteriores, es esta última distinción. ¿Por qué los
conflictos que se generen como consecuencia de la nulidad del contrato tienen
un tratamiento distinto al que se les dispensa a aquellos que se generan como
consecuencia de la inexistencia, de la ineficacia o de la invalidez del
contrato? ¿Qué tienen de más o de menos unos respecto de otros?
No
hay una respuesta convincente. Por lo menos, nadie la ha ofrecido, hasta el
momento. Sin perjuicio de ello, se podría aventurar alguna hipótesis. Por
ejemplo, que la nulidad es de tal magnitud que no puede detenerse en cuestiones
preliminares sino que tiene que decidirse y definirse lo más pronto posible.
Adviértase
que un segundo párrafo del mismo acápite 45.1 refiere que “las partes pueden
recurrir a la Junta de Resolución de Disputas en las contrataciones de obras de
acuerdo al valor referencial y demás condiciones previstas en el reglamento,
siendo sus decisiones vinculantes” para luego dejar abierta una posibilidad
interesante:
“El
reglamento puede establecer otros medios de solución de controversias.”
El artículo 134
del primer Reglamento de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 039-98-PCM, en cuya
elaboración participé activamente, estableció visionariamente en 1998 que “sin
perjuicio de lo establecido en la Ley y en el presente reglamento, las partes
podrán acordar suspender el inicio o prosecución del procedimiento arbitral, a
fin de someterse de mutuo acuerdo a otros mecanismos alternativos para la
solución de conflictos, tales como la negociación asistida, la conciliación y
el peritaje.”
El mismo dispositivo refería, en el artículo 158, que
“en cualquier estado de la controversia y antes de la instalación del
arbitraje, las partes podrán acordar someter la solución de la misma a un
peritaje técnico. Para estos efectos, las partes designarán de común acuerdo al
perito, cuya decisión pondrá fin a la controversia en un plazo no mayor a
veinte (20) días luego de la aceptación del encargo formulado” para terminar
añadiendo que “cualquier controversia que surja respecto al peritaje, y que no
pueda ser resuelta directamente por las partes, dará lugar al reinicio del
procedimiento arbitral en el cual el o los árbitros evaluarán el mérito de la
pericia.”
No era un perito que se limitaba a elaborar un informe
que el tribunal arbitral podía o no considerar sino un perito que resolvía el
conflicto y en esa medida cumplía el rol del adjudicador en la junta de
resolución de disputas, salvando las distancias, naturalmente.
En la misma línea, se permitía, en el artículo 159, que
“antes de iniciado el proceso de designación de árbitros, las partes podrán
acordar la participación de un tercero especializado que contribuya a lograr
una solución negociada de la controversia” con cargo a que “el honorario de
este especialista será compartido por las partes proporcionalmente” y a que “en
caso que las partes logren un acuerdo satisfactorio en el proceso de
negociación asistida, éstas, conjuntamente con el tercero especializado,
suscribirán un documento en forma de transacción, con firmas legalizadas
conteniendo el acuerdo al que han llegado.”
A diferencia del peritaje previo, en la negociación asistida,
como su nombre lo indica, había espacio para que las partes puedan consensuar
sus posiciones en procura de un acuerdo que impida que el conflicto escale y
tome otras dimensiones.
Por último, este primer Reglamento también establecía,
en el artículo 160, que “antes de iniciado el proceso de designación de
árbitros, las partes podrán acordar someter la controversia a un Centro de
Conciliación debidamente constituido, conforme a la Ley de la materia.” El
precepto estaba consignado más para dar cumplimiento a la ley general pero no
de manera obligatoria sino opcional, condicionada al pacto al que eventualmente
podían llegar las partes, bien sea antes de suscribir el contrato, incluyendo
la cláusula respectiva dentro de su texto, o después, antes de empezar el
arbitraje.
Esta buena práctica de abrir frontalmente la Ley hacia
diversas formas y mecanismos de solución de controversias desapareció de las
siguientes normas aunque algunas dejaron entrever tímidamente y sin mayor éxito
que en el contrato se podían acordar algunas de ellas. Así por ejemplo, el último párrafo del
artículo 267 del Reglamento aprobado mediante Decreto Supremo 084-2004-EF
admitía que “en caso de que surgiese alguna controversia sobre la
resolución del contrato, cualquiera de las partes podrá recurrir a los
mecanismos de solución establecidos en la Ley, el Reglamento o en el contrato,
dentro del plazo de diez (10) días hábiles siguientes de la notificación de la
resolución, vencido el cual la resolución del contrato habrá quedado consentida.”
El mismo precepto repite el penúltimo párrafo del artículo 209 del Reglamento
aprobado mediante Decreto Supremo 184-2008-EF, modificado por el Decreto
Supremo 138-2012-EF.
En la parte final del segundo párrafo de la nueva Ley,
como queda anotado, se dice con más énfasis que “el reglamento puede establecer
otros medios de solución de controversias”, en adición a la junta de resolución
de disputas que incorpora. Y esa declaración más categórica da pie para
imaginar que se podrá dejar en libertad a las partes para que arreglen sus
diferencias creativamente, como lo hacían en un principio. Ojalá que el nuevo
Reglamento no lo olvide.
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