lunes, 11 de enero de 2021

Es hora de rescatar a la Contraloría

DE LUNES A LUNES

A la Contraloría General de la República se le exige que verifique hasta el más mínimo detalle de toda clase de inversiones sin advertir que su rol es el de supervisar la legalidad de la ejecución del presupuesto general de la República, de las operaciones de la deuda pública y de los actos de las instituciones sujetas a su ámbito, según lo expresamente dispuesto en el artículo 82 de la Constitución del Estado. No es, desde luego, hacerles la tarea ni cuestionar la que esas mismas instituciones hacen.

Es absurdo pretender que la Contraloría decida si los proyectistas de una obra de ingeniería han actuado correctamente en el ejercicio de sus funciones, si los científicos que eligen algunas vacunas para combatir la pandemia que azota al mundo han elegido la mejor opción o si las Fuerzas Armadas han adquirido aviones de combate, buques artillados, tanques todoterreno y material de guerra a precios razonables para las necesidades de la defensa nacional, para citar sólo tres casos patéticos cuya resolución demandaría obviamente contar con profesionales mucho más capacitados que aquellos que han adoptado las medidas que son materia de revisión.

Si quisiéramos que la CGR haga todo ello pues tendría que tener en la práctica, ella sí, todo un ejército de expertos de tales calificaciones que para ahorrarse procesos sería indispensable que ellos mismos hagan las adquisiciones que el país requiere para no tener que despilfarrar fondos y tiempos valiosos en organizar licitaciones y concursos en las dependencias de absolutamente todos los sectores de la administración pública. El gobierno de las naciones se divide en áreas en función de las especialidades de los funcionarios que las integran y que, precisamente en razón de su experiencia, conocimientos y formación profesional, están en condiciones de dirigirlas. Es imposible imaginar una entidad que pueda hacerlo todo o que pueda controlar que todo lo que hacen los demás, lo hagan siempre correctamente hasta en las cuestiones más específicas.

La legalidad a la que hace referencia la Constitución es la cualidad de cualquier acto de estar prescrito por ley y desarrollado conforme a ella. Si hay que cuidar la legalidad de la ejecución del presupuesto del sector público pues lo que corresponde es verificar si cada partida se ha invertido en aquello para lo que fue asignado y no desviado del destino dispuesto con antelación. Naturalmente que ello no excluye la posibilidad de activar alertas allí donde encuentre algún indicio de malversación o de un ilícito en el que eventualmente podrían haber incurrido ciertos funcionarios con el objeto de favorecer a determinado postor o de encarecer a su favor alguna prestación. Esa, sin embargo, debe ser la excepción y sólo prosperar en situaciones muy puntuales que requieran la apertura de una investigación especial dentro del marco de un debido proceso con la participación de expertos que pudieran ofrecer alcances concretos respecto de los delitos perpetrados para no incidir en el triste espectáculo de ordenar procesos que ponen en tela de juicio la idoneidad de cientos de servidores públicos que al cabo de un tiempo son liberados de toda responsabilidad después de haber manchado sus trayectorias innecesariamente y de haberlos sometido a ellos mismos al drama de tener que defenderse gastando lo que no tienen en abogados, peritos, trámites y diligencias absurdas que consumen gran parte de los años de su propia jubilación que debería destinarse al merecido descanso luego de toda una vida entregada a la nación.

Supervisar la legalidad de las operaciones de la deuda pública implica, a su turno, controlar que ésta no desborde los límites previstos por la normativa y que se honre en la forma pactada para no perjudicar los fondos del tesoro con mayores cargas impositivas de cualquier índole, mayores intereses y mayores comisiones financieras. Por último, supervisar los actos de las instituciones que se encuentran bajo su ámbito supone verificar que las decisiones que toman se ajusten a sus respectivos objetivos y que encajen dentro de los planes de trabajo y programas de inversión aprobados en su debida oportunidad.

El artículo 81 de la Constitución le encomienda a la Contraloría la elaboración de un informe de auditoría sobre la Cuenta General de la República, que reproduce lo hecho durante un ejercicio a diferencia del presupuesto que reproduce lo que se quiere hacer durante el mismo período. La Cuenta General es remitida por el Presidente al Congreso antes del 15 de agosto de cada año y es examinada y dictaminada por una comisión revisora para verse en el pleno hasta el 30 de octubre. Si el Parlamento no aprueba la respectiva ley hasta esa fecha, se envía el dictamen al Ejecutivo para que lo promulgue a través de un decreto legislativo.

El artículo 199 de la Carta le encarga, finalmente, supervisar a los gobiernos regionales y locales que a su vez son fiscalizados por sus propios órganos y por aquellos que tengan tal atribución por algún mandato constitucional o legal. La CGR organiza a tal efecto un sistema de control descentralizado y permanente que verifica, entre otras labores, que esos gobiernos formulen sus presupuestos con la participación de la población y rindan cuenta de la ejecución bajo responsabilidad.

La Contraloría por consiguiente es el aliado natural de los funcionarios que cumplen con sus obligaciones y no puede, en modo alguno, convertirse en enemiga de ellos ni en un obstáculo para el desarrollo nacional, papel que en ocasiones se encuentra forzada a asumir cuando los propios servidores públicos la terminan involucrando en operaciones en las que no debería tener ninguna participación. Es lo que sucede con frecuencia cuando las entidades se abstienen de dilucidar discrepancias y elegir alternativas de acción ante el temor de que los órganos de control detecten cierta inconsistencia en sus acciones y procedan a abrirles investigaciones destinadas a identificar indicios de la comisión de algún delito con lo que definitivamente arruinan sus carreras y los obligan a tener que cargar con su propia defensa que, como queda dicho, demanda costos elevados y tiempos valiosos.

Al renunciar a sus funciones también dejan el espacio para que los órganos que dependen de la CGR llenen los vacíos y sustituyan a quienes están mejor capacitados para resolver los problemas que surgen todos los días, con la ventaja adicional de que a ellos nadie les observará sus posiciones ni se atreverán a discutirlas o siquiera a ponerlas en tela de juicio, sin percatarse que la fórmula es perversa porque alienta un mecanismo equivocado que conduce, como no podría ser de otro modo, a decisiones igualmente equivocadas, centralizadas y burocráticas adoptadas por quienes no deben hacerlo.

El ejemplo clásico es el espesor del asfalto de una determinada carretera que el proyectista, experto seleccionado a través de un concurso con requisitos muy exigentes, diseña ligeramente por encima de la recomendación mínima de los reglamentos internacionales por cuanto en el país no hay balanzas que controlen las cargas que soportan las vías de comunicación y en consideración a la continua presencia de grandes camiones por tratarse la elegida de una zona minera de tráfico pesado y fluido. El órgano de control estima, de ordinario, que el especialista le ha generado un ingreso indebido al contratista y no sólo lo hace responsable del mayor costo de la obra sino que pretende que él reembolse ese exceso con lo que de seguro tendrá que perder toda la retribución recibida y mucho más.

Lo paradójico es que si por ventura el mismo profesional se hubiera ceñido a los niveles de grosor que recogen las normas y manuales y la pista se hubiera destrozado por el manifiesto y descontrolado sobrepeso que habría recibido, el mismo órgano dependiente de la CGR también lo hubiera hecho responsable y habría pretendido que él sufrague la reparación de la vía por no haber previsto ese riesgo evidente. Esto es, exactamente el mundo al revés. Culpable por poner de más y culpable por poner de menos. Eso pasa en todos los sectores, todos los días y en todos los contratos que suscriben las entidades del Estado y que están sujetas a esta clase de escrutinios.

Todo parece indicar, por otra parte, que el atraso en la adquisición de las vacunas para hacer frente al Covid-19 se ha ocasionado en el Perú por el temor de las autoridades a contraer compromisos con laboratorios que estaban en las etapas de experimentación y aún sin la aprobación indispensable para salir al mercado. Los otros países se nos adelantaron y ya están recibiendo sus primeras dosis, mucho antes que nosotros que, sin duda, también vamos a tener las nuestras pero a precios notoriamente más elevados, con notorio retraso y probablemente sin los más altos estándares de efectividad. Los contratos no se suscribían porque la legislación no permitía a las entidades celebrar convenios sobre bienes futuros no terminados. Hubo necesidad de expedir un decreto de urgencia para viabilizar el encargo pero las ofertas y el tiempo perdidos ya no podían recuperarse.

En breve aparecerán las denuncias contra los funcionarios que demoraron el proceso de adquisición de las vacunas y contra aquellos que compraron a precios más altos que el que han pagado los vecinos. Unos culpables por no comprar y otros culpables por comprar.

¿Por qué se niegan los funcionarios públicos a estampar sus firmas en estos documentos? Por la misma razón que no firman las cláusulas adicionales o adendas de los contratos que deben ampliar sus plazos o alcances. Porque una malhadada campaña destinada a confundir a la opinión pública ha hecho creer que para lo único que sirven estos papeles es para enriquecer a quienes trafican con los intereses nacionales. Si se conviene en comprar diez aviones de combate de determinadas características y en el camino se descubre que los precios de esas mismas unidades están por elevarse en forma considerable, pues se decide sobre la marcha adquirir cinco más. Nadie cree ese cuento y si por casualidad la operación prospera la autoridad responsable con toda seguridad será sometida a investigación. Pero lo será tanto por comprar los cinco aviones adicionales como por no hacerlo y desaprovechar esta ocasión tan beneficiosa para la economía del país.

No se puede vivir pensando que todos actúan movidos por el afán de delinquir y esquilmar los fondos públicos. Es verdad que hay mucha corrupción y que hay que perseguirla y combatirla con todo el peso de la ley. En ese afán sin embargo no se puede entorpecer o paralizar la ejecución de licitaciones y contratos destinados a fomentar el desarrollo nacional como desafortunadamente está ocurriendo desde un tiempo atrás. Hay que denunciar todos los ilícitos que se detecten pero no hay que detener por ningún motivo el progreso del país.

Es hora de revertir la tragedia descrita y de rescatar a la Contraloría General de la República para que haga la muy valiosa tarea que le corresponde y no obligarla a cumplir labores para las que no está preparada.

EL EDITOR

1 comentario:

  1. Y el tema de las asimetrías df información, como encara...? Creo que es un tema central df control. No basta con la legalidad de las actuaciones de los funcionarios públicos...

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