DE LUNES A LUNES
El
artículo 51 de la Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Legislativo
1071, estipula, en su primer inciso, que salvo pacto en contrario, el tribunal
arbitral, el secretario, la institución arbitral –si hubiere alguna– y, de ser
el caso, los testigos, peritos y cualquier otra persona que intervenga en el
proceso, están obligados a guardar confidencialidad sobre el curso de las
actuaciones así como sobre el laudo y cualquier otra información que conozcan
vinculada a la controversia, bajo responsabilidad.
Este
deber de confidencialidad también alcanza, según el segundo inciso, a las
partes, a sus representantes y asesores legales, salvo cuando por exigencia
legal sea necesario hacer de conocimiento público las actuaciones o el laudo
para proteger o hacer cumplir un derecho, para interponer el recurso de
anulación o para ejecutar el laudo en sede judicial.
Una
excepción parcial establece el tercer inciso del mismo artículo al disponer que
en los arbitrajes en los que interviene el Estado peruano como parte, las
actuaciones arbitrales estarán sujetas a confidencialidad pero el laudo será
público, una vez terminado el proceso. En armonía con ello, el inciso 3 del artículo
43 preceptúa que salvo acuerdo distinto de las partes o salvo que el tribunal
arbitral haya dispuesto lo contrario, todas las audiencias y reuniones serán
privadas.
La
Ley 30225 de Contrataciones del Estado estipula, en su artículo 45.1, que las
controversias que surjan entre las partes sobre la ejecución, interpretación,
resolución, inexistencia, ineficacia o invalidez del contrato que se suscriba
bajo su imperio, se resuelven mediante conciliación o arbitraje, según el
acuerdo de las partes.
El
artículo 240 del Reglamento de la LCE, aprobado mediante Decreto Supremo
344-2018-EF, a su turno, establece que los árbitros y las instituciones que
administran arbitrajes y otros medios de solución de controversias, según
corresponda, deben registrar en el SEACE, en las condiciones, forma y
oportunidad que disponga la respectiva Directiva, las resoluciones sobre
recusaciones; los laudos, sus rectificaciones, interpretaciones, integraciones
y exclusiones, las decisiones que ponen fin a los arbitrajes así como aquellas
que emiten las juntas de resolución de disputas; los dispositivos con los que
se imponen sanciones a árbitros y miembros de las JRD por infracción al Código
de Ética de la institución de la que se trate; la relación trimestral de
solicitudes de arbitraje ingresadas y los procesos en trámite y concluidos, con
indicación de la materia, nombre de las partes, representantes legales,
asesores o abogados, así como el de los árbitros y del secretario a cargo del
caso; la nómina de árbitros de la institución que declara, actualizada y con la
información de cada uno de ellos; y las actas de instalación de cada proceso a
su cargo.
Tal
nivel de detalle respecto de cada arbitraje hace añicos la confidencialidad y la
privacidad al punto que la sujeción a la Ley de Arbitraje, consagrada en el
inciso b) del artículo 41 de la primera Ley de Contrataciones del Estado 26850,
que data de 1997, termina en subordinación con el paso de los años, como lo
confirma el artículo 45.11 de la Ley vigente, veintitrés años después, que la
considera simplemente como norma supletoria.
Ello
no está mal, al menos en lo que a la transparencia se refiere en el entendido,
que he repetido insistentemente, de que las cuestiones de los particulares sólo
interesan a los particulares y las cuestiones del Estado interesan a todos,
principio, que, sin embargo, personalmente he empezado a revisar en los últimos
años a la luz del derecho a la información que le asiste, por ejemplo, al socio
minoritario de una empresa que cotiza en la bolsa de valores y que no le reporta
el arbitraje que tiene en curso y que eventualmente puede traer abajo el precio
de su acción.
Con
todo derecho ese accionista puede reclamarle a la empresa no haber sido
informado de ese riesgo y responsabilizarla por el perjuicio económico que le
ocasiona. Si hubiera sido notificado del arbitraje y de sus implicancias
probablemente habría vendido su acción antes de que ésta se deteriore en el
mercado y habría salvado su inversión. La cadena puede continuar y quien le
compra también debería saber a dónde se mete y se llega a la conclusión de que
las cuestiones de los particulares pueden interesarles a todos, tanto como las
cuestiones del Estado y colegir que la confidencialidad no beneficia a nadie.
En
ese contexto quien le compra la acción al socio que vende ante el temor de que
ella baje lo hace debidamente informado posiblemente en la creencia de que la
empresa va a salir bien librada del arbitraje o haciendo una apuesta a futuro:
adquiere a precio bajo con la esperanza de que pasada la tormenta recobre y
supere sus niveles anteriores. Cualquier especulación es válida pero todas
ellas se generan a partir de la información existente, sin reserva y sin
ocultar nada.
Creo
que eso anima a quienes proponen revisar el principio de la confidencialidad en
el arbitraje tanto comercial como de inversiones. La falta de transparencia
genera más daños que beneficios. Es hora de propiciar más información y de
llevar los avances de la Ley de Contrataciones del Estado en esta materia hacia
la Ley de Arbitraje.
EL EDITOR
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