El hecho de que las entidades pierdan la mayoría de
sus arbitrajes no es indicio de ninguna clase de corrupción, de ningún delito o
de ninguna mala práctica. En el Poder Judicial y en todas partes también sucede
lo mismo. La abrumadora mayoría de las veces ganan quienes demandan, que para
eso es que reclaman. Los casos en los que quienes son demandados voltean el
proceso y revierten o reconvienen con éxito, son los menos. Y es lógico que así
sea, en circunstancias normales. Más aún en los arbitrajes con el Estado, en
los que en el 95 por ciento de los casos quien demanda es el particular y en los que en el 75 por ciento de los casos
lo que reclama es que se le reconozcan derechos sobre los que las entidades prefieren
no pronunciarse por temor a las acciones de control de sus propios órganos
internos.
Si se empodera a los funcionarios públicos, se les
impide que dilaten y encarezcan innecesariamente procesos en los que su
posición no tiene ninguna posibilidad de prosperar, como pretenden las últimas
modificaciones legislativas, y se les garantiza a ellos mismos que no serán
cuestionados por las decisiones que adopten, se sincerará el número de
arbitrajes y sólo los verdaderas controversias escalarán a estas instancias.
Si en el camino se prohíbe recusar sin fundamento,
recurrir al Poder Judicial sin razón alguna, presentar articulaciones sin sustento
y presionar a los árbitros como se está haciendo en la actualidad para que
tuerzan el sentido de sus votos, se habrá avanzado positivamente. No se puede
contrarrestar los delitos perpetrando otros.
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