DE LUNES A LUNES
Según
el artículo 34 del Reglamento de Arbitraje de la Cámara de Comercio
Internacional (ICC) con sede en París, reconocida como líder mundial en
resolución de controversias, antes de que se firme un laudo, el tribunal
arbitral debe someterlo, en forma de proyecto, a la Corte, la que podrá ordenar
las modificaciones formales que estime pertinentes y, respetando la libertad
del colegiado, podrá llamar su atención sobre algunos puntos relacionados con
el fondo del conflicto, destacándose que ningún laudo podrá ser dictado antes
de haber sido aprobado por la Corte.
Es
el trámite que la doctrina conoce como confirmación del laudo y que despierta
mucha polémica en todas partes. Ello, no obstante, justo es reconocer que el
prestigio de la Corte Internacional de Arbitraje descansa precisamente en ese
trámite que la distingue de otras instituciones similares que organizan y
administran procesos, designan árbitros en defecto de las partes, ratifican en
ocasiones a aquellos que no están inscritos en sus registros, resuelven
recusaciones y archivan laudos, tareas a menudo ingratas que por cierto ocupan
buena parte del tiempo de sus consejos o comités cuyos miembros se desempeñan
mayormente en forma ad honoren o percibiendo dietas que no compensan ni el
esfuerzo ni el riesgo de perder amigos y ganar animadversiones.
Hace
algunos años propuse, sin éxito, incorporar en el Perú la confirmación del
laudo para dotarle a esta decisión de una solidez mayor y del respaldo efectivo
del centro de arbitraje desde donde se emite. Se dijo entonces que una medida
como esa ahuyentaría a los usuarios del sistema que migrarían hacia otras
instituciones que no considerasen esa opción o que recurrirían al arbitraje ad
hoc en busca de una resolución de conflictos más rápida y eficaz. También se
sostuvo que este trámite dilataría y encarecería el proceso habida cuenta de
que necesariamente habría que establecer un plazo para la revisión del respectivo
proyecto y un costo que tendrían que asumir las partes para pagar por este
servicio que definitivamente ya no podría estar comprendido dentro de esas
labores habituales de los consejos o cortes que dirigen los centros.
Las
recientes denuncias e investigaciones que involucran a algunos árbitros han
generado una especie de reacción inversa en cuya virtud varios profesionales
prefieren abstenerse de integrar nuevos tribunales para dirimir conflictos en
los que participa el Estado con lo que los usuarios del sistema están
legítimamente interesados en migrar no hacia otras instituciones o hacia otras
modalidades de arbitraje sino hacia otros países y hacia regímenes
internacionales en busca de las garantías que en la actualidad el arbitraje
nacional no está ofreciendo.
Evidentemente
las presiones no llegan hasta los árbitros de otros países o hasta las
instituciones arbitrales internacionales. Incluso se ha planteado la
posibilidad de crear convenios recíprocos entre centros de arbitraje en cuya
virtud los árbitros de un país vecino administrarían procesos en el Perú con
cargo a que los árbitros nacionales administren los procesos en ese otro país.
Lo lamentable es que ningún país tiene la cantidad de arbitrajes que hay aquí.
Lo que hasta hace poco era para el Perú su valor agregado ahora se vuelve en su
contra. No habrá proporcionalidad, sin duda, pero habrá reciprocidad y en algo
avanzaremos porque abriremos esta posibilidad de intercambio con varios países,
sin necesidad de concentrarnos en uno solo. Pero admitamos que es una
alternativa complicada y de alto costo cuya implementación tomará su tiempo.
En
materia de contratación pública un escollo para designar árbitros extranjeros
es la exigencia, prevista en el artículo 45.15 de la Ley 30225, modificada
sucesivamente por los Decretos Legislativos 1341 y 1444, de un lado, de la
especialización acreditada en derecho administrativo, arbitraje y
contrataciones con el Estado que debe tener el árbitro único o por el
presidente del tribunal, y, de otro lado, del conocimiento en contrataciones
con el Estado, que deben tener los otros integrantes del tribunal, requisitos
todos ellos difíciles de lograr para un profesional de otro país.
Por
si ello no fuera poco, deben estar inscritos en el Registro Nacional de
Árbitros administrado por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del
Estado el árbitro que designen las entidades públicas y el árbitro que se tenga
que elegir en defecto de las partes, tanto en el arbitraje institucional como
en el arbitraje ad hoc, a juzgar por lo dispuesto en el artículo 45.16 de la
misma Ley, concordado con el artículo 232 de su Reglamento, aprobado mediante
Decreto Supremo 344-2018-EF. Lo primero es una medida reiteradamente solicitada
para evitar que se elijan árbitros sin experiencia ni solvencia cuando menos
por parte del Estado cuyos intereses nos corresponde cautelar a todos. Que el
particular elija en pleno ejercicio de su libertad es su derecho y su riesgo.
Si nombra a quien no debe, no tendrá luego a quien quejarse. Finalmente es su
inversión y sólo a él le interesa protegerla.
El
riesgo de ahuyentar a los operadores, sin embargo, se ha concretado pero no por
introducir en el sistema la confirmación del laudo sino por las consecuencias
que los más recientes escándalos han generado al punto que el arbitraje está
empezando a perder injustamente la confianza de la que goza. No es posible que
algunas empresas corruptas que se coludían con algunos funcionarios públicos
para organizar arbitrajes amañados, que obtenían sus laudos en plazos muy
cortos y que cobraban sus acreencias de inmediato, en ocasiones incluso antes
de que venza el plazo para recurrir al Poder Judicial, puedan traerse abajo un
sistema construido seria y profesionalmente. Esos casos, son los menos. Pero
son los que atraen la atención de la opinión pública.
La
mayoría de contratistas recurre al arbitraje para reclamar lo que en justicia
les corresponde. Debería ganar, obviamente. A veces no ganan porque no plantean
bien sus pretensiones o porque se equivocan en el procedimiento. Pero siempre
sufren la acción depredadora de algunos procuradores que se dedican a dilatar,
obstaculizar y encarecer el reclamo con recusaciones sin fundamento,
reconsideraciones absurdas y pedidos inviables. Como contrapartida, es verdad
que también hay procuradores muy profesionales que sacan adelante sus procesos
sin artilugios, con argumentos válidos y posiciones debidamente sustentadas. A
veces pierden, a veces ganan.
Antes
de que se desate la estampida es oportuno revisar la confirmación del laudo
como una alternativa de emergencia para recobrar la confianza y para asegurar a
las partes que la decisión que adopten los tribunales va a ser analizada antes
de ser emitida. Ello exigirá, sin duda, reformular los honorarios arbitrales
para incluir la que en su momento denominé como “la fórmula del cuarto árbitro”
que permitiría dividir el monto pagado ya no entre tres sino entre cuatro
árbitros, los tres que integran el tribunal y el árbitro revisor que podría
rotar entre los miembros de la Corte o de una comisión especialmente designada para
estos efectos, integrada por profesionales de inobjetable trayectoria y amplia
experiencia, cuyo único impedimento
sería el de no poder ser designados por su propio centro como árbitros.
Es
indispensable que sean árbitros porque sólo los árbitros pueden entender
cabalmente como funciona este sistema y sólo ellos pueden encontrar la forma de
superar los obstáculos que se presentan en cada caso. No dejarán de arbitrar.
Incluso podrán seguir arbitrando en el mismo centro cuya Corte integran, con
cargo a abstenerse obviamente en la eventualidad de que el colegiado del que
forman parte tenga que resolver algún asunto en el que estén involucrados sea
como árbitros, como abogados o en cualquier otra posición.
Una
opción intermedia es incorporar la confirmación del laudo sólo para
determinados casos, por ejemplo para aquellos cuya cuantía supera los cinco
millones de soles. El artículo 225.3 del Reglamento estipula, por de pronto,
que las partes pueden recurrir al arbitraje ad hoc cuando las controversias se
deriven de contratos suscritos por montos menores o iguales precisamente a
cinco millones de soles, lo que significa que por encima de esa valla todos los
arbitrajes serán institucionales. Si esa misma suma va a ser el límite para la
confirmación de laudos, estaría claro que ello sólo operaría, como no podría
ser de otra forma, para arbitrajes institucionales.
Otra
alternativa es introducir la confirmación del laudo de manera voluntaria y no
obligatoria a efectos de que las partes que así lo decidan la incluyan en sus
cláusulas arbitrales, en este caso con independencia del monto de la cuantía
que esté en discusión, condicionado únicamente a que paguen la tasa que se
establezca para ese efecto.
El
artículo 60 de la antigua Ley de Arbitraje 26572, que estuvo vigente entre el 6
de enero de 1996 y el 31 de agosto del 2008, permitía una segunda instancia que
podía ser ante otro tribunal arbitral o directamente ante el Poder Judicial, en
cualquiera de esos casos si es que estuviera pactada en el convenio o si
estuviera previsto en el reglamento de la institución arbitral a la que las
partes hubieran sometido la controversia. A falta de acuerdo expreso o en caso
de duda, la norma entendía que podía interponerse un recurso de apelación ante
una segunda instancia arbitral.
El
recurso de apelación tenía por objeto, según lo indicaba el segundo párrafo del
mismo artículo 60, la revisión de los fundamentos expuestos por las partes, de
las pruebas actuadas y, en su caso, de la aplicación e interpretación del
derecho. Se resolvía confirmando o revocando el laudo, total o parcialmente.
La
Ley de Arbitraje promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, actualmente
vigente, proscribió para todos los efectos la doble instancia, al consagrar en el
inciso 1 de su artículo 59 que todo laudo es definitivo, inapelable y de
obligatorio cumplimiento, disposición que coincide con la que invariablemente
ha consagrado la Ley de Contrataciones del Estado desde 1997, precisamente en
el afán de evitar que los procesos que se deriven de los contratos suscritos
bajo su imperio terminen inevitablemente en el Poder Judicial, dilatando y
encareciendo los reclamos, sin presagiar siquiera que a través de una perversa
y equivocada aplicación del recurso de anulación, previsto en el artículo 62
sólo para cuestiones formales, se iba a lograr lo mismo. Contra eso también se
han aprobado nuevas normas y se espera que la tendencia se invierta en el
futuro inmediato.
Mientras
tanto, la confirmación del laudo, sin llegar a constituir una segunda
instancia, sin duda, le ofrece al arbitraje la garantía de esa revisión rápida
y eficaz que, en opinión de algunos, aportaba ese examen adicional. Desde luego
que, sin extender los plazos en demasía, y contra un pago opcional quizás pueda
dotarles de la fortaleza que necesitan tanto el documento mismo como la
institución tan vapuleada últimamente.
EL
EDITOR
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