DE LUNES A LUNES
Existe una extendida
creencia de que el arbitraje, en las adjudicaciones del Estado, se inicia
cuando acaba el contrato acumulando todas las reclamaciones posibles y que eso
precisamente le impide resolver algunas controversias que deberían solucionarse
en el camino, en plena ejecución de la prestación de la que se origina. Es más,
es una de las objeciones que se le hacen cuando se quiere cuestionar su
utilidad.
Nada más alejado de la
realidad. Ciertamente debería propiciarse que el arbitraje empiece cuando ha
terminado el contrato para no contaminarlo con las discrepancias que
eventualmente podrían enfrentar a las partes. Al menos, en todas aquellas
pretensiones que no afectan su continuación. Pero no es así. Desde hace algunos
años, hasta la propia normativa obliga a arrancar el proceso dentro de plazos
muy puntuales bajo apercibimiento de perder el derecho de accionar.
En un principio la Ley
facultaba a solicitar el arbitraje en cualquier momento hasta antes de la conclusión
del contrato. Más adelante, el Reglamento quiso exceptuar de esta prerrogativa
a determinadas materias, tales como nulidad, resolución y liquidación del
contrato, ampliación de plazo, recepción y conformidad, valorizaciones y
metrados, cuyas reclamaciones debían formularse dentro de los quince días
hábiles siguientes a aquel en que se toma conocimiento del hecho que se
controvertirá. Inmediatamente se advirtió la contradicción entre una y otra
disposición optándose en la mayoría de los casos por aquella que exhibía mayor
jerarquía normativa en el entendido –además– de que los plazos de caducidad
sólo pueden ser fijados por ley.
Posteriormente, en el
Decreto Legislativo 1017, se decidió incorporar esos plazos perentorios dentro
de la Ley, a fin de asegurar su aplicación, y para calmar a quienes aducían que
no eran los adecuados después, en la Ley 30225 se los duplicó, de quince
pasaron a ser treinta días. Como si el problema fueran los plazos. La
referencia, sin embargo, sirve para acreditar de manera inobjetable que es la
propia normativa la que obliga a iniciar los procesos de reclamación sobre la
marcha, sin esperar el final del contrato.
Lo más aconsejable es
dejar en libertad a las partes para que planteen sus quejas cuando lo estimen
pertinente. A veces hay pretensiones que se diluyen con el paso del tiempo y
que se compensan unas con otras al punto que el proveedor, que no vive del
litigio, se abstiene de reclamar porque lo considera innecesario o poco viable.
Prefiere concentrarse en su trabajo y buscar otro para no tener a su personal
en compás de espera o sin producir. En ocasiones también hay otras que se
difieren para cuando acabe el contrato en la esperanza en que puedan también
diluirse o con el propósito de que se junten con otras para concentrar todas en
un solo arbitraje que no enfrenta a las partes en plena ejecución, que produce
cierta economía procesal y otros beneficios colaterales.
EL EDITOR
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