El
viernes 27 la Contraloría General de la República difundió los resultados de un
estudio sobre arbitraje en contrataciones públicas según el cual el Estado
perdió, entre el 2003 y el 2013 el 70% de los casos. La muestra comprende un
total de 2,796 laudos pero no distingue, hasta donde tenemos entendido, los
procesos en los que el contratista gana una parte y pierde otra. Tampoco indica
cuántos de esos laudos finalmente han sido pagados por las entidades a sus
proveedores, un dato importante que puede contribuir a sincerar la muestra.
El
estudio no diferencia los casos en los que efectivamente hay una controversia
de aquellos en los que la entidad se niega a pronunciar respecto de alguna
solicitud del contratista, a sabiendas de que lo que pide es procedente,
obligándolo a acudir a la vía arbitral para que el tribunal se limite a
incorporar dentro del laudo lo que ambas partes postulan pero que no se atreven
a sostener públicamente. Ahí no hay arbitraje. Hay temores, probablemente
justificados, respecto de la actitud que adoptan precisamente los órganos de
control en perjuicio de los funcionarios que buscan soluciones rápidas para
superar los problemas que se presentan.
Es
verdad que la Contraloría no culpa de estos resultados al arbitraje sino a los
funcionarios que, según ella, no conducen adecuadamente los procesos de
gestión, lo que también es cierto pero se debe fundamentalmente a los
insuficientes valores referenciales con los que se convocan las licitaciones y
concursos que provocan contratos sin equilibrio entre lo que se pide y lo que
se paga por eso que se pide.
En
el fondo no debería llamar la atención, aun en la hipótesis de que estos
resultados sean reales, que el Estado pierda la mayoría de arbitrajes, porque
este medio de solución de conflictos es la única opción que tienen los
proveedores para reclamarle cuando el Estado incumple sus obligaciones. En
cambio cuando el que incumple es el contratista, el Estado tiene hasta cinco
acciones que puede adoptar sin necesidad de tomarse la molestia de iniciar un
arbitraje: primero le deja de pagar, con lo que lo empieza a ahorcar
económicamente; después le aplica las penalidades pactadas, con lo que le
estrangula la caja; en tercer lugar, le resuelve el contrato para ponerlo en la
calle; en cuarto lugar, no contento con todo ello, le ejecuta las fianzas, con
lo que virtualmente lo manda a la bancarrota; y, por si todo ello no fuera
suficiente, para rematarlo, lo manda al Tribunal de Contrataciones del Estado
para que lo inhabiliten, con lo que lo desaparece del mapa. Es por eso que la mayoría
de los arbitrajes los inicia el proveedor, casi nunca la entidad.
Una
buena medida, aparte de sincerar la muestra y hacerla más compatible con otros
estudios que arrojan otros resultados, sería la de reformular el rol de los
órganos de control para que no sean los temibles fantasmas de la administración
pública sino para que sean aliados naturales en la tarea de consolidar el
desarrollo nacional.
Admítase,
empero, que es bueno reconocer públicamente que los problemas no se pueden
atribuir al arbitraje que como mecanismo de solución rápida, especializada y
eficaz de controversias ha probado ser de lo mejor.
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