DE LUNES A LUNES
¿Por qué no están en prisión los árbitros que
favorecieron a las empresas del denominado Club de la Construcción?
La pregunta se repite desde tiempo atrás. Y la
respuesta es posible que sea una sola: No hay ninguna prueba que los incrimine.
Así de simple. No lo digo categóricamente. Digo que es posible, porque no
conozco el detalle de cada caso. Pero me limito a analizar cuestiones generales
y elementales que conducen inexorablemente a la misma conclusión.
Hay que distinguir escenarios. El denominado Club de
la Construcción está o estuvo conformado por diversas empresas que se
repartieron en el pasado algunos de los contratos de ejecución de obra más
importantes del país con la complicidad de las autoridades que debían
adjudicarlos, se supone, que en aplicación de las normas vigentes sobre la
materia.
Operaba como un cartel y bajo un sistema rotativo para
asegurar que todos los miembros del club obtengan sus contratos de acuerdo a
los estándares convenidos sin que tengan que encontrarse en la necesidad de disputarse
las licitaciones y sin el requisito, común en estos menesteres, de reducir los
precios con los que competían, para no dejar dinero en la mesa y arrasar con lo
máximo que se pueda en cada ocasión. Los funcionarios involucrados en el
ilícito tenían que garantizar, a su turno, que nadie ajeno a la mafia ingrese y
se mantenga en el proceso porque podía poner en alto riesgo la consecución de
los objetivos que la animaban. Bastaba con que un intruso no invitado al ágape
ponga un monto por debajo de los otros y se venía por los suelos todo el
tinglado.
Se vulneraba de esa manera el ineludible mandato
constitucional de adjudicar los contratos por concurso habida cuenta de que
desaparecía la competencia y se amañaban los resultados que giraban siempre
entre los mismos miembros del cartel.
Ello, no obstante, los contratos así obtenidos eran
ejecutados en su gran mayoría con altos niveles de eficiencia y calidad, en
armonía con las exigencias de los expedientes técnicos y demás estudios
elaborados con el fin de diseñar sus alcances. Como es habitual, en algunas
obras los presupuestos eran insuficientes y había que incrementarlos para
cubrir todas las obligaciones previstas. En otras hubo que aprobar prestaciones
adicionales pero hasta donde se sabe incluso éstas estuvieron siempre por
debajo de los promedios habituales en cada sector. Con esos antecedentes era
virtualmente imposible sospechar siquiera alguna inconducta en todo el proceso
desde el inicio hasta la conclusión de los contratos.
Desde luego hubo algunas discrepancias entre entidades
y contratistas. Me imagino que de seguro entre autoridades nuevas que no
participaron en los contubernios que permitieron la celebración de cada
contrato con cada proveedor o entre aquellas que sí intervinieron pero que en
resguardo de las acciones de control que podrían sobrevenir prefirieron no
conciliar determinadas diferencias. En este otro escenario los particulares
debieron iniciar procesos arbitrales para que los árbitros definan lo que
corresponda.
En líneas generales en un arbitraje, como se sabe,
cada parte designa a un árbitro y los árbitros así designados eligen a un
tercer árbitro que será el presidente del tribunal que se constituya para
resolver la controversia que se somete a su competencia. No se puede descartar
que algunos funcionarios se pongan de acuerdo con los contratistas para nombrar
árbitros que se avengan a perpetrar y apañar pretensiones ilícitas y sin
fundamento. Pero ciertamente no es frecuente, por dos razones. La primera es
que no es fácil crear una pretensión de la nada. Por ejemplo, una obra
adicional inexistente, una ampliación de plazo que no aparece en el calendario
o cualquier otra clase de prestaciones no previstas desde un comienzo. En
cualquier caso, lograr ese propósito fraudulento exige comprometer la palabra y
la conciencia de muchas personas y eso es harto difícil en un mundo donde la
confianza se administra a cuenta gotas.
La segunda razón es que los laudos arbitrales, que equivalen
a las sentencias que expiden los jueces, se cuelgan en los portales y pueden
ser revisados y difundidos sin ninguna limitación de forma tal que la propia
transparencia, que este trámite lleva intrínseco, actúa como un poderoso factor
disuasivo para impedir la consumación de algún delito. Imaginemos, sin embargo,
que, pese a todo, las partes logran burlar estos temores y conforman un
tribunal predispuesto a concederle al proveedor un derecho o una acreencia que
en buena lid no habría sido procedente. La prensa, los gremios y cualquier
interesado puede perfectamente denunciar el hecho y exigir la nulidad de todo
lo actuado por no habérsele permitido a la entidad ejercer cabal y honestamente
su defensa.
Lo más probable es que la disputa se encamine por los
senderos que en justicia le toca y que el colegiado que deba resolver lo haga
con arreglo a ley. Incluso el delincuente, que obtuvo la adjudicación con
evidentes malas artes, puede obtener un laudo favorable si es que arguye dentro
del proceso derechos que en efecto le corresponden. No porque haya logrado
suscribir el contrato, incurriendo en un delito que no se ha probado y por el
que no está sancionado o inhabilitado, se le puede privar de los derechos que
le asisten. La presunción de inocencia existe y debe ser respetada en todos los
frentes.
El contratista tiene proveedores a quienes debe pagar,
planillas que tiene que honrar, servicios, alquileres y otros compromisos que
no tienen por qué encontrarse afectados por las malas prácticas o los ilícitos
en los que eventualmente puede incurrir el deudor. Las deudas deben pagarse y
no hay razón alguna para que se eludan con el cuento de que quien debe
afrontarlas está investigado, en proceso, acusado o inhabilitado.
No puede desconocerse en este escenario que aun cuando
un proveedor haya sido suspendido en sus funciones está siempre en la
obligación de continuar y terminar los compromisos que tiene previamente
contraídos fundamentalmente para no dejar a las entidades con las que los ha
suscrito en la disyuntiva de quedarse con las obras a medio construir, con los
bienes en proceso de entrega o con los servicios inconclusos. Si en esa
coyuntura le toca reclamar por una ampliación de plazo no reconocida o
reconocida y no pagada, por un descuento indebido, por una resolución sin causa
probada o por lo que fuera, tiene expedito el camino para incoar la acción
legal pertinente y los árbitros la obligación de proceder conforme a derecho,
sin temor alguno a terminar con sus huesos entre rejas.
Eso puede haber pasado en varios de los casos que
actualmente están en investigación a juzgar por los nombres de algunos
distinguidos profesionales involucrados en ellos.
Ricardo Gandolfo Cortés
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