DE LUNES A LUNES
La
Opinión 111-2014/DTN suele ser citada por algunos despistados para sustentar la
creencia de que los contratos suscritos a través del sistema a suma alzada no
pueden sufrir ningún incremento en los montos que se hubieren pactado por
ninguna circunstancia. La cita es incorrecta y la idea que pretende ampararse
en ella igualmente errónea. El mencionado documento emitido por el Organismo
Supervisor de las Contrataciones del Estado admite que una entidad pueda
contratar un servicio bajo el sistema a suma alzada sólo cuando sea posible
determinar con exactitud detalles elementales tales como magnitudes y
calidades, información que debe establecerse de manera meridiana en los
Términos de Referencia del respectivo procedimiento que reseña las
características técnicas y las condiciones en que se ejecutará la prestación.
La
normativa establece que en el sistema a suma alzada el postor formula su
propuesta a efectos de realizar el requerimiento objeto de la convocatoria por
un monto fijo y por un plazo determinado. Eso trae consigo, como regla general,
la invariabilidad del precio, comprometiéndose el obligado a realizar, como no
puede ser de otro modo, el íntegro de las prestaciones que sean necesarias para
cumplir con el encargo. Difiere, como se sabe, del sistema de precios unitarios
o de tarifas en los que el postor formula costos fijos por cada uno de los
componentes de la prestación con cargo a ser retribuido en función de aquellos
que efectivamente haya utilizado.
Excepcionalmente,
según el OSCE, una entidad puede modificar el precio o monto de un contrato,
independientemente de su sistema de contratación, como consecuencia de la
potestad de ordenar la ejecución de prestaciones adicionales o reducciones,
siempre que resulten necesarias para alcanzar la finalidad del contrato.
La
facultad de aprobar prestaciones adicionales o reducciones de las prestaciones
ya aprobadas se inscribe, según algunos, en lo que la doctrina conoce como “cláusulas
exorbitantes” que caracterizan a los regímenes jurídicos especiales de derecho
público en los que confluyen el interés privado con el interés general, el
ciudadano frente al Estado, uno contra todos, prevaleciendo siempre el conjunto
por sobre el individuo.
De
esa opción por el Estado frente al individuo nace la potestad de ordenar la
ejecución de prestaciones adicionales o la reducción de las prestaciones
pactadas hasta por un porcentaje variable pero fijo para cada caso,
condicionado, en la eventualidad de que se incrementen los costos, a la
disponibilidad presupuestal correspondiente y a la debida sustentación de las
razones por las que resulta necesario sumar o restar actividades para lograr el
objeto previsto.
Sobre
este punto yo tengo una discrepancia que ya la he puesto de manifiesto en otras
oportunidades. Si bien es correcto priorizar el interés público por encima del
privado, no es correcto exigirle a al particular que, en resguardo del
conjunto, haga una obra, preste un servicio o suministre un bien, en su propio
perjuicio. En esa línea no se le puede obligar a nadie que continúe en un
contrato que le ocasiona pérdidas o que le impide ser retribuido de la forma en
que puede serlo con otro cliente. En nombre del interés del Estado, que es la
expresión política del colectivo nacional, no se puede expoliar a los
ciudadanos que lo constituyen.
La
Dirección Técnico Normativa acota que en
los servicios contratados bajo el sistema a suma alzada así como el postor se
obliga a ejecutar el íntegro de los trabajos requeridos, la entidad se obliga a
pagarle al contratista el íntegro del monto de su oferta económica, quedando
claro que éste puede variar si se modifican los trabajos, sea por la vía de adicionar
o de reducir prestaciones con el objeto de alcanzar la finalidad del contrato.
Cuando se adicionan prestaciones el contratista debería estar en libertad de
decidir si las acepta o no y no operar el incremento en forma automática, como
se ha indicado. Y la entidad, por consiguiente, deberá obligarse a retribuir al
contratista el íntegro del nuevo monto que reflejará lo que se adiciona, sea en
plazo o sea en el alcance u objeto de la prestación.
La
Opinión 111-2014/DTN se expidió a propósito de una consulta formulada sobre la
posibilidad de reducir el monto de los contratos de supervisión cuando la obra
culmine antes del tiempo programado. Como es habitual, la absolución recuerda
que toda obra, en principio, debe contar de modo permanente y directo, con un
inspector o supervisor, a elección de la entidad, a menos que el valor de la
obra a ejecutar sea igual o superior al monto establecido en la Ley de
Presupuesto del Sector Público, supuesto en el cual necesariamente debe
contarse con un supervisor.
Merece
destacarse que el OSCE admite que la entidad puede optar por un supervisor
cuando por mandato de la ley no está obligado a tenerlo. Premisa sabia, porque
en obras pequeñas pero especialmente complejas siempre es mejor tener alguien experto
en la materia, contratado únicamente para esta tarea, que alguien de la misma
entidad que en ocasiones debe asumir este encargo en adición a sus
responsabilidades cotidianas.
La
norma establece que no pueden coexistir en el mismo trabajo un inspector y un
supervisor. Me parece bien. Pese a que el inspector puede contribuir con sus
consejos al mejor desarrollo de las actividades de control y constituirse en un
intermediario válido entre la entidad y el supervisor, lo cierto es que también
puede entrar en conflicto con las decisiones que adopte este último. Se ha
visto en varios casos. Ello no impide, en modo alguno, sin embargo, que la
entidad visite la obra, acredite a algunos de sus funcionarios y tenga una
presencia muy activa en el proceso constructivo. Si no es obligatorio tener un
supervisor, hay que tener un inspector. Pero si la entidad decide tener un
supervisor, aun cuando pueda prescindir de él, ya no puede simultáneamente tener
un inspector. Tampoco debe tener un inspector cuando deba tener un supervisor
ni siquiera en forma transitoria, en tanto termina de contratarlo, porque esa
fórmula se presta a la malhadada costumbre de convertir en permanente lo que es
provisional y por esa vía sacarle la vuelta a la norma.
Por
eso mismo se dice que el supervisor controla los trabajos que realiza el
contratista y que es responsable de velar en forma directa y permanente, según
la frase repetida muchas veces, por la correcta ejecución de la obra y del
cumplimiento del contrato. Se trata, sin duda, del contrato de construcción, de
concesión o de lo que fuera que se le encomienda supervisar. Ese contrato sin
embargo tiene una naturaleza totalmente distinta del suyo.
El
contrato de ejecución de obra está directamente vinculado al plazo de ejecución
previsto. Si el contratista se atrasa por causa atribuible a él no tiene derecho
a ninguna ampliación ni a ningún reconocimiento económico. El contrato de
supervisión está directamente vinculado no a su propio plazo sino al contrato
que es materia de control, al punto que toda variación que se produzca en su
ritmo o en su plazo lo afecta sensiblemente. Si el supervisor se atrasa por
causa atribuible a él, naturalmente, tampoco tiene derecho a ninguna ampliación
ni a ningún reconocimiento económico. No es lo más frecuente. Puede atrasarse
el supervisor si no entrega en su tiempo sus reportes o informes periódicos o
por no asignar a algunos profesionales en su momento en sus respectivas
ubicaciones, pero no es lo habitual. Por lo general quien se atrasa es el
ejecutor. Si se atrasa, sea por motivo ajeno a él o no, el supervisor tiene
derecho a una ampliación de plazo equivalente al retraso producido porque
necesariamente debe continuar controlando la obra hasta que concluya.
El
reconocimiento económico que le corresponde al supervisor así como a cualquier
contratista que experimenta la necesidad de ampliar el plazo de su contrato por
causas no atribuibles a él, se calcula sobre la base de la forma de pago
prevista en el mismo contrato. Si el sistema empleado es a precios unitarios
pues se pagan en función de los costos asignados en el mayor tiempo consumido.
Si el sistema empleado es la suma alzada pues se pagan en función de los
mayores costos consumidos, incluidos en los informes o reportes periódicos que
se presentan para valorizar los servicios. Los costos suelen ser directos e
indirectos en todo contrato. Costos directos son aquellos en los que incurre el
contratista para alcanzar el objeto del contrato a diferencia de los costos
indirectos o gastos generales que son aquellos que se derivan de su propia
actividad y que le permiten mantenerse en el mercado, razón por la que no
inciden en la consecución de la finalidad misma del trabajo.
Los
costos directos suelen expresarse en precios unitarios o tarifas aun en los
contratos a suma alzada pues de esa forma se llega al monto total que se
incorpora en la oferta del mismo modo que los costos indirectos, como no pueden
fijarse para un caso específico, suelen expresarse a través de un porcentaje
precisamente de los costos directos y que está concebido para contribuir al
sostenimiento y a la permanencia del postor en el giro mediante la distribución
a prorrata entre todos sus contratos de los gastos generales que ello exige.
Por
eso es común que en las ampliaciones de plazo o en los mayores costos que se
generan como consecuencia de la disrupción de algunas labores o de la
reiteración de ciertas tareas como la revisión de todos los planos de una
determinada actividad que el contratista que debe realizarlas se empecina en
presentar sin atender las repetidas observaciones del supervisor o
atendiéndolas de manera muy limitada, el equipo de supervisión debe
necesariamente repetir una y otra vez el mismo encargo, encareciendo el
servicio.
En
ese escenario recortar los presupuestos del supervisor para hacerlo uniforme y
compatible con los atrasos que reporta la ejecución de la obra es muy difícil
por la sencilla razón de que la misma cantidad de especialistas se requieren,
por ejemplo, para revisar cien planos que para revisar mil. Cuando esos cien
planos se presentan diez veces no puede tampoco disminuirse el número de
expertos pese a que la obra avanza a un ritmo demasiado lento. Se les recargan
las labores y se incrementan los costos elevándose el porcentaje de incidencia
del monto de la supervisión respecto del monto de la obra. Es inevitable.
El
reconocimiento económico por los mayores costos –entendido como el mayor costo
directo consumido en términos contractuales– incurridos en tales circunstancias
se retribuye en función de los precios unitarios o las tarifas que sirvieron de
base para definir el monto total. De no existir esa información se determina tratando
de determinarlos haciendo el cálculo inverso: dividiendo el monto total entre
cada uno de sus componentes para obtener una aproximación a esos precios
unitarios o tarifas sobre los que se ha construido la arquitectura para arribar
a la suma final por la que se suscribió el contrato.
No
es posible, en modo alguno, pretender exigirle al contratista que acredite los
pagos realizados por cada concepto que hayan sobrepasado las previsiones
originales como si fueran gastos reembolsables de la misma manera que no es
posible exigirle al estudio de abogados contratado para una defensa específica
y que factura por tarifas y horas trabajadas que abra su contabilidad y
acredite los pagos realizados a cada uno de los profesionales asignados al
servicio. Reembolsables al costo serán desde luego sólo aquellos gastos que
sirven para trasladar a los procuradores para llevar y traer escritos, para
revisar el expediente o para otras tareas similares.
La
razón es simple. El precio unitario o la tarifa son conceptos que incluyen
diversos ingredientes y que no se limitan a la remuneración que recibe un
profesional. Allí están considerados todos los días en que ese personal no
presta servicios por razón de vacaciones, domingos y feriados, enfermedad, descansos
pactados por días de trabajo, licencias diversas; los tiempos muertos por
renuncia, traslado de puesto o viajes, movilizaciones y desmovilizaciones; así
como las horas dedicadas a refrigerios, a sobretiempo y mayores turnos. También
están incorporados los reemplazos por todas esas ausencias y los servicios de
una serie de personal profesional y auxiliar no comprendido en el presupuesto
pero indispensable para alcanzar el objeto del contrato. Desde luego que en ese
precio o tarifa igualmente están consideradas las indemnizaciones que habrá que
pagar a todos los profesionales involucrados en el servicio por su trabajo o
por su eventual cese, los beneficios adicionales que hay que suministrarles
tales como alojamiento, vivienda o campamentos, alimentación y esparcimiento
que pueden estar consignados en partidas específicas o que se incorporan dentro
de este rubro general de tarifa vestida.
Queda
claro, por tanto, que no es posible retribuir económicamente a un contratista
por los mayores costos en que incurre reconociéndole únicamente la remuneración
pagada a cada profesional que en ocasiones, por lo demás, puede ser superior a
la propia tarifa en atención a la alta especialización que se exige para
quienes desempeñan estas importantes tareas, lo que puede verificarse en el
caso de tarifas sin vestir.
EL
EDITOR
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