DE LUNES A LUNES
Diezmo es la
contribución equivalente al diez por ciento sobre el valor de ciertas
mercancías, vinculadas al comercio y a la producción, que recibía el rey y que
constituye la partida de nacimiento de la tributación. Con el mismo nombre se
identifica a la donación que hacen los fieles a la iglesia y que corresponde a
la décima parte de sus ingresos. Proviene del mandamiento recogido del Antiguo
Testamento y cuya difusión se le atribuye al profeta Malaquías quien asegura
que a cambio del diezmo se abrirán las ventanas de los cielos y se derramarán bendiciones
en abundancia sobre quienes hagan esa ofrenda.
En el Perú
republicano, al igual que en otros países de la región, la práctica heredada de
la colonia se ha mantenido y se ha distorsionado, según diversos observadores,
hasta el punto de convertirse en una fuente ilícita de ingresos para
determinadas autoridades locales y regionales e incluso de carácter nacional
que exigen a los proveedores a quienes contratan que amorticen ese porcentaje
de sus contratos, para su propio peculio y al margen de toda contabilidad y de
la ley, en retribución por la respectiva adjudicación o para garantizarles que ésta
no les sea arrebatada, tal como se ha comprobado con las revelaciones que se
han difundido en los últimos días.
Los porcentajes
ciertamente pueden variar pero el concepto es el mismo y no es otra cosa que
una forma en la que se manifiesta un delito de grave colusión en agravio del
Estado. Para algunos especialistas el asunto está focalizado en algunos
sectores y en algunos lugares. Para otros, está generalizado como un cáncer
imposible de extirpar en toda la administración pública. Un dirigente gremial
me confesó no hace mucho que en una entidad que maneja grandes inversiones se
había enquistado una mafia que reclamaba el diezmo a quienes se les otorgaba la
buena pro de los distintos procesos y que si por ventura se negaban a pagarlo
no tenían ningún empacho en despojarlos del contrato, sin importarles si ya estaba
suscrito o si ya estaba en plena ejecución, para entregárselo a quien quedó en
el segundo lugar con cargo a repetir la misma extorsión y pasar al tercero si
no cumplía con la colaboración forzosa e ilícita.
No interesa, para
los efectos de este análisis, identificar la entidad de la que se trata ni de
denunciar a sus funcionarios que integran esa banda porque esa no es nuestra
tarea. Baste señalar que tampoco a nosotros se nos dieron esos detalles aun
cuando se nos aseguró que la imputación es auténtica y que, para más señas, se
reproduce en muchas otras instituciones de la administración pública, a lo
largo y ancho del territorio nacional con algunas variantes pero
fundamentalmente con el mismo propósito delictivo.
En lo que
respecta a las licitaciones y concursos que convocan las diversas reparticiones
gubernamentales con el objeto de adquirir y arrendar bienes y contratar la
prestación de servicios y la ejecución de obras las cifras pueden alcanzar
niveles que terminan por encarecer artificialmente las operaciones al punto que
deben suprimirse unas para concretar otras, las que a su turno experimentan
incrementos diversos durante su desarrollo, algunos destinados a subsanar las
omisiones de las proyecciones iniciales y otros simplemente para incorporar
dentro de sus alcances tareas que no estaban ni deberían estar comprendidas
dentro de ellos.
Esas operaciones
pueden generar malversaciones de fondos públicos que se disfrazan a través de
las transferencias de partidas en línea con la intención de mejorar la
capacidad de gasto de las entidades a las que siempre se les achaca ejecutar
sus presupuestos de manera muy parcial con cargo a devolver al final de cada
ejercicio gruesas sumas de dinero al erario, privando a la ciudadanía de los
bienes, servicios y obras que necesita solo por la mala gestión de sus
autoridades.
Frente a esa
realidad se torna indispensable revisar y cambiar radicalmente el régimen de
adjudicaciones a efectos de que absolutamente todos los proveedores del Estado,
por de pronto, tengan asignada una capacidad máxima de contratación, como la
que se les otorga a los contratistas ejecutores de obra, que se vaya reduciendo
a medida que suscriben nuevos contratos y se vaya liberando en tanto éstos van
concluyendo, entre otras razones porque todo postor tiene que tener
necesariamente un límite hasta donde llegar.
No es posible
imaginar siquiera que un proveedor, por más confianza que despierte entre los
servidores del Estado, pueda estar en condiciones de asumir, en un determinado
período, una carga inusual de contratos que parecen provenir de una mano amiga
que inclina voluntades y calificaciones en desmedro de otros postores que con
toda seguridad podrían asumir el mismo encargo con similar o mejor rendimiento,
para no hablar de aquellos que en forma inesperada comienzan a acumular
adjudicaciones para las que no están preparados ni por asomo.
Los proveedores,
por otra parte, deben clasificarse en categorías y especialidades en el
entendido de que habrá quienes pueden celebrar contratos de especial
complejidad y montos mayores que otros y de que habrá quienes puedan hacerlo en
unas disciplinas que son ajenas a otros, así como también podrá haber aquellos
grandes conglomerados multidisciplinarios que puedan desarrollarse en distintos
sectores.
En cuanto a los
montos hay que tener un cuidado particular pues es frecuente que varias
prestaciones muy similares en sus características tengan valores muy distintos
según el lugar en el que se ejecutan. Así por ejemplo una obra vial en Lima no
tiene el mismo precio que una en provincias, una de la costa no tiene el mismo
precio que una en la selva, una en el Perú no tiene el mismo precio que una en
Brasil, una en Latinoamérica no tiene el mismo precio que una en los Estados
Unidos o en Europa, y así sucesivamente.
En consideración
de esa evidencia en ocasiones es preferible establecer las categorías no en
función de los montos contratados sino en función de la alta especialización de
las prestaciones para propiciar una clasificación uniforme que no beneficie al
postor procedente de un país más desarrollado respecto del postor nacional
porque eso crearía una discriminación que podría terminar por marginar a los
proveedores locales en los procedimientos de selección que se convocan aquí
mismo, lo que sería absolutamente injusto.
Las entidades
para convocar los procesos deberían determinar previamente la categoría y
especialidad correspondiente y precisar el valor referencial para calcular la
capacidad de libre disposición que deberían tener los postores que quieran
participar, trámite que, sin embargo, debería hacerse con todo el rigor
necesario para asegurarse un presupuesto base, nombre con el que se lo conocía
antes, que permita realizar correctamente todas las actividades que se quieran
incluir dentro del objeto del contrato y que no le imponga al proveedor serio
la necesidad de hacer una serie de piruetas para poder cumplir con todas sus
obligaciones.
Depende de la
materia de que se trate podrían considerarse algunos requisitos adicionales
pero muy objetivos y puntuales, de manera que aquellos que pasen una fase
preliminar muy simple puedan ingresar a un sorteo que defina al adjudicatario. Algo
de eso se está haciendo en Perú Compras, según se nos ha comentado, casi sin
ninguna intervención de los funcionarios al extremo que se podría decir que la
adjudicación es totalmente aleatoria y no está sujeta al capricho de ninguna
autoridad. De esa manera se protegen a los servidores públicos y se protegen
también a los postores que se encontrarán librados de las tentaciones de un
proceso menos impredecible.
No es, desde
luego, el mejor sistema de adjudicación ni el más idóneo para una serie de
contrataciones. Pero si el que evitará cualquier sombra que pretenda empañar la
actuación de proveedores y funcionarios que en circunstancias como las actuales
se resisten a tomar cualquier clase de decisiones. Se reducirán
comprensiblemente las reclamaciones y se eliminarán los conflictos que quedarán
reducidos a su exacta dimensión.
La otra opción es
confiar la adjudicación en organizaciones totalmente independientes de la
función pública, nacionales o internacionales, que se dediquen a estos
quehaceres, integradas por profesionales expertos en las materias que son
objeto de cada convocatoria, de suerte tal que se garantice que especialistas
en cada disciplina evaluarán las propuestas y los equipos que se presenten en
cada proceso. Esta alternativa no quita la eventualidad de que siempre quede un
número significativo de postores en condiciones de asumir el encargo al punto que
debería ser el azar quien defina al ganador, siempre que su capacidad de
contratación y su categoría lo permitan. Hemos llegado a un punto en el que se
torna inevitable que sea la suerte la que decida cada adjudicación para
restarle esa carga subjetiva que en ocasiones es fuente de todo tipo de
ilícitos.
La idea es
extraer de la función pública la siempre difícil y cada vez más peligrosa tarea
de elaborar bases, evaluar propuestas y calificar postores, actividad que está
expuesta a múltiples tentaciones y riesgos diversos, como lo pueden atestiguar
los miembros de los comités de selección que se encuentran actualmente
investigados o detenidos por la comisión de distintos delitos.
Las bases y demás
documentos de los procedimientos de selección deberán fomentar la mayor
participación de postores calificados para alentar la competencia y permitir el
sorteo sobre un espectro mucho más amplio, lo que significa erradicar de un
plumazo las convocatorias con nombre propio de las que se quejan muchos
proveedores y eliminar el efecto pernicioso del diezmo. No se trata de reducir
las calidades de bienes, servicios y obras en procura de una pluralidad más
grande sino de conservar las exigencias técnicas que sean estrictamente
necesarias, difundir el proceso y provocar el interés de un mayor número de
postores para ganar en transparencia e imparcialidad.
EL EDITOR
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