DE LUNES A LUNES
El
inciso 1 del artículo 139 de la Constitución Política del Perú de 1993 –al
igual que el inciso 1 del artículo 233 de la de 1979– consagra la jurisdicción arbitral,
independiente del Poder Judicial, en tanto que el artículo 62 del mismo cuerpo
legal la reconoce al señalar que los conflictos derivados de la relación
contractual sólo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los
mecanismos de protección previstos en el contrato o contemplados en la ley. En
la vía arbitral la justicia es administrada por los árbitros que son jueces
privados en su mayoría elegidos por las mismas partes o, en defecto de ellas,
por instituciones arbitrales. En la vía judicial la justicia es administrada
por jueces que pertenecen a la administración pública y que no son elegidos por
las partes sino que los impone un rol de turnos que aprueba el Poder Judicial.
Por
si ello fuera poco, el artículo 63 agrega que el Estado y las demás personas de
derecho público pueden someter las controversias derivadas de una relación
contractual a tribunales constituidos en virtud de tratados en vigor o a
arbitraje nacional o internacional, en la forma en que lo disponga la ley. Más
claro imposible.
El
artículo 4 de la Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Legislativo
1071, en esa línea, faculta al Estado –como lo facultaron las leyes especiales
que la antecedieron– a someter a arbitraje las controversias derivadas de los
contratos que celebre con nacionales o extranjeros domiciliados en el país y a
arbitraje internacional, dentro o fuera del Perú, las controversias derivadas
de los contratos que celebre con nacionales o extranjeros no domiciliados en el
país.
Según
el artículo 20 pueden ser árbitros las personas naturales que se encuentren en
pleno ejercicio de sus derechos civiles, siempre que no tengan incompatibilidad
para actuar como tales. Salvo acuerdo en contrario de las partes, la
nacionalidad de una persona no será obstáculo para que actúe como árbitro. El
artículo siguiente expresamente estipula que los funcionarios y servidores
públicos tienen incompatibilidad para actuar como árbitros dentro de los
márgenes establecidos por sus respectivas normas.
Ello,
no obstante, subsisten –y de cuando en cuando resucitan y reaparecen con
renovados bríos– proyectos de ley destinados a modificar el artículo 425 del
Código Penal a efectos de considerar como funcionarios o servidores públicos a
los árbitros en los procesos en los que participen entidades, organismos o
empresas del Estado o sociedades de economía mixta. O sea, en convertir a los
jueces privados en jueces públicos. O lo que es lo mismo, convertir a los
árbitros en jueces. Un contrasentido que vulnera la incompatibilidad prevista
en el artículo 20 de la Ley de Arbitraje. Si vas a hacer que los árbitros se
conduzcan como jueces, prescinde de los árbitros, quédate con los jueces y no
hagas tozudeces.
Me
comentan que la iniciativa que hace un par de años presentó al Congreso de la
República el doctor Pablo Sánchez Velarde, entonces fiscal de la Nación, ha
recobrado fuerza y se estaría desempolvando con ese fin, sustentado en una
jurisprudencia del Tribunal Constitucional (STC 6167-2005-PHC/TC) según la cual
“la naturaleza de jurisdicción independiente del arbitraje, no significa que
establezca el ejercicio de sus atribuciones con inobservancia de los principios
constitucionales que informan la actividad de todo órgano que administra
justicia, tales como el de la independencia e imparcialidad de la función
jurisdiccional”, conceptos que podrían encontrarse en entredicho, según el
proyecto, a juzgar por las “ganancias ilegales [que se están generando en los
últimos años] a favor de empresas […], con resultados desfavorables de
arbitrajes en perjuicio del patrimonio estatal […]”
La
propuesta admite que “no es que el Estado no pueda perder un arbitraje, sino la
forma de cómo se suscita, es reprobable, con actitud dolosa entre árbitros,
empresas e incluso los propios funcionarios y servidores públicos quienes
utilizan este medio de resolución de controversias para su propio beneficio,
causando perjuicio económico a las entidades del Estado.” Encuentra su fundamento,
sin embargo, en el inciso 1.c) del artículo VI de la Convención Interamericana
contra la Corrupción, que comprende dentro de su alcance “la realización por
parte de un funcionario público o una persona que ejerza funciones públicas de
cualquier acto u omisión en el ejercicio de sus funciones, con el fin de
obtener ilícitamente beneficios para sí mismo o para un tercero.” La idea es
que si los actos de corrupción sólo pueden ser cometidos por funcionarios o
servidores públicos pues hay que incorporar a los árbitros dentro de esta
definición para poder acusarlos por perpetrar este delito.
En
lo que respecta a los resultados que obtienen las entidades en los arbitrajes
lo menos que se puede reconocer es que no hay coincidencias. El estudio de la
Contraloría General de la República que evaluó 2 mil 796 laudos en un período
de diez años (2003-2013), en el que se basa el proyecto del Ministerio Público,
no concluye que los contratistas ganan en el 70 por ciento de los casos como se
trata de hacer creer. Dice que el Estado obtiene “resultados desfavorables” en
ese porcentaje. Sin embargo, lo cierto es que del total de lo que los
proveedores le reclaman a las entidades, según el mismo estudio, los tribunales
arbitrales les ordenan pagar el 48.9 por ciento. Es decir, menos de la mitad,
como puede comprobarse contrastando el cuadro 10 sobre montos pretendidos, que
asciende a la suma de 2 mil 307 millones 188 mil 236 soles, con el cuadro 11
sobre montos a pagar, que asciende a la suma de mil 128 millones 180 mil 981 soles.
Evidentemente
si se contrasta el número de laudos incluidos en la muestra –y en los mismos
cuadros– que, como queda dicho, son 2 mil 796, con el número de laudos con
resultados desfavorables, que, según el estudio, son mil 969, el porcentaje de
estos últimos es, en efecto, 70.4 por ciento. La diferencia estriba en que para
la Contraloría “desfavorable” es todo laudo que le ordene a la entidad pagarle
al contratista cualquier monto, por mínimo que sea. Y ése, por decir lo menos,
es una apreciación sesgada. Más razonable es comparar los montos pretendidos con
los montos ordenados pagar.
Para
los proveedores ni siquiera este último es un método aceptable. Para ellos lo
justo es medir los montos pretendidos frente a los montos realmente pagados en
un tiempo prudencial que puede ser de 180 días después de emitido el laudo.
Cuando se haga ese comparativo, las cifras se vendrán por los suelos habida
cuenta de que luego del laudo, el Estado, cuando obtiene algún resultado realmente
desfavorable, presenta diversos recursos ante el propio tribunal y ante el
Poder Judicial, al margen de otros artilugios que la ley no contempla pero que
la práctica ha terminado de imponer a despecho de las últimas modificaciones
normativas que intentan disuadir a las autoridades para que no prosigan
reclamaciones que no conducen a nada y que sólo encarecen y dilatan los
procesos e impiden el desarrollo de sus proyectos e inversiones.
El
Centro de Arbitraje de la Pontificia Universidad Católica del Perú tiene un
estudio, dirigido por el doctor César Guzmán Barrón Sobrevilla y elaborado por
el doctor Rigoberto Zúñiga Maraví, que comprende el mismo período y que arriba
a conclusiones muy similares, destacando que “el Estado suele ser condenado a
pagar solo un 47% de los montos controvertidos y demandados”, ofreciéndonos,
contra lo que podríamos creer, una “evidencia de que el sistema no es pro
contratista” y que genera “resultados positivos donde puede generarlos.”
¿Por
qué entonces ese afán de arrinconar a los árbitros y de convertirlos en
funcionarios públicos? La razón es simple: si se consideran funcionarios
públicos pueden ser acusados de un mayor número de delitos. En la actualidad a
los árbitros se les puede imputar la comisión de los delitos de usurpación,
colusión, patrocinio ilegal y cohecho pasivo, por los que pueden ser reprimidos
con penas privativas de la libertad que llegan hasta los quince años.
Si
fueran funcionarios públicos, en adición a los señalados ilícitos, una rápida
revisión del Código Penal revela que los árbitros podrían incurrir en los
delitos de abuso de autoridad, otorgamiento ilegítimo de derechos sobre
inmuebles, omisión, rehusamiento o demora de actos propios de su función,
requerimiento indebido de la fuerza pública, abandono de cargo, nombramiento o
aceptación ilegal, concusión, cobro indebido, peculado, cohecho pasivo
impropio, cohecho activo genérico, negociación incompatible o aprovechamiento
indebido del cargo, tráfico de influencias y enriquecimiento ilícito, por los
que podrían ser condenados a penas privativas de la libertad que llegan hasta
los diez años.
De
cuatro delitos por los que ahora se los puede acusar pasarían a ser susceptibles
de ser investigados por un total de dieciocho ilícitos en un escenario, como el
presente y como el que se vislumbra para el futuro inmediato, caracterizado por
la judicialización de toda la actividad pública y por la siempre latente
posibilidad de acumular penas. Naturalmente una iniciativa que tienda a
aumentar los delitos por los que se puede juzgar a los árbitros puede ser muy
popular pero la verdad es que no fortalece la institución arbitral. La
debilita. No se constituye, obviamente, en un aliciente para que más
profesionales acepten las designaciones que se les propone, sino todo lo
contrario. Se convierte en un motivo poderoso para que más expertos se nieguen
a incursionar en la administración privada de justicia, en los precisos
instantes en que se pretende convencer a más especialistas para que, aunque sea
por una vez, integren tribunales arbitrales y contribuyan con sus conocimientos
al esclarecimiento de asuntos y controversias de particular complejidad.
Lo
único que se puede lograr, con la absurda pretensión de convertir a los
árbitros en funcionarios públicos, es ahuyentar del arbitraje a quienes
deberían robustecerlo con su experiencia y su honestidad, su independencia e
imparcialidad. Esos profesionales comprensiblemente no desean encontrarse
envueltos en litigios que se extienden por años y en los que ponen en riesgo no
sólo su patrimonio sino su propia libertad personal. En lugar de ellos, se
atraerá a esta actividad a quienes se les quiere impedir que ejerzan como
árbitros: a los profesionales curtidos en las malas prácticas que dominan los
pasillos judiciales y las artimañas con las que sabrán evadir cualquier
denuncia para impregnar a la institución que todos pregonan defender de más
corrupción y de más delitos.
EL EDITOR
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