DE LUNES A LUNES
Según
el artículo 45.6 de la Ley de Contrataciones del Estado 30225, modificada por
el Decreto Legislativo 1341, el arbitraje en esta materia es de derecho y debe
ser resuelto por un árbitro único o un tribunal integrado por tres miembros. El
árbitro único y el presidente en caso de tribunal pluripersonal, deben ser
abogados, en tanto que los demás árbitros pueden ser expertos en otras
disciplinas. La fórmula viene desde la Ley 26850 –cuyo proyecto elaboré
personalmente–, y más precisamente desde su Reglamento, aprobado mediante
Decreto Supremo 039-98-PCM –en cuyo proyecto también participé ya no en forma
individual sino integrando la comisión que lo redactó. Confieso que nunca
estuve de acuerdo con esa constitución sui géneris de los colegiados en cuya
virtud terminan administrando justicia quienes no están formados
profesionalmente con ese propósito. Si iba a ser arbitraje de derecho, tenían
que ser abogados todos los árbitros. Si hubiera sido arbitraje de conciencia,
opción a la que no me opuse, no habría esa exigencia. El híbrido que resultó
del arbitraje de derecho con tribunales multidisciplinarios es algo que el
correr del tiempo corrigió hasta la actualidad en que prácticamente todos los
árbitros son abogados.
Desde
el 2009, sin embargo, el árbitro único y el presidente del tribunal arbitral no
sólo deben ser abogados sino que también deben tener especialización acreditada
en derecho administrativo, arbitraje y contrataciones públicas. Los demás
integrantes del colegiado pueden ser expertos en otras disciplinas pero con
conocimientos en contrataciones públicas. Ambas exigencias nacieron de manera
inesperada como una respuesta del Ejecutivo a las quejas formuladas por los
gobiernos regionales contra la falta de idoneidad de los árbitros que resolvían
sus controversias. Fueron incorporadas en el Decreto Legislativo 1017 que
expidió el Poder Ejecutivo al amparo de las facultades delegadas por el
Congreso de la República para facilitar la suscripción del Tratado de Libre
Comercio con los Estados Unidos de Norteamérica. Se adujo entonces que para ese
efecto –el de la firma del TLC– era indispensable modificar el régimen de
contratación pública vigente en el país. La verdad es que, felizmente, no
cambió mucho, pero se introdujo esto de las especialidades y los conocimientos
sin mayor evaluación. Por un buen tiempo no se supo cómo implementarlas ni cómo
acreditarlas. Llegué a sostener que las especialidades de los árbitros eran
como el sexo de los ángeles. Todos saben que lo tienen, pero nadie sabe cuál
es.
En
el arbitraje lo importante es que los árbitros sepan no cuestiones elementales
respecto a la solución de los conflictos o del derecho administrativo sino
cuestiones fundamentales de las materias que están en pleito. Por eso es que se
opta por este medio de solución de controversias y se lo prefiere a la vía
ordinaria. Porque ofrece la posibilidad de que expertos en determinadas
disciplinas intervengan en la resolución de los problemas que se generan en
ellas. Forzar requisitos como el de las especialidades crea barreras de acceso
al quehacer arbitral y favorece las malas prácticas porque surgen los
artilugios, los cuestionamientos y las interpretaciones sesgadas destinadas a
impedir la designación de un árbitro o a bloquear su ingreso a un determinado
registro. Lo importante, más aun en tiempos como éstos, es que el árbitro sea
serio y honrado. Lo demás viene por añadidura. La seriedad y la honradez no se
compran en la esquina. Se adquiere día y a día y se evidencia transparentemente
a través de la conducta y del ejercicio profesional de cada quien.
La Ley 30225, promulgada en el 2014, inventó
el Registro Nacional de Árbitros que combatí sin éxito –incluso en una entrevista
que me hizo Raúl Vargas para Radio Programas del Perú– porque eliminaba la
pluralidad y la competencia, suprimía la libre voluntad de las partes y
proscribía a los centros de arbitraje de las controversias en contratación
pública. Duró poco, es cierto. El Decreto Legislativo 1341 lo suprimió pero
mientras tuvo vida nos mantuvo en zozobra. No porque el Organismo Supervisor de
las Contrataciones del Estado hubiera hecho mal uso de sus prerrogativas sino
por el riesgo de que ello ocurra en la eventualidad –que felizmente no se dio–
de que esta institución caiga en manos de quienes habrían estado tentados de
incurrir en algún desatino. Una lista única es muy peligrosa porque no tiene
contrapesos, no tiene alternativas en caso de emergencia, porque concentra todo
el poder en un solo registro.
Un
desacierto mayúsculo, en el que caería un registro perverso, sería retirar de
la lista a los buenos árbitros y quedarse con los malos cuando el reclamo
ciudadano es justamente todo lo contrario. Que se expulsen a los malos y se
queden con los buenos. Alguien, sin embargo, parece no leer ni escuchar el
grito de la calle porque desde hace un buen tiempo se persiste en alentar
mayores obstáculos a los árbitros. Convertirlos en funcionarios públicos,
emplazarlos judicialmente, exigirles que cumplan una serie de obligaciones y
regular hasta el más mínimo de sus actuaciones es parte de ese esfuerzo
destinado a desalentar a los profesionales serios y honestos para que
incursionen en la administración de conflictos y para que dejen el espacio
libre para aquellos que están curtidos en estas lides y que lucen con orgullo
una raya más en el pecho, como condecoración por las sucesivas reyertas que
protagonizan.
Desconocer
el aporte de las instituciones arbitrales es otro error en el que con
frecuencia se cae. Es verdad que no cualquiera puede fundar un centro. Pensar y
legislar de esa manera puede conducir a la proliferación de instituciones sin
sentido y sin respaldo alguno. Los centros deben ser administrados por gremios,
universidades y colegios profesionales todos ellos vinculados a disciplinas o
actividades propias de las contrataciones públicas y con cierta experiencia
práctica acumulada. Las instituciones arbitrales serias que operan en el país
tienen consejos o cortes muy bien constituidos que dirigen sus quehaceres,
hacen designaciones y resuelven recusaciones de manera rápida y eficaz con el
objeto de no dilatar ni entorpecer los procesos. Pretender, como se quiso en alguna
ocasión, despojarlas de estas atribuciones para concentrarlas en un ente
burocrático y centralizado es minimizar su rol y su trascendencia y, de paso,
condenar al sistema a un cuello de botella de vidrio en trance de explotar en
el plazo más breve.
La
disputa entre arbitraje ad hoc y arbitraje institucional no tiene ningún
sustento. Hay procesos impecables en ambas clases de arbitraje, como también
hay procesos fraudulentos en ambos lados. La tarea del momento es impedir que
estos últimos penetren y se instalen en el mundo de las contrataciones
públicas. Para hacerlo basta con obligar a las entidades a cumplir con las
disposiciones incluidas en la Ley 30225 a través del Decreto Legislativo 1341
que ahora obliga a las entidades a propiciar y procesar las propuestas de
conciliación considerando el costo en tiempo y recursos que implica embarcarse
en un arbitraje, la expectativa de éxito y la conveniencia de resolver la
controversia en la instancia más temprana posible. El artículo 45.5 de la Ley
estipula, desde el año pasado, que constituye responsabilidad funcional
impulsar o proseguir la vía arbitral cuando el análisis determina que la
posición de la entidad razonablemente no será acogida en esa sede.
Otra
medida interesante, que se quedó en el tintero en el 2014, es la de exigir que
los árbitros que eligen las entidades provengan de los registros del OSCE o de
un centro de arbitraje acreditado ante esta institución. De esa manera se
garantiza la idoneidad del tribunal que se constituya porque un árbitro serio y
honesto no va a coludirse para elegir de presidente a alguien que no lo sea. Al
proveedor no se le puede obligar a seleccionar a su árbitro de una determinada
lista porque eso atenta contra la libertad en la que se sustenta el arbitraje.
Si el privado elige mal es su problema porque él pone en juego su inversión y
su dinero. No sucede lo mismo con el funcionario público que debe defender la
inversión y el dinero del Estado que es de todos. Él debe designar
correctamente. No puede nombrar a su vecino, a su compadre o a su compañero de
colegio. Si elige mal el problema no es solo suyo. Si el proceso concluye mal
pudiendo terminar mejor, el responsable será quien hizo esa mala elección. Para
evitarlo es preferible que la entidad designe de una lista previamente
aprobada.
En
efecto, en la exposición de motivos del Dictamen Conjunto de las Comisiones de
Economía y de Fiscalización emitido a propósito del Proyecto 3626/2013-PE de
nueva Ley de Contrataciones del Estado se incluyó una expresa referencia, en el
segundo párrafo de la página 27, al Registro Nacional de Árbitros que se creó
en esa oportunidad indicando textualmente que reunirá “la nómina de potenciales
candidatos que se consideren calificados y especializados para ser designados
como árbitros del Estado”, denominación esta última con la que el legislador,
no habituado al lenguaje de las contrataciones públicas, identificó, sin
ninguna duda, a los árbitros que eligen las entidades en el marco de las
controversias que tienen con sus proveedores. No llamarlos así, empero, no le
quita validez a la innovación que entonces se hizo eco de nuestra permanente
propuesta en esa línea.
Desafortunadamente
esa indispensable precisión no tuvo su correlato en el tercer párrafo del
numeral 45.6 del proyecto aprobado por la Comisión de Presupuesto y votado en
el pleno, cuya autógrafa fue finalmente remitida al Poder Ejecutivo para su
promulgación. Se trató de un error material que todavía se puede subsanar como
una forma de introducir algunos correctivos destinados a desterrar las malas
prácticas del arbitraje y como una manera de rescatar el espíritu constructivo
del legislador, estipulándose claramente que “para desempeñarse
como árbitro designado por las entidades se requiere estar inscrito en el
Registro Nacional de Árbitros.”
Esa precisión
permitirá que cualquier proveedor, los árbitros de las partes o las
instituciones nominadoras puedan invitar a integrar un tribunal arbitral a una
distinguida personalidad que, sin estar inscrita en ningún registro, ni querer
estarlo por carecer de interés de desenvolverse reiteradamente en este campo,
puede aceptar el encargo y contribuir con sus conocimientos altamente
especializados a resolver alguna controversia especialmente compleja. No hay
ninguna razón valedera para impedir el concurso de ese o cualquier otro experto
en los arbitrajes del Estado y privarle al país de su invalorable aporte.
La misma precisión
velará porque las entidades hagan designaciones correctas y no se dejen influir
por amistades, compadrazgos y otra clase de relaciones que terminan
perjudicando el proceso y al propio Estado, cuyos intereses preocupan a todos.
Para sincerar el
número de arbitrajes también debería eliminarse esa absurda disposición que
obliga a someter a arbitraje diversas controversias dentro del plazo de
caducidad de treinta días hábiles de producida alguna ocurrencia a la que se
refiere el artículo 45.2 de la Ley de Contrataciones del Estado y que se aplica
a los casos de nulidad, resolución y liquidación del contrato, ampliación de
plazo, recepción y conformidad y valorizaciones y metrados, es decir, para la
mayoría de las materias que suelen dilucidarse en esta vía. Estos plazos
perentorios vienen desde la reforma del 2008. Al comienzo eran quince días
hábiles. Se incorporaron en la creencia de que irían a disuadir a los
proveedores y disminuirían los procesos. El resultado fue todo lo contrario.
Aumentaron las reclamaciones al punto que un mismo contrato terminaba con
varios arbitrajes a cuestas. Ante la protesta de los operadores en la Ley 30225
se dobló el plazo a treinta días hábiles pero no se logró ninguna solución.
Lo mejor es volver
al plazo general que permite emprender un arbitraje en cualquier momento hasta
antes de que concluya el contrato y no quede ninguna deuda por pagar. De esa
manera se podrán agrupar conflictos para el final, ocasión en la que se
iniciará un solo proceso con todos los reclamos y que permitirá, como antes,
renunciar a algunos de ellos como consecuencia de las compensaciones logradas
durante la ejecución de la prestación, eventualidad que no encuentra espacio en
el régimen actual que obliga a formalizar el arbitraje a la brevedad sin
esperar que se decante, que madure y que sea subsumido, en el entendido de que
el contratista no vive del litigio y que éste siempre tiene un costo elevado
que lo desanima.
EL EDITOR
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