lunes, 23 de julio de 2018

La seriedad y la honradez no se compran en la esquina


DE LUNES A LUNES

Según el artículo 45.6 de la Ley de Contrataciones del Estado 30225, modificada por el Decreto Legislativo 1341, el arbitraje en esta materia es de derecho y debe ser resuelto por un árbitro único o un tribunal integrado por tres miembros. El árbitro único y el presidente en caso de tribunal pluripersonal, deben ser abogados, en tanto que los demás árbitros pueden ser expertos en otras disciplinas. La fórmula viene desde la Ley 26850 –cuyo proyecto elaboré personalmente–, y más precisamente desde su Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 039-98-PCM –en cuyo proyecto también participé ya no en forma individual sino integrando la comisión que lo redactó. Confieso que nunca estuve de acuerdo con esa constitución sui géneris de los colegiados en cuya virtud terminan administrando justicia quienes no están formados profesionalmente con ese propósito. Si iba a ser arbitraje de derecho, tenían que ser abogados todos los árbitros. Si hubiera sido arbitraje de conciencia, opción a la que no me opuse, no habría esa exigencia. El híbrido que resultó del arbitraje de derecho con tribunales multidisciplinarios es algo que el correr del tiempo corrigió hasta la actualidad en que prácticamente todos los árbitros son abogados.
Desde el 2009, sin embargo, el árbitro único y el presidente del tribunal arbitral no sólo deben ser abogados sino que también deben tener especialización acreditada en derecho administrativo, arbitraje y contrataciones públicas. Los demás integrantes del colegiado pueden ser expertos en otras disciplinas pero con conocimientos en contrataciones públicas. Ambas exigencias nacieron de manera inesperada como una respuesta del Ejecutivo a las quejas formuladas por los gobiernos regionales contra la falta de idoneidad de los árbitros que resolvían sus controversias. Fueron incorporadas en el Decreto Legislativo 1017 que expidió el Poder Ejecutivo al amparo de las facultades delegadas por el Congreso de la República para facilitar la suscripción del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos de Norteamérica. Se adujo entonces que para ese efecto –el de la firma del TLC– era indispensable modificar el régimen de contratación pública vigente en el país. La verdad es que, felizmente, no cambió mucho, pero se introdujo esto de las especialidades y los conocimientos sin mayor evaluación. Por un buen tiempo no se supo cómo implementarlas ni cómo acreditarlas. Llegué a sostener que las especialidades de los árbitros eran como el sexo de los ángeles. Todos saben que lo tienen, pero nadie sabe cuál es.
En el arbitraje lo importante es que los árbitros sepan no cuestiones elementales respecto a la solución de los conflictos o del derecho administrativo sino cuestiones fundamentales de las materias que están en pleito. Por eso es que se opta por este medio de solución de controversias y se lo prefiere a la vía ordinaria. Porque ofrece la posibilidad de que expertos en determinadas disciplinas intervengan en la resolución de los problemas que se generan en ellas. Forzar requisitos como el de las especialidades crea barreras de acceso al quehacer arbitral y favorece las malas prácticas porque surgen los artilugios, los cuestionamientos y las interpretaciones sesgadas destinadas a impedir la designación de un árbitro o a bloquear su ingreso a un determinado registro. Lo importante, más aun en tiempos como éstos, es que el árbitro sea serio y honrado. Lo demás viene por añadidura. La seriedad y la honradez no se compran en la esquina. Se adquiere día y a día y se evidencia transparentemente a través de la conducta y del ejercicio profesional de cada quien.
  La Ley 30225, promulgada en el 2014, inventó el Registro Nacional de Árbitros que combatí sin éxito –incluso en una entrevista que me hizo Raúl Vargas para Radio Programas del Perú– porque eliminaba la pluralidad y la competencia, suprimía la libre voluntad de las partes y proscribía a los centros de arbitraje de las controversias en contratación pública. Duró poco, es cierto. El Decreto Legislativo 1341 lo suprimió pero mientras tuvo vida nos mantuvo en zozobra. No porque el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado hubiera hecho mal uso de sus prerrogativas sino por el riesgo de que ello ocurra en la eventualidad –que felizmente no se dio– de que esta institución caiga en manos de quienes habrían estado tentados de incurrir en algún desatino. Una lista única es muy peligrosa porque no tiene contrapesos, no tiene alternativas en caso de emergencia, porque concentra todo el poder en un solo registro.
Un desacierto mayúsculo, en el que caería un registro perverso, sería retirar de la lista a los buenos árbitros y quedarse con los malos cuando el reclamo ciudadano es justamente todo lo contrario. Que se expulsen a los malos y se queden con los buenos. Alguien, sin embargo, parece no leer ni escuchar el grito de la calle porque desde hace un buen tiempo se persiste en alentar mayores obstáculos a los árbitros. Convertirlos en funcionarios públicos, emplazarlos judicialmente, exigirles que cumplan una serie de obligaciones y regular hasta el más mínimo de sus actuaciones es parte de ese esfuerzo destinado a desalentar a los profesionales serios y honestos para que incursionen en la administración de conflictos y para que dejen el espacio libre para aquellos que están curtidos en estas lides y que lucen con orgullo una raya más en el pecho, como condecoración por las sucesivas reyertas que protagonizan.
Desconocer el aporte de las instituciones arbitrales es otro error en el que con frecuencia se cae. Es verdad que no cualquiera puede fundar un centro. Pensar y legislar de esa manera puede conducir a la proliferación de instituciones sin sentido y sin respaldo alguno. Los centros deben ser administrados por gremios, universidades y colegios profesionales todos ellos vinculados a disciplinas o actividades propias de las contrataciones públicas y con cierta experiencia práctica acumulada. Las instituciones arbitrales serias que operan en el país tienen consejos o cortes muy bien constituidos que dirigen sus quehaceres, hacen designaciones y resuelven recusaciones de manera rápida y eficaz con el objeto de no dilatar ni entorpecer los procesos. Pretender, como se quiso en alguna ocasión, despojarlas de estas atribuciones para concentrarlas en un ente burocrático y centralizado es minimizar su rol y su trascendencia y, de paso, condenar al sistema a un cuello de botella de vidrio en trance de explotar en el plazo más breve.
La disputa entre arbitraje ad hoc y arbitraje institucional no tiene ningún sustento. Hay procesos impecables en ambas clases de arbitraje, como también hay procesos fraudulentos en ambos lados. La tarea del momento es impedir que estos últimos penetren y se instalen en el mundo de las contrataciones públicas. Para hacerlo basta con obligar a las entidades a cumplir con las disposiciones incluidas en la Ley 30225 a través del Decreto Legislativo 1341 que ahora obliga a las entidades a propiciar y procesar las propuestas de conciliación considerando el costo en tiempo y recursos que implica embarcarse en un arbitraje, la expectativa de éxito y la conveniencia de resolver la controversia en la instancia más temprana posible. El artículo 45.5 de la Ley estipula, desde el año pasado, que constituye responsabilidad funcional impulsar o proseguir la vía arbitral cuando el análisis determina que la posición de la entidad razonablemente no será acogida en esa sede.
Otra medida interesante, que se quedó en el tintero en el 2014, es la de exigir que los árbitros que eligen las entidades provengan de los registros del OSCE o de un centro de arbitraje acreditado ante esta institución. De esa manera se garantiza la idoneidad del tribunal que se constituya porque un árbitro serio y honesto no va a coludirse para elegir de presidente a alguien que no lo sea. Al proveedor no se le puede obligar a seleccionar a su árbitro de una determinada lista porque eso atenta contra la libertad en la que se sustenta el arbitraje. Si el privado elige mal es su problema porque él pone en juego su inversión y su dinero. No sucede lo mismo con el funcionario público que debe defender la inversión y el dinero del Estado que es de todos. Él debe designar correctamente. No puede nombrar a su vecino, a su compadre o a su compañero de colegio. Si elige mal el problema no es solo suyo. Si el proceso concluye mal pudiendo terminar mejor, el responsable será quien hizo esa mala elección. Para evitarlo es preferible que la entidad designe de una lista previamente aprobada.
En efecto, en la exposición de motivos del Dictamen Conjunto de las Comisiones de Economía y de Fiscalización emitido a propósito del Proyecto 3626/2013-PE de nueva Ley de Contrataciones del Estado se incluyó una expresa referencia, en el segundo párrafo de la página 27, al Registro Nacional de Árbitros que se creó en esa oportunidad indicando textualmente que reunirá “la nómina de potenciales candidatos que se consideren calificados y especializados para ser designados como árbitros del Estado”, denominación esta última con la que el legislador, no habituado al lenguaje de las contrataciones públicas, identificó, sin ninguna duda, a los árbitros que eligen las entidades en el marco de las controversias que tienen con sus proveedores. No llamarlos así, empero, no le quita validez a la innovación que entonces se hizo eco de nuestra permanente propuesta en esa línea.
Desafortunadamente esa indispensable precisión no tuvo su correlato en el tercer párrafo del numeral 45.6 del proyecto aprobado por la Comisión de Presupuesto y votado en el pleno, cuya autógrafa fue finalmente remitida al Poder Ejecutivo para su promulgación. Se trató de un error material que todavía se puede subsanar como una forma de introducir algunos correctivos destinados a desterrar las malas prácticas del arbitraje y como una manera de rescatar el espíritu constructivo del legislador, estipulándose claramente que “para desempeñarse como árbitro designado por las entidades se requiere estar inscrito en el Registro Nacional de Árbitros.”
Esa precisión permitirá que cualquier proveedor, los árbitros de las partes o las instituciones nominadoras puedan invitar a integrar un tribunal arbitral a una distinguida personalidad que, sin estar inscrita en ningún registro, ni querer estarlo por carecer de interés de desenvolverse reiteradamente en este campo, puede aceptar el encargo y contribuir con sus conocimientos altamente especializados a resolver alguna controversia especialmente compleja. No hay ninguna razón valedera para impedir el concurso de ese o cualquier otro experto en los arbitrajes del Estado y privarle al país de su invalorable aporte.
La misma precisión velará porque las entidades hagan designaciones correctas y no se dejen influir por amistades, compadrazgos y otra clase de relaciones que terminan perjudicando el proceso y al propio Estado, cuyos intereses preocupan a todos.
Para sincerar el número de arbitrajes también debería eliminarse esa absurda disposición que obliga a someter a arbitraje diversas controversias dentro del plazo de caducidad de treinta días hábiles de producida alguna ocurrencia a la que se refiere el artículo 45.2 de la Ley de Contrataciones del Estado y que se aplica a los casos de nulidad, resolución y liquidación del contrato, ampliación de plazo, recepción y conformidad y valorizaciones y metrados, es decir, para la mayoría de las materias que suelen dilucidarse en esta vía. Estos plazos perentorios vienen desde la reforma del 2008. Al comienzo eran quince días hábiles. Se incorporaron en la creencia de que irían a disuadir a los proveedores y disminuirían los procesos. El resultado fue todo lo contrario. Aumentaron las reclamaciones al punto que un mismo contrato terminaba con varios arbitrajes a cuestas. Ante la protesta de los operadores en la Ley 30225 se dobló el plazo a treinta días hábiles pero no se logró ninguna solución.
Lo mejor es volver al plazo general que permite emprender un arbitraje en cualquier momento hasta antes de que concluya el contrato y no quede ninguna deuda por pagar. De esa manera se podrán agrupar conflictos para el final, ocasión en la que se iniciará un solo proceso con todos los reclamos y que permitirá, como antes, renunciar a algunos de ellos como consecuencia de las compensaciones logradas durante la ejecución de la prestación, eventualidad que no encuentra espacio en el régimen actual que obliga a formalizar el arbitraje a la brevedad sin esperar que se decante, que madure y que sea subsumido, en el entendido de que el contratista no vive del litigio y que éste siempre tiene un costo elevado que lo desanima.
EL EDITOR

No hay comentarios:

Publicar un comentario