El lunes 22 de julio se presentó en el Congreso de la República el Proyecto de Ley 8439/2023-CR con el objeto de garantizar la calidad y continuidad de la ejecución de las obras públicas y evitar sus demoras y sobrecostos. La iniciativa es muy similar al Proyecto de Ley 7316/2023-CG presentado por la Contraloría General de la República el 14 de marzo de este mismo año con el objeto de fortalecer el control gubernamental sobre contratistas, sub contratistas, proyectistas y supervisores en la ejecución de las obras públicas (PROPUESTA 836).
La
piedra angular de ambos textos es la modificación del artículo 46 de la Ley
Orgánica del Sistema Nacional de Control y de la Contraloría General de la
República 27785, relativo a las conductas infractoras, a efectos de no
limitarla, como lo está, a los funcionarios y servidores públicos que incurren
en infracción en materia de responsabilidad administrativa, sujetos a su
potestad sancionadora, sino de extenderla para comprender a las personas
naturales que actúan en forma independiente o como ejecutivos o profesionales
de las personas jurídicas, por el incumplimiento de sus obligaciones
contractuales.
La
infracción en ambos casos se considera muy grave y acarrea los apremios de las
denuncias correspondientes si como consecuencia de ella se generan sobrecostos
o demoras en la ejecución de las obras, en el proyecto recientemente ingresado,
y si da lugar a una prestación adicional por deficiencias en el expediente
técnico o a una ampliación de plazo y si ocasiona un perjuicio económico o una
severa afectación a un servicio público, en el proyecto de la Contraloría.
No
es novedad. Desde hace algunos años se plantean con cierta frecuencia estas
propuestas destinadas a someter bajo el imperio de los órganos de control del
Estado a profesionales y empresas del sector privado para tratarlos como si
fueran servidores públicos bajo la entelequia de que desempeñar función pública
simplemente porque contratan con el Estado y son retribuidos por el Estado,
lógica que por cierto no resiste ningún análisis, con la que al final hasta los
proveedores de útiles de escritorio se convertirían en funcionarios públicos o
pasarían a desempeñar una función pública, disquisición que termina resultando
innecesaria porque al final son lo mismo.
El
concepto de sobrecostos en sí es equivocado porque parte de una premisa falsa:
cree que el presupuesto es lo que debe costar un proyecto y en realidad, como
se sabe, el término significa, como su propio nombre lo indica, conjunto de
supuestos previos, condicionados a la inevitable confrontación con la realidad
que coloca cada elemento en su justa y exacta dimensión. El presupuesto se
modifica, generalmente incrementándose por una razón muy simple. Porque quien
diseña no encarece su proyecto sino ajusta lo más que puede en defensa de su
cliente con cargo a elevar lo que sea absolutamente indispensable en el momento
de la ejecución cuando no haya otra opción. Pero también puede, en ocasiones,
reducirse. Por causas habitualmente imprevisibles que eliminan la necesidad de
determinadas medidas que se eliminan en atención a ellas.
El
caso de la carretera cuyo trazo de pronto aparece cruzado por un río que a
última hora se ha desviado de su cauce por efecto de algún fenómeno
extraordinario es clásico. El diseño no contempla ningún puente pero hay que
construir uno para que la vía cumpla el propósito de unir las ciudades que se
ha propuesto enlazar. ¿Ese costo es un sobrecosto? No lo es. Es un monto que se
incorpora al presupuesto a efectos de alcanzar el costo efectivo de la
carretera. La obra sin ese puente no está completa. Incluido el costo del
puente la vía adquiere su costo real.
Sobrecosto
sería aquello que estuviese por encima de este costo, con el puente. Por
ejemplo, litigios derivados de las expropiaciones que han debido formularse o
también obras mal hechas que deben rehacerse. Gastos no previstos para superar
interferencias que no se han podido eliminar con los procedimientos
establecidos en los términos de referencia. O sea, costos en los que se debe
incurrir pero que pudieron evitarse y por un mal manejo o una gestión no muy
diligente complicaron el desarrollo de los trabajos.
Al
margen de las definiciones lo cierto es que ambos proyectos de ley apuntan no a
estos sobrecostos sino a las prestaciones adicionales, como las que exige el
puente, de las que pretende hacer responsables a quienes diseñan, supervisan y
ejecutan las obras, quienes desde luego no pueden ser prestidigitadores para a
través de ciertos malabares descubrir lo que vendrá luego o lo que está debajo
de la parte del suelo que no examinaron en detalle. En las obras longitudinales
se hacen perforaciones cada cierto trecho y se analiza en laboratorio las
muestras que se extraen a fin de determinar las calidades del terreno. Se
ponderan los resultados que se obtienen y se calcula cómo se comporta el suelo
a lo largo de todo el terreno sobre el que se extiende el proyecto. Es una
apuesta, una aproximación.
La
hora de la verdad es el momento de construir. Allí se comprueba la calidad de
todo el suelo sobre el que se trabaja. Y allí mismo, sobre la marcha, se
deciden donde hay que poner más concreto, más cemento, más piedra, más fierro.
No es que el diseño estuvo mal. Es que el diseño no puede adivinar cómo se
comporta cada metro de un área de varios kilómetros. En una obra centralizada,
concentrada en un terreno determinado, en una central, en un centro comercial,
en un edificio, es posible estudiar y analizar al detalle todo el suelo y
elaborar con más certeza un diseño al punto que se puede construir como si se
armara un rompecabezas y lo más probable es, que si no hay contratiempos, se
pueda concluir casi sin adicionales. Como en el Centro de Convenciones de Lima
que concluyó en su tiempo y en su precio de partida. Pero no es necesariamente
lo más frecuente al punto que la obra de mayores adicionales en el mundo es una
obra de edificaciones: el Teatro de la Ópera de Sídney.
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