domingo, 3 de mayo de 2020
Caso fortuito, fuerza mayor, excesiva onerosidad y desequilibrio económico
DE LUNES A LUNES
El artículo 1314 del Código Civil advierte categóricamente que “quien actúa con la diligencia ordinaria requerida, no es imputable por la inejecución de la obligación o por su cumplimiento parcial, tardío o defectuoso.” La actual situación de emergencia ha generado que muchos contratos, públicos y privados, se queden sin concluir. Mientras que los obligados a cumplirlos hayan actuado con la diligencia ordinaria requerida, no debería haber nada que temer. Menos aún, la imposición de penalidades o sanciones, así estas hayan estado previstas. El motivo del incumplimiento no puede en modo alguno ser atribuible al obligado.
El articulo siguiente, el 1315, del mismo cuerpo legal completa el círculo al estipular que la inejecución de la obligación o su cumplimiento parcial, tardío o defectuoso no es imputable cuando se origina en un caso fortuito o de fuerza mayor, definidos indistintamente como “evento extraordinario, imprevisible e irresistible”. Esto es, como es obvio, que no obedece a las circunstancias naturales, que no se puede imaginar razonablemente y que, aun imaginado, no se puede detener una vez desencadenado.
La Corte Suprema, el 8 de marzo de 2016, en la Casación 1693-2014, distinguió los conceptos, individualizando la definición del Código y precisando que el caso fortuito es aquel que no se puede prever y la fuerza mayor aquella que no se puede resistir, en línea con lo que sostiene el tratadista argentino Jorge Mosset Iturraspe. Quizás la Sala va más allá de lo que la norma permite pero así se ha pronunciado sustentándose en la doctrina internacional.
Para el español Manuel Albaladejo García “caso fortuito existe cuando el suceso que impide el cumplimiento de la obligación no era previsible usando una diligencia normal, pero [que] de haberse previsto, hubiere podido evitarse”, en tanto que “fuerza mayor se da cuando ni aun habiéndolo previsto se hubiese podido impedir” y pone el ejemplo clásico de una inundación. También se puede diferenciar, según él, por la procedencia del hecho. Así sería caso fortuito, si la procedencia es interna, atribuible al deudor, que por ejemplo no puede cumplir debido al desgaste del material o de la avería de la maquinaria. Sería fuerza mayor, en cambio, si la procedencia es externa, no atribuible al deudor, que por ejemplo no puede cumplir debido a un bombardeo del enemigo que destruye los productos que debía entregar.
Admitidas estas definiciones puede sostenerse que la emergencia constituye un hecho de fuerza mayor toda vez que si bien no es ni un terremoto ni una inundación, la realidad es que no puede resistirse ni evitarse, aun en la eventualidad de que hubiera estado prevista. Se resiste, claro, pero a un elevado costo en vidas y en pérdidas económicas como consecuencia de la paralización de gran parte de la actividad productiva. Se puede objetar de que los desastres naturales también se resisten. Sin embargo, no se podrá decir que se puedan evitar. La emergencia y el consiguiente confinamiento no se podía evitar, como no se podía evitar la pandemia, ni siquiera con una política sanitaria más agresiva y con una infraestructura hospitalaria más equipada, como lo han demostrado otros países que han optado por un confinamiento selectivo o más relajado y por una emergencia menos radical, pero emergencia finalmente.
En ese contexto me inclinaría por definir el evento que nos azota como una fuerza mayor que impide el cumplimiento de la obligación. Ello, no obstante, la elección parece intrascendente y meramente académica, toda vez que las consecuencias de uno y otro concepto son las mismas. Agréguese a eso el hecho de que el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado emitió el Comunicado 005-2020 de fecha 25 de marzo de 2020 en el que estableció que la declaratoria de la emergencia nacional dispuesta constituye “una situación de fuerza mayor” que desde luego puede afectar los vínculos contractuales celebrados al amparo de su normativa.
En aquellos casos en los que la orden de aislamiento o inmovilización social impida la ejecución oportuna y/o cabal de las prestaciones, según el documento, es derecho del contratista solicitar la ampliación de plazo de acuerdo al procedimiento regulado en la Ley 30225 y en su Reglamento, “debiendo presentarse la solicitud de ampliación dentro de los plazos establecidos en la normativa aplicable, una vez finalizado el hecho generador del retraso, aun cuando el plazo del contrato haya vencido.”
La ampliación de plazo procede, agregamos nosotros, a juzgar por lo señalado en el Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, “por atrasos y/o paralizaciones no imputables al contratista.” En el caso que nos ocupa estoy seguro que tendremos ambas causales: paralizaciones y atrasos. Paralizaciones motivadas por el abrupto confinamiento dispuesto de un día para otro con el que empezó la cuarentena y atrasos motivados por todas las medidas que deberán tomarse al reiniciarse los trabajos que por cierto no podrán hacerlo al ritmo con el que venían avanzando antes del Covid-19.
Dígase de paso que a despecho de lo señalado por el OSCE varias entidades se han manifestado abiertamente en contra de dispensarle a esta paralización el tratamiento que le corresponde como causal de ampliación de plazo, con el soterrado propósito de retacearles a sus contratistas los derechos que de ella se generan sea por temor a la acción represiva de sus órganos de control o simplemente por continuar la mala práctica de algunos pésimos funcionarios de creer que todo proveedor es un enemigo del Estado al que hay que hundir y condenar a la quiebra para ser bien visto en el escalafón.
También “es prerrogativa de las partes pactar la suspensión del plazo de ejecución del contrato”, acota el pronunciamiento, hasta que cese la situación de fuerza mayor o sus efectos, pudiendo acordarse igualmente la prórroga de tal suspensión, anotando que “en aquellos casos en que pueda continuarse la ejecución del contrato, corresponde a las Entidades comunicar al contratista, en formas que no vulneren el mandato de aislamiento o inmovilización social, una dirección de correo electrónico para las coordinaciones respectivas y la entrega de las prestaciones, cuanto esto sea posible; de lo contrario, el contratista tiene derecho a solicitar la ampliación de plazo.”
La suspensión, reiteramos por nuestro lado, sólo cabe cuando haya un acuerdo previo. Si no ha habido un acuerdo previo no se puede forzar esta figura que ciertamente acarrea menores derechos para el obligado, al punto que no se le reconocen los mayores gastos generales ni los costos directos, “salvo aquellos que resulten necesarios para viabilizar la suspensión.”
Para los contratos de obra, por si subsistiera alguna duda, el OSCE ratifica que “además de ser aplicable el procedimiento para la ampliación de plazo, también se configuran las causales para posponer el inicio del plazo de ejecución, así como para suspender el plazo de ejecución del contrato, correspondiendo a las partes adoptar el acuerdo respectivo, en formas que no vulneren el mandato de aislamiento o inmovilización social.” Igualmente, si no hay acuerdo no hay suspensión posible y no es desde luego nada edificante que en algunas entidades se esté presionando a los proveedores a pactar a posteriori lo que no se ha acordado en su momento con el ánimo de no reconocer nada o reconocer algo mínimo.
El comunicado concluye invocando a entidades y contratistas a observar el principio de equidad, según el cual “las prestaciones y derechos de las partes deben guardar una razonable relación de equivalencia y proporcionalidad”, recordándoles que, más aun en circunstancias como éstas, deben dispensarles a sus contratistas un trato justo y equitativo en armonía con el interés público de evitar que se rompa la cadena que pone a andar la economía y de impedir en lo posible la quiebra de sus proveedores.
En el mismo principio de equidad encuentra su sustento tanto la figura del desequilibrio económico financiero previsto en la Ley de Contrataciones del Estado como la denominada excesiva onerosidad de la prestación prevista en el Código Civil. Aquella faculta a las partes a modificar los contratos para alcanzar su finalidad de manera oportuna y eficiente sin afectar el equilibrio pues de lo contrario la parte que se beneficia debe compensar a la perjudicada con el objeto de restablecer lo que se ha roto.
La excesiva onerosidad de la prestación, a su turno, está definida en el Código Civil como aquella situación que se configura por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles que facultan al obligado a solicitarle al juez -o al árbitro, en su caso- que reduzca o aumente la contraprestación a fin de que cese aquello que sobrepasa lo razonable o que, incluso, si no puede recomponer el equilibrio, decida la resolución del contrato.
Contra lo que podría pensarse es muy probable que todos estos derechos tengan que ser reclamados por los contratistas, en forma ordenada y debidamente fundamentada, después que comprueben que sus clientes no aceptan sus pedidos y se niegan a reconocerlos. La creencia de que es hora de hacer concesiones recíprocas en aras de un interés común puede ser la expresión más pura de una genuina intención generosa pero en muchos casos puede ser lo que salva a una empresa o la arroja irremediablemente al colapso y a la desaparición.
EL EDITOR
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Muy buenas aclaraciones
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