DE LUNES A LUNES
Según una información equivocada, que a fuerza
de repetirse pretende convertirse en real, el Estado pierden el setenta por
ciento de los arbitrajes en materia de contratación pública. La verdad es que
los tribunales arbitrales les ordenan pagar el 43 por ciento de lo que sus
contratistas les reclaman. Eso quiere decir, que dejan de pagar nada menos que
el 57 por ciento, una cifra que revela que las entidades se defienden mucho
mejor de lo que se piensa, considerando además que son demandadas en el 95 por
ciento de los casos, entre otras razones, porque cuando quien incumple sus
obligaciones es el proveedor, el Estado tiene hasta cinco medidas que puede
adoptar contra él, sin tomarse la molestia de llevarlo a un arbitraje: le deja
de pagar, le aplica las penalidades previstas, le resuelve el contrato, le
ejecuta las fianzas y por último, lo lleva al OSCE para que lo inhabiliten.
Ese 43 por ciento, sin embargo, debe bajar
todavía más si la estadística pudiera recoger lo que en efecto pagan las
entidades. Lo habitual es que, una vez emitido el laudo, el Estado
invariablemente interpone el recurso de anulación que sólo cabe contra
cuestiones de forma y no de fondo, pero que se ha distorsionado hasta
convertirse en una segunda instancia con lo que se termina judicializando la
reclamación que desde 1998 se retiró de la competencia judicial para llevarla a
la arbitral. Con el paso de los años se ha vuelto a lo mismo.
Desafortunadamente eso no es lo único que
ocurre. A lo largo del proceso es frecuente la presentación de recursos de
reconsideración contra cualquier decisión arbitral que pueda interpretarse como
desfavorable a la entidad, la queja contra los árbitros que la suscriben y la
posterior recusación contra ellos mismos que paraliza el proceso durante largos
períodos.
Tales artilugios lo único que pretenden es
dilatar los arbitrajes lo más que se pueda para rehuir la discusión de los
puntos controvertidos y, de paso, intentar que sea una nueva administración la
que tenga que enfrentarlos.
En este escenario en la gran mayoría de los
casos sólo progresan los arbitrajes amañados, aquellos en los que se confabulan
funcionarios, proveedores y árbitros, en los que se inventan deudas
inexistentes y en los que el proceso fluye muy rápido, sin mayores incidentes,
se lauda muy pronto y las partes cobran de inmediato porque, al final, se trata
de un botín que se reparten entre todos. Los arbitrajes serios que entablan los
contratistas a los que se les ha negado injustamente un derecho no tienen,
desde luego, esa suerte. Caminan por senderos tortuosos y se enfrentan con
múltiples inconvenientes.
Algunos funcionarios públicos olvidan, por
ejemplo, que sólo pueden recusar a los árbitros, conforme a lo indicado en el
inciso 3 del artículo 28 de la Ley de Arbitraje – Decreto Legislativo 1071, “si
concurren en él circunstancias que den lugar a dudas justificadas sobre su
imparcialidad o independencia, o si no posee las calificaciones convenidas por
las partes o exigidas por la ley.”
Emitir una resolución en contra de una de las
partes o que una de las partes no la comparte, evidentemente no constituye una
causa para recusar a un árbitro, al punto que el inciso 5 del artículo 29
categóricamente señala que “no procede recusación basada en decisiones del
tribunal arbitral emitidas durante el transcurso de las actuaciones
arbitrales.” Hacerlo contraviene abiertamente la obligación de las partes de
“observar el principio de la buena fe en todos sus actos e intervenciones en el
curso de las actuaciones arbitrales y a colaborar con el tribunal arbitral en
el desarrollo del arbitraje” a que se refiere el artículo 38.
EL EDITOR
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