DE LUNES A LUNES
En la página web
del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado se encuentran pre
publicados quince nuevos proyectos de Bases Estándar con el objeto de que los
operadores del sistema, las asociaciones gremiales y la ciudadanía en general
las revisen y formulen las sugerencias y comentarios que estimen pertinentes a
través de un formulario preparado para el efecto. En realidad no son nuevas
bases. Son las actualmente vigentes con los cambios que se propone introducir
en ellas y que incluyen, según se anuncia en el mismo portal, medidas para
promover la integridad y la transparencia, la simplificación administrativa y
la predictibilidad así como para fomentar mayor competencia en el mercado,
impulsando la sostenibilidad ambiental y social.
En lo que
respecta a las Bases Estándar para consultoría en general y para consultoría de
obras se ha podido detectar, por de pronto, que se ha resucitado o se quiere
resucitar un criterio que pretende evaluar el desempeño del proveedor en el
cumplimiento de los servicios que haya efectuado “sin haber incurrido en
penalidades”. Se acreditará, según se dice, mediante la presentación de las
“constancias de prestación sin penalidades” o de cualquier otro documento que
así lo indique, independientemente de su denominación. Como si no tener multas
fuese una garantía de seriedad para futuros encargos.
Este factor de
evaluación no es nuevo. Ya ha existido hace diez años atrás y fue un fracaso
rotundo. En los artículos 44, 45, 46 y 47 del Reglamento de la Ley de
Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 184-2008-EF, se
incorporó, bajo la denominación genérica de “cumplimiento de la prestación”
pero aplicable para la contratación de bienes, servicios en general, servicios
de consultoría y ejecución de obras. Se desconoce las razones por las cuales
ahora se lo quiere reponer sólo para servicios de consultoría y no para todas
las contrataciones públicas.
Lo cierto es que
era un factor de evaluación inconstitucional porque atentaba contra la libertad
del trabajo y contra el derecho a la igualdad ante la ley, habida cuenta de que
en los procedimientos de selección que se convocaban dentro del Perú favorecía
a los postores procedentes del exterior cuyos certificados no traían esa
precisión y no había forma de acreditar fehacientemente si habían sido
penalizados o no en el desempeño de sus servicios. En los procedimientos de
selección convocados en el extranjero terminó perjudicando a los nacionales
que, a diferencia de sus competidores, no podían exhibir, en la mayoría de los
casos, constancias sin multas.
La mayoría de
certificados incluían sanciones pecuniarias porque los proveedores, como no
sabían, por ejemplo, que incurrir en atrasos iba a invalidarlos, preferían
priorizar –como es lógico y comprensible– la culminación de la prestación en su
conjunto y, en esa línea, entregar el trabajo que había sido contratado en
ocasiones antes de que venza su plazo, con lo que recibían incluso el
reconocimiento de la entidad, sin perjuicio de algunas multas intrascendentes,
generalmente relativas a retrasos menores, en los que habían tenido que
incurrir en la mayoría de los casos para lograr el objeto del contrato.
El factor,
además, adolecía de otro defecto: era retroactivo porque obligaba a acreditar
servicios prestados antes de conocerse su propósito. Lo correcto, si cabe el
término, hubiera sido que rija no sólo para los procedimientos de selección que
se convoquen desde que entró en vigencia sino que los certificados susceptibles
de incorporarlo sean los que correspondan a esos nuevos contratos que se
suscriban y empiecen a ejecutar en circunstancias en que los proveedores se
encuentran perfectamente informados que un atraso y una penalidad iba a
inutilizar la constancia. En otras palabras, que este factor sólo pueda
exigirse para aquellos contratos que fueron convocados cuando ya estaba vigente
la norma que lo introdujo.
De otro lado, el
factor no distinguía entre el incumplimiento por atraso en la entrega de la prestación
y otras penalidades. La primera es conocida como penalidad por mora que, de
conformidad con el artículo 133 del Reglamento, se aplica en el caso de retraso
injustificado del proveedor en la ejecución de las prestaciones objeto del
contrato. Se aplica automáticamente por cada día de atraso según una fórmula
que allí se reproduce y que se vincula con el monto y el plazo de contrato o
del ítem que debió ejecutarse o con la prestación parcial materia de la demora.
Si el contratista justifica el retraso no habrá sanción pecuniaria pero tampoco
habrá gastos generales de ningún tipo, extremo ilegal este último que se
contradice con lo preceptuado en los artículos 140 y 171 del mismo Reglamento.
Las otras penalidades, reguladas en el artículo 134, deben ser, al igual que la
primera, objetivas, razonables, congruentes y, en este caso, proporcionales con
el objeto de la contratación. Se calculan en forma independiente a aquellas que
castigan la mora.
Estas últimas,
que se podrían identificar como infracciones menores no deberían nunca
invalidar un servicio para los efectos de poder demostrar la experiencia de un
postor pues pueden perfectamente ser aplicadas para sancionar circunstancias e
incumplimientos sin mayor relevancia que no afectan el desarrollo y feliz
conclusión de la prestación contratada. Distinguir entre unas penalidades y
otras es indispensable, en cualquier documento, sea en el certificado, sea en
la liquidación o en algún informe de cierre de actividades. No es lo mismo
atrasarse en la entrega de un bien, de un servicio, de un estudio o de una obra
que entregar un informe semanal fuera de plazo. Es posible que éste tenga
cierta importancia pues, de lo contrario, no se lo pediría, pero es evidente
que no tiene la misma relevancia que la entrega final de lo que es objeto del
contrato.
Por todas esas
razones, pero principalmente por romper el trato equitativo que por expreso
mandato legal se les debe dispensar a todos los postores, se eliminó finalmente
este factor de evaluación. Lo que quedaba pendiente era prohibir que se
consignen las penalidades en las constancias, práctica que comenzó a
generalizarse a partir de ese entonces y que se mantiene. Hay que eliminarla
también porque, aun cuando el factor ya no rige, perjudica a los nacionales
frente a los extranjeros. Eso es lo que hay que hacer y no reponer el factor de
evaluación que los perjudica todavía más y que no asegura en modo alguno el
cabal cumplimiento del nuevo servicio.
No se busca
proteger a los malos proveedores. Todo lo contrario. Se trata de sincerar los
criterios de evaluación y de no pretender descubrir fórmulas que no garantizan
nada. El consultor que sacrifica una obligación intrascendente para alcanzar un
fin supremo y que redondea un servicio excelente no puede ser impedido de utilizar
su respectivo certificado para acreditar su desempeño eficiente. La experiencia
no se mide por los atrasos en los que se incurre sino por la complejidad de los
trabajos que se culminan con éxito y con frecuencia dentro de sus respectivos
plazos de entrega.
La multa misma
está prevista para advertirle a quien se le aplica que ha incumplido alguna
obligación. No tiene el objeto de eliminar al contratista o de sacarlo del
mercado y hacerlo quebrar. Sólo de jalarle las orejas. Tampoco se pretende con
ella disminuir el costo del servicio o enriquecer a la entidad que la impone.
Por eso mismo tiene una incidencia moderada y no se acepta habitualmente que
supere el diez por ciento del monto del contrato. Si al penalizar a un
consultor se le va a inutilizar su certificado ello equivale a pulverizarlo. A
sacarlo del medio a empellones.
Para tener un
buen servicio, que es el propósito que anima el espíritu de la norma, hay que
hacer una buena elección y eso sólo se hace con personal profesional altamente
capacitado, experto en la materia, que sea especialmente convocado para
integrar los comités de evaluación y calificación. Así lo exigían las normas
originales sobre contratación pública. Recuerdo que el Reglamento General de
las Actividades de Consultoría, REGAC, cuya revisión y redacción final me fue
confiada hace más de treinta años, aprobado mediante Decreto Supremo 208-87-EF,
establecía, en su artículo 27, que para convocar un concurso de méritos la
entidad previamente debía haber designado a una o más comisiones encargadas de
la recepción, revisión, evaluación, apertura y negociación de propuestas y de
la adjudicación del proceso. Dichas comisiones tenían que estar conformadas no
sólo por un número impar de miembros, no menor de tres, sino que debían tener las
especialidades materia del servicio y si no hubiere, de especialidades afines.
El artículo 9 de
la Ley de Consultoría 23554, promulgada en 1982, había consagrado que para la
contratación de esta clase de servicios se debían realizar concursos públicos
de méritos “basados en las calificaciones técnicas de los participantes”. De
allí nace la necesidad de que quienes revisen y seleccionen sean expertos en
las disciplinas correspondientes. Allí también se origina la necesidad de
evaluar únicamente los documentos que se presentaban en el llamado segundo
sobre que contenía la relación de los principales servicios prestados, la
relación de equipo y facilidades administrativas, organización y personal
técnico estable, currículum de los principales directivos, currículum del
personal profesional asignado al servicio, descripción detallada del servicio,
enfoque y concepción del proyecto, comentarios, sugerencias y aportes a los
términos de referencia, plan de trabajo, organización propuesta, programación y
recursos a ser utilizados así como las declaraciones del postor y de su
personal comprometiéndose a desarrollar el servicio con el plantel ofrecido.
Esos mismos
factores, con algunas variantes, fueron repuestos en la Directiva
002-2007-CONSUCODE /PRE que, sin embargo, progresivamente fueron eliminándose
en la equivocada creencia de que facilitaban una elección dirigida o subjetiva,
abierta a las malas prácticas o a los actos de corrupción, cuando en realidad,
complementándose con la correcta conformación del comité especial que sustituyó
a las antiguas comisiones, generaba el efecto contrario, porque permitía la
selección de la mejor propuesta, a la que, de conformidad con el artículo 59 y
siguientes del REGAC, se le abría el sobre económico sólo para comprobar si su monto
estaba dentro de las posibilidades fiscales o para invitar al respectivo
consultor a ajustarlo. Si no se llegaba a ningún acuerdo se pasaba al que había
quedado en el segundo lugar y así sucesivamente hasta, de ser el caso, declarar
desierto el concurso, quedando absolutamente prohibido volver a negociar con
uno con el que ya se había cerrado esta etapa sin arribar a ningún consenso.
El sistema era
tan exitoso que existía en varios países y en varias organizaciones
multilaterales que financian proyectos. También fue diluyéndose por un tiempo,
dando paso a las fórmulas que admiten cierta incidencia del monto ofertado,
que, sin embargo, no han logrado los resultados esperados al punto que se está
volviendo al régimen del concurso de méritos típico, como el que tuvo el Perú
entre 1987 y 1997. No es mala idea, volver sobre esos pasos y resucitar lo que
merece recobrar vida y no lo que debe quedarse en el olvido.
EL EDITOR
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