DE LUNES A LUNES
El
pasado viernes 11 de agosto antes del mediodía el área de trámite documentario
del Congreso de la República recibió el Oficio 264-2017-MP-FN remitido por el
Fiscal de la Nación, Pablo Sánchez Velarde, con cinco proyectos de ley
presentados en ejercicio del derecho de iniciativa conferido en el artículo
159, inciso 7, de la Constitución Política del Perú, concordado con los
artículos 4 y 66, inciso 4, del Decreto Legislativo 052, Ley Orgánica del
Ministerio Público.
El
primero de ellos propone la Ley General de Protección al Denunciante de Delitos
contra la Administración Pública; el segundo, propone incorporar el artículo
214-A del Código Penal con el que se pretende sancionar los delitos de
corrupción privada; uno más, que propone crear los Comités de Vigilancias
Ciudadanas o Veedurías en los procesos de contrataciones estatales e inversión
pública; otro que modifica el artículo 298 del Código Procesal Penal con el objeto
de incluir en la medida de suspensión temporal del ejercicio, al cargo, empleo
o comisión de carácter público que provenga de elección popular.
El
que quisiera comentar en esta oportunidad es el proyecto 1774/2017-MP que
también forma parte de este paquete y que propone incluir un nuevo inciso en el
artículo 425 del Código Penal para considerar a los árbitros como funcionarios
o servidores públicos siempre y cuando una de las partes en los procesos que
deban resolver sea una entidad, un organismo o una empresa del Estado o una
sociedad de economía mixta comprendida en la actividad empresarial del Estado.
Funcionario público es el juez que es quien administra justicia desde el sector
público. No puede serlo el árbitro que es quien administra justicia desde el
sector privado. Sería como pretender estatizar el arbitraje.
La
iniciativa, en realidad, es una copia de otras que se han formulado con
anterioridad con el mismo propósito. La propuesta más parecida es el proyecto
4029/2014-CR impulsado por el congresista Gustavo Rondón el 27 de noviembre del
2014, sustentado con al menos uno de los argumentos que ahora reproduce la propuesta
del Ministerio Público.
El
23 de diciembre del 2014 el diario Gestión publicó un artículo que escribí a
propósito de ese proyecto que recobra actualidad y que empezaba reconociendo
que la incorporación del arbitraje como mecanismo obligatorio para la solución
de los conflictos que se derivan de la Ley de Contrataciones del Estado,
promovida por el suscrito en 1997 y vigente hasta ahora, ha sido muy útil por
la confianza que inspira en las partes el hecho de que ellas mismas eligen a
quienes resolverán sus discrepancias de manera rápida y eficaz.
A
reglón seguido se pasaba revista a algunos delitos que deben perseguirse con
todo el peso de la ley pero que, sin embargo, se habían expresado a través de arbitrajes,
ciertamente ajenos a la contratación pública razón por la que el planteamiento
para que esta clase de solución de desavenencias esté reservada exclusivamente
para el sector privado, no parecía lo más acertado. Esos ilícitos, como hemos
sostenido en otras ocasiones, pueden presentarse y de hecho se presentan
desafortunadamente en el Poder Judicial, en notarías, en comisarías y en
diversas reparticiones de la administración pública.
En
ese contexto acusar a los árbitros de encontrarse en libertad de cometer
excesos en perjuicio de las entidades públicas no se condice con la realidad
habida cuenta de que tienen las mismas facultades que cualquier juez con la
ventaja adicional que generan confianza y solucionan los problemas con
celeridad precisamente por ser, en la mayoría de los casos, especialistas en
las materias en discusión. Si no son especialistas es porque el verdadero
funcionario público ha elegido como árbitro a quien no debe, con el propósito
de retribuirle algún favor o de crearle uno para cobrárselo después. Y eso es
gravísimo porque se supone que ese servidor está para cautelar los fondos
públicos que son de todos y no para despilfarrarlos o ponerlos en peligro. Si
eso sucede en el lado del proveedor que contrata con el Estado y no designa al
especialista, será su riesgo, pues lo que está en juego será su propio peculio
y no el interés colectivo.
Para
que haya malas prácticas es indispensable que el árbitro único o, cuando menos,
dos de los tres que integran un tribunal, las alienten. Para evitarlas no se
necesita convertir a los árbitros en servidores o funcionarios públicos ni
enrolarlos en ningún servicio obligatorio. Basta, por ejemplo, con exigir que
las entidades elijan correctamente a sus árbitros, de preferencia de los
registros que administra el Organismo Supervisor de las Contrataciones del
Estado o los centros de arbitraje y que esos jueces privados no cometan el
error de seleccionar a profesionales descalificados por sus antecedentes para
presidir los tribunales que integren.
El
nuevo proyecto repite los errores del estudio que hizo la Contraloría General
de la República al analizar los resultados de un conjunto de arbitrajes comprendidos
entre el año 2003 y el 2013, reiterando el mito de que el Estado pierde el
setenta por ciento de los casos –que a fuerza de repetirlo quieren hacerlo
pasar como verdad absoluta– cuando lo comprobado, según otro estudio de la
Pontificia Universidad Católica que cubrió idéntico período, es que del total
de lo que se les reclama a las entidades los tribunales arbitrales les ordenan
pagar sólo el 43 por ciento. Y digo que les ordenan pagar porque las estadísticas
todavía no reflejan lo que efectivamente pagan que revelaría un porcentaje muy
menor porque cobrar, desafortunadamente para los acreedores, es otra historia.
Las cifras señalan, por tanto, que el Estado gana el 57 por ciento de lo que se
le exige lo que significa que se defiende mucho mejor de lo que se cree. Que lo
haga además cuando sólo demanda en el cinco por ciento de los casos es un dato
adicional altamente ilustrativo. ¿Por qué demanda sólo en el cinco por ciento
de los casos? Desde luego, no porque los contratistas sean unos angelitos. Lo
hace porque no necesita llevarlos a arbitraje cuando incumplen sus
obligaciones.
No
me cansaré de reiterar, por mi parte, que el Estado tiene hasta cinco acciones
para acogotar a sus proveedores: les deja de pagar, les aplica las penalidades
pactadas, les resuelve el contrato, les ejecuta las fianzas y si todavía están
vivos, los envía al Tribunal del OSCE para que los inhabilite. No tiene que
tomarse la molestia de iniciarles ningún proceso de reclamación. En cambio,
cuando la parte que incumple sus obligaciones es la entidad, el proveedor lo
único que puede hacer es pedirle un arbitraje. Por eso, en el 95 por ciento de
los casos es el contratista el demandante.
Por
lo demás, sólo el 25 por ciento de los arbitrajes corresponden a litigios en
los que se contradicen resoluciones administrativas o sea, procesos en los que
se ubican posiciones contrapuestas. La inmensa mayoría de casos corresponden a
asuntos no contenciosos que deberían resolverse por medio de otros mecanismos.
La
iniciativa también recoge algunas conclusiones de otro estudio de IDL Reporteros
sobre los escándalos protagonizados por las empresas brasileras, una de las
cuales habría ganado más de 254 millones de dólares en arbitrajes entre el 2003
y el 2016. Sin ánimo de defender a quienes habrían perpetrado diversos delitos
en agravio del Estado es preciso aclarar ciertos conceptos para que no subsista
cierto desconocimiento sobre estas materias que se advierte incluso en medios
de comunicación y en algunas autoridades que deberían estar bien informadas.
No
es correcto comparar los precios de los estudios preliminares con los precios
definitivos. Los estudios preliminares se formulan sobre aproximaciones, los
definitivos sobre reportes más precisos. Y aún estos, necesariamente deben
ajustarse al momento de ejecutarse la obra. Los estudios imaginan el
comportamiento de los suelos, la realidad los descubre y en esa línea confirma
o corrige la información disponible. Los estudios se hacen sobre la base de
presupuestos que no son otra cosa que supuestos previos que deben sincerarse a
la hora de la verdad. Por eso es que colegir que porque hay una diferencia
entre el precio del estudio frente a lo realmente invertido en una obra, hay
corrupción, demuestra un desconocimiento mayúsculo. Lo que debe llamar la
atención es si hay alguna diferencia entre un peritaje que revele los montos
puestos en obra respecto de la liquidación definitiva. Si las cifras son
iguales y técnicamente están justificadas, no hay problema alguno. Si por el
contrario, la cifra de la obra es menor de la invertida, algo está mal, o muy
mal, y corresponde investigar y determinar si ha habido malos manejos y
corruptelas, identificar a los delincuentes, enjuiciarlos y sancionarlos
ejemplarmente.
EL
EDITOR
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