DE LUNES A LUNES
Las bases estándar aprobadas por el Organismo
Supervisor de las Contrataciones del Estado exigen que los postores acrediten un
monto facturado acumulado no mayor a dos veces el valor referencial en obras
iguales o similares ejecutadas “durante los diez (10) años anteriores a la
fecha de la presentación de ofertas que se computarán desde la fecha de la
conformidad o emisión del comprobante de pago, según corresponda.” En el pasado
más reciente se permitía también la acreditación de trabajos en la actividad
distintos de aquellos otros trabajos de la especialidad. Después se permitió
que los mismos trabajos se presenten para sustentar uno u otro concepto, con lo
que se desdibujó por completo el objeto de la diferencia. Unos demostraban la
perseverancia y la permanencia en el giro y los otros el dominio de una
disciplina específica. Al subsumirse todo en un solo rubro, se llegó al punto
en que estamos. En los gloriosos tiempos aurorales, desde luego, no había
ningún límite para la experiencia acumulada. Todo sumaba.
Las mismas bases en la actualidad estipulan que para
el caso del personal clave propuesto, “se considerará aquella experiencia que
no tenga una antigüedad mayor a veinticinco (25) años anteriores a la fecha de
presentación de ofertas.” Entre ambas disposiciones hay una contradicción
flagrante. Un mismo trabajo no puede ser utilizado por un postor, que
generalmente es una persona jurídica, por diez años en tanto que los
profesionales que prestaron el servicio, que son personas naturales, lo pueden
utilizar por veinticinco años. Algo no funciona bien.
A las pruebas me remito: Una empresa de amplia
trayectoria prestó un servicio y con el objeto de reclamar sus pagos pendientes
tuvo que iniciar un arbitraje que desde luego en términos generales ganó, pero
que la entidad llevó al Poder Judicial en vía de anulación con lo que detuvo la
ejecución del laudo pese a no haber consignado, dicho sea de paso, la garantía
a favor del demandante por el íntegro de la condena, condición que establece la
Ley de Arbitraje para que proceda esta articulación. Se amparó en la Ley de
Contrataciones del Estado que ahora obliga al contratista a presentar una
fianza como requisito para la interposición del recurso, como era antes en los
reglamentos de algunas instituciones arbitrales, mientras que a la entidad sólo
le exige la autorización de su más alta autoridad administrativa, bajo
responsabilidad, consagrando de esta forma un trato desigual que perjudica
notoriamente a una de las partes y beneficia a la otra. No es lo mismo, por
cierto, consignar dinero a través de una garantía bancaria que consignar un
acuerdo o una resolución de mero trámite.
La Corte Superior se pronunció finalmente por la
validez del laudo, como era de esperarse, ordenando que se cumpla con lo
dispuesto por el tribunal arbitral. Ante la resistencia de la entidad, en
ejecución judicial de laudo, la firma en cuestión obtuvo finalmente el mandato
definitivo para que se le pague su deuda que, sin embargo, deberá esperar en la
cola de los acreedores que se honren otros compromisos que tienen prioridad y
que no se desborde el ínfimo porcentaje de cada presupuesto que se destina a
estos fines. Otro precepto que debería sincerarse en el ánimo de reactivar las
obras paralizadas y de que no se paralicen otras nuevas.
La empresa también logró otra victoria pírrica.
Consiguió que se le entregue su certificado que acredita la prestación del
servicio que había realizado. Para su mala suerte ese certificado, como lo
hemos recordado, sólo tiene diez años de vida, pero contados desde la
culminación del trabajo, que había ocurrido nada menos que seis años atrás. Al
cabo de cuatro años de haberlo recibido ya no le sirve para nada. ¿Eso es justo?
No parece.
Hay más. Los profesionales que le prestaron el
servicio a la empresa también tienen sus respectivos certificados que acreditan
las labores desarrolladas. Esos certificados tienen una vida útil, como queda
dicho, de veinticinco años que igualmente no por ser tan amplio deja de ser un
número arbitrario e injusto. El personal no tiene necesariamente que restar el
tiempo de los procesos arbitrales y judiciales. Podía disponer de sus
constancias desde antes. Pero en el peor de los casos, deducidos esos seis años
perdidos durante los reclamos, tienen no cuatro sino diecinueve años por
delante para poder emplearlos.
Lo paradójico es que las empresas extranjeras que se
mueven en diversos escenarios y que van allí donde se requieren las
especialidades que dominan, sí tienen la experiencia que a la nacional se le
priva o que ha caducado por efecto del vencimiento de los diez años. Ellas, las
foráneas, contratan a los profesionales que trabajaron para la firma peruana,
para que hagan ahora el mismo servicio. En buena hora que les ofrezcan trabajo
a los profesionales nacionales pero no está bien que las compañías con las que
adquirieron esa experiencia no puedan también participar en los nuevos
procesos.
Lo peor es que esas empresas extranjeras pueden ser
sucursales y la experiencia que acreditan puede corresponder a otras sucursales
en otros países o de su misma matriz que tampoco es de aquí. De esa manera, la
firma de fuera acredita experiencias que probablemente ni su personal en el
Perú ni en su sede central ha adquirido, con lo que se desbarata el argumento
de que la limitación de los años se sustenta en la eventual permanencia en el
servicio de los mismos profesionales que hicieron originalmente el mismo trabajo.
Si no lo prestaron porque ya no están en actividad o porque no están en la
localidad en que se ejecuta, da exactamente lo mismo. Dos situaciones similares
tienen necesariamente que acarrear las mismas consecuencias. No se puede medir
con dos varas distintas, dos hechos iguales, vinculados al tiempo y al espacio.
¿Qué hay que hacer? Pues lo más simple. Devolverle a
la experiencia el valor que tiene. El valor de la trayectoria es infinito. Es
como el currículum de un profesional. Se construye paso a paso, peldaño por
peldaño. Tan importante es lo que se hizo al empezar como lo que se hace ahora.
Todo está encadenado y todo pone en evidencia la capacidad de gestión, de
adaptarse a un mundo en constante transformación. No porque la tecnología puede
haber cambiado la experiencia acumulada durante los primeros años deja de ser
útil. Y lo que es más importante, le da valor a la persona, sea natural o
jurídica.
La tecnología no puede
haber cambiado sólo para la empresa y no para los profesionales que desarrollaron
el mismo servicio que están hábiles para utilizar esa experiencia por
veinticinco años en tanto que la firma que los contrató y que asume la
responsabilidad por ese trabajo sólo está hábil para utilizarla diez años.
Una tarea impostergable es poner en valor los activos
del país y entre éstos a las empresas que constituyen su reserva tecnológica.
Una firma con valor se cotiza mejor en los mercados y puede redituar finalmente
a sus propietarios la justa recompensa por lo que crearon, con lo que
coadyuvaron a hacer patria.
Ricardo Gandolfo Cortés
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