DE LUNES A LUNES
Entre las
reglas de conducta que deben observar los árbitros, según el Código de Ética
que para el efecto tiene aprobado el Organismo Supervisor de las Contrataciones
del Estado, se establece que si alguna de las partes decide contactar con un
árbitro antes de su designación sólo puede hacerlo para determinar su
disponibilidad y conocimiento de las materias que eventualmente serán sometidas
a su competencia. No se puede aprovechar esta circunstancia, como es
comprensible, para brindarle los detalles del caso ni mucho menos para
averiguar la posición que tendría frente a los hechos que se le exponen. Sí es
posible informarle sobre los aspectos generales del caso, precisamente para
explorar si se encuentra en condiciones de atenderlo, así como sobre algunos
datos relevantes que le permitan, en su oportunidad y de ser elegido,
identificar y declarar potenciales situaciones que puedan afectar su
independencia e imparcialidad.
La norma, como
puede verse, faculta a las partes a contactar al árbitro que estimen pertinente
nombrar. En mi opinión es un trámite que debería ser obligatorio para evitar
que se dilaten o se compliquen los procesos. Me ha ocurrido en más de una
ocasión que he tenido que declinar designaciones que se han efectuado sin
consultarme en circunstancias en que tenía distintos impedimentos. Una vez
incluso se me avisó al filo del plazo, en consideración a una gentileza que
pudo costarme caro, y me apresuré en enviar mi aceptación sin advertir que no
debía hacerlo. Antes de que deje sin efecto mi aviso, la otra parte ya había
interpuesto una recusación de la que por fortuna me libré no sólo renunciando a
la elección sino informando con lujo de detalles los acontecimientos que habían
precipitado mi respuesta.
Que las partes
pretendan distorsionar la figura de la consulta previa para tratar que el
futuro árbitro se comprometa a resolver la controversia a favor de quien lo
nombra o para tratar de arrancarle una declaración sobre el sentido del voto
que emitiría, ya es un asunto que escapa de sus alcances y se involucra en el
terreno del delito. Ya no depende de lo que se disponga o no, sino de las
calidades y de la integridad de quien le pregunta a un profesional si podría
aceptar un encargo como el que se le haría y de quien recibe esa propuesta.
Se ha dicho
muchas veces que es perfectamente lícito examinar los pronunciamientos y las
opiniones, los laudos y las resoluciones que el juzgador que se piensa elegir
pueda haber suscrito así como los artículos y textos especializados que pueda
haber elaborado, para verificar si sus posiciones se encuentran cercanas a las
que uno va a exhibir en el curso del arbitraje. Pero de ahí a querer asegurarse
plenamente un voto hay sin duda mucho trecho.
Las reglas por
eso mismo estipulan que ningún árbitro puede alentar su propia designación y
más bien debe rechazar aquella que le suscita dudas justificadas respecto de su
imparcialidad e independencia. De no hacerlo, puede declarar los hechos o circunstancias
que puedan originar esas dudas a efectos de actuar durante el ejercicio de sus
funciones siempre con imparcialidad e independencia al punto que de sobrevenir
nuevos hechos o circunstancias que comprometan esa exigencia, debe revelarlo o
renunciar, opción que también está desde luego abierta por motivos de salud. En
esa eventualidad el árbitro renunciante debe devolver la documentación
presentada por las partes que tuviera en su poder, devolver los honorarios en
la proporción que se decida en función del estado del proceso y mantener para
todos los efectos el principio de la confidencialidad.
Un precepto muy
importante, recogido en el Código de Ética para el Arbitraje en Contrataciones
del Estado estipula que los árbitros deben impedir que prosperen acciones
dilatorias provocadas deliberadamente por las partes o por cualquier otra
persona que participe directa o indirectamente en las actuaciones destinadas a
retardar o dificultar su normal desarrollo; y, más bien, deben conducirlas con
celeridad bajo los parámetros de la debida conducta procesal. Un anhelo difícil
de cumplir en cuando algunas partes lo único que tratan es de alargar lo más
que puedan el arbitraje, entre otras razones, para que concluyan sus gestiones
y sean otros, los que vengan a sustituirlos, los que tengan que cargar con la
responsabilidad de honrar las obligaciones que de él se deriven.
Siempre repito
que en aras de no dilatar la solución de los conflictos se incorporó en el
2021, a mi iniciativa e insistencia –y seguramente con el apoyo de otros
colegas que han sido víctimas de la misma perversión–, la prohibición para que
la parte que acumula tres recusaciones que se declaren infundadas en un mismo
arbitraje, sean continuas o no, ya no pueda interponer ninguna nueva. Recuerdo que
por entonces patrocinaba un caso en el que una parte recusaba a cuanto árbitro
nombraba la otra y no contenta con esa conducta llegó a recusar al árbitro que
ella misma había designado en cuanto éste se atrevió a expedir en forma unánime
con los demás miembros del colegiado una resolución de mero trámite que no
acogía una solicitud que ella misma había formulado. Creo que se llegaron a
presentar como trece recusaciones y como se comprenderá el arbitraje avanzaba
con pies de plomo. Ese fue el motivo que me inspiró a plantear con mucho
interés y convicción una medida que terminó fortaleciendo al arbitraje del uso
y abuso de quienes lo querían destrozar solo para impedir el resultado
inevitable del reclamo. Desde luego, no se aplicó al caso que yo defendía pero
sirvió para hacer justicia en los que vendrían después.
Los árbitros
deben tratar con respeto a las partes y a las otras personas que participan en
las actuaciones y exigir de éstos el mismo trato para ellos y para todos los
demás. Deben evitar el uso de calificaciones o acciones peyorativas u ofensivas
en contra de las partes. No es frecuente pero ocurre, allí donde uno menos lo
espera. Hay profesionales con tales ínfulas que observan a todos por encima del
hombro y no tienen el más mínimo empacho de hacerlo notar demostrando con ello
la pobreza de su formación. Es indispensable que los árbitros, más que
cualquier otro actor del proceso, respeten a todos y se conduzcan con decoro
por más que en efecto existan algunas partes capaces de sacar de quicio al más
equilibrado. La prudencia y la seriedad de los árbitros engrandecen el
ministerio del arbitraje.
Otra
disposición prohíbe a los árbitros utilizar en su propio beneficio o de un
tercero la información que en el ejercicio de sus funciones hayan obtenido.
Igualmente deben evitar discutir sobre la materia en controversia con
cualquiera de las partes, sus representantes, abogados o asesores, salvo en las
actuaciones donde es habitual el intercambio de pareceres. Tampoco deben
informar a ninguna de las partes de manera anticipada las decisiones que vayan
a emitir o hayan sido emitidas en el ejercicio regular de sus funciones y
todavía no haya sido notificadas por los conductos regulares.
Este último
impedimento va de la mano de otro también obvio según el cual ningún árbitro
debe, directa ni indirectamente, solicitar o aceptar favores, dádivas o
atenciones de alguna de las partes, sus representantes, abogados o asesores ni
solicitar o recibir algún tipo de beneficio económico u otro diferente al que
corresponde a sus honorarios.
Todas esas
disposiciones aunque parezcan innecesarias resultan procedentes. Lo que está
mal es equivocar los conceptos. El arbitraje es un medio privado de solución de
conflictos. No porque participa el Estado deja de ser privado y deja de
conducirse como tal, sustentado en la confianza que inspiran los árbitros y en
la libertad de las partes para designarlos y someterse a sus decisiones. Como
en la antigüedad cuando los miembros de la tribu acudían al jefe para que
resuelva sus conflictos sin que a nadie se le ocurra cuestionarlo.
La idea tampoco
debe ser la de recortar los espacios para que cada vez menos profesionales
vinculados al mundo de la contratación pública puedan desempeñarse como
árbitros. No es un buen camino continuar creando más impedimentos pensando que
así se van a conseguir mejores resultados. Todo lo contrario, por esa vía se va
a terminar confiando los arbitrajes a profesionales sin mayor experiencia que de
seguro van a poner todo su esfuerzo en buscar las soluciones más justas y
equitativas pero probablemente no en buscar las que en rigor corresponden a un
arbitraje de derecho como el que corresponde aplicar a esta clase de
desavenencias.
Ricardo Gandolfo Cortés
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