DE LUNES A LUNES
El inciso 1 del
artículo 50 de la Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Supremo 1071, a
propósito de lo que denomina como “transacción”, estipula que “si durante las
actuaciones arbitrales las partes llegan a un acuerdo que resuelva la
controversia en forma total o parcial, el tribunal arbitral dará por terminadas
las actuaciones con respecto a los extremos acordados y, si ambas partes lo
solicitan y el tribunal no aprecia motivo para oponerse, hará constar ese
acuerdo en forma de laudo en los términos convenidos por las partes sin
necesidad de motivación, teniendo dicho laudo la misma eficacia que cualquier
otro laudo dictado sobre el fondo de la controversia.” El inciso 2 del mismo
artículo agrega que “las actuaciones arbitrales continuarán respecto de los
extremos de la controversia que no hayan sido objeto de acuerdo.”
De ese
dispositivo cabe rescatar, en primer término, la posibilidad manifiesta de que
las partes en pleno proceso puedan reunirse. A menudo se señala que las partes
están prohibidas de hacerlo y se escandalizan algunas personas ante la sola
posibilidad de que ello suceda. Pues bien, que les quede claro que no hay otra
forma de arribar a una transacción si no es celebrando una o varias sesiones
con ese propósito.
En segundo lugar,
es menester subrayar que cuando se dice “durante las actuaciones arbitrales” no
se pretende que los acuerdos surjan dentro de las audiencias que se convoquen
aunque tampoco se excluye esta posibilidad que con la presencia de los árbitros
adquiere mayor jerarquía. La norma quiere enfatizar que la transacción de la
que se ocupa debe producirse durante el curso del proceso, esto es, antes de
que concluyan las actuaciones arbitrales. Las reuniones que se hagan pueden desarrollarse
en cualquier sitio, con los árbitros o sin ellos.
Una tercera
conclusión que fluye de lo expuesto es que tampoco se exige que quede
constancia de estas reuniones ni que se suscriban actas en las que se aparezcan
los nombres y las firmas de los presentes, se indiquen las posiciones
originales de cada parte y cómo éstas han ido mutando hasta llegar al acuerdo
final, si es que se arriba a él. En buena hora si se consigue ponerle término
al pleito y que ambas partes queden conformes con lo que determinen. Eso basta
y justifica el esfuerzo.
Un cuarto punto
es quizás el más importante. Es el que presupone que las partes necesariamente
tienen que discutir el fondo del asunto pues no hay otra forma de cerrar un
pacto que termine con el pleito o con parte de él. La prohibición de
pronunciarse sobre el fondo de la controversia se aplica para los efectos de
resolver el recurso de anulación que se interpone contra el laudo arbitral y
que tiene por objeto la revisión que hace la Corte Superior de su validez por
las causales taxativamente establecidas en el artículo 63 de la Ley. No se
aplica obviamente a las reuniones que celebren las partes en procura de una
transacción.
En el ámbito
judicial, de conformidad con lo preceptuado en el artículo 334 del Código
Procesal Civil, en cualquier estado del proceso las partes también pueden
transigir su conflicto de intereses, incluso durante el trámite del recurso de
casación y aun cuando la causa esté al voto o en discordia. El artículo
siguiente advierte que la transacción judicial debe ser realizada únicamente
por las partes o quienes en su nombre tengan facultad expresa para hacerlo. Si
habiendo proceso abierto las partes transigen fuera de éste, presentarán el
documento que contiene la transacción legalizando sus firmas ante el
secretario, requisito que no será necesario cuando conste en escritura pública
o documento con firma legalizada.
En la
eventualidad de que se logre el acuerdo en el arbitraje las partes están
facultadas para solicitar al tribunal que lo haga constar en forma de laudo en
los términos convenidos por las partes y sin necesidad de motivación. Es lo que
se conoce comúnmente como homologación de una transacción.
El artículo 337
del CPC se ocupa de ella al señalar que el juez aprueba la transacción siempre
que contenga concesiones recíprocas, verse sobre derechos patrimoniales y no
afecte el orden público o las buenas costumbres, declarando concluido el
proceso si alcanza a la totalidad de las pretensiones propuestas. Establece que
queda sin efecto toda decisión sobre el fondo que no se encuentre firme y que
la transacción que pone fin al proceso tiene la autoridad de cosa juzgada. Su
incumplimiento no autoriza al perjudicado a solicitar su resolución. Si la
transacción recae sobre alguna de las pretensiones propuestas o se relaciona
con alguna de las personas, el proceso continuará respecto de las pretensiones
o personas no comprendidas en ella.
Los árbitros
están comprensiblemente liberados de motivar la transacción que homologan pues
no la han acordado ellos aunque no están impedidos de promoverla en todo
momento a los efectos de terminar con la disputa en la etapa más temprana
posible y de ahorrarle a las partes, a la sociedad y eventualmente al Estado,
en el caso de que sea uno de los litigantes, mayores gastos en recursos
humanos, materiales y económicos. Su presencia deviene en opcional en estas
sesiones aun cuando resulta fundamental que de alguna manera tomen conocimiento
del acuerdo al que se llegue habida cuenta de que pondrá fin al proceso o a
parte de él.
Ello, sin
embargo, no presupone en modo alguno que los árbitros, si están presentes en
estas tratativas, puedan adelantar su opinión sobre el particular o sobre el
sentido de su probable voto si el caso continúa sin arribar a ningún acuerdo.
Eso está terminantemente prohibido. Entre otras razones porque sabiendo el
posible resultado se torna inútil llegar a algún pacto que conlleve concesiones
recíprocas, cuando menos para la parte que terminaría más favorecida que la
otra por el futuro laudo. Esta parte, naturalmente, se negaría a suscribir
cualquier transacción que menoscabe lo que obtendría más adelante.
En ocasiones los
árbitros evalúan las pretensiones materia de la controversia y, si estiman que algunas
de ellas, que se ajusten a derecho, podrían las partes concederse
recíprocamente en el marco de un hipotético acuerdo, las incorporan en su laudo
con el objeto de restarle objeciones a su decisión final que si bien no
homologa ninguna transacción procura satisfacer las posiciones de ambos litigantes,
sin contravenir ninguna norma de carácter imperativo.
Es verdad que los
árbitros están para administrar justicia y resolver el conflicto que se somete
a su jurisdicción de acuerdo a ley, al menos en los arbitrajes de derecho. No
menos cierto es que la misma legalidad a veces permite amparar posiciones al
parecer antagónicas que sin embargo pueden fusionarse en beneficio de un laudo
más sólido y de mayor aceptación, menos expuesto a cuestionamientos y
observaciones.
EL EDITOR
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