DE LUNES A LUNES
El congresista César Villanueva
Arévalo ha presentado el Proyecto de Ley 2035/2017-CR que modifica tanto la Ley
de Arbitraje, promulgada mediante el Decreto Legislativo 1071, como la Ley de
Contrataciones del Estado, cuya última versión ha sido promulgada mediante la
Ley 30225, reformulada a su turno, por el Decreto Legislativo 1341.
En lo que respecta a la Ley de
Arbitraje la propuesta incorpora nuevos textos a tres artículos: el 22, relativo
al nombramiento de los árbitros; el 25, relativo al nombramiento por las
Cámaras de Comercio; y el 51, relativo a la confidencialidad.
En lo que respecta al
nombramiento de los árbitros, el inciso 3 del artículo 22 establece que las
designaciones las hacen las partes, la institución arbitral elegida o cualquier
tercero a quien esas mismas partes le hubieren conferido ese encargo. La
iniciativa agrega que salvo que las partes así lo hubieren decidido, los
árbitros que ellas nombren no tienen que ser obligatoriamente de la nómina de
la institución arbitral a la que se hubieren sometido.
El añadido le da fuerza de ley a
una norma que está recogida en los reglamentos de los principales centros que
operan en el país. Lo que no hace es evitar la confirmación de árbitros,
trámite que la Cámara de Comercio de Lima ha instaurado con el objeto de aceptar
o rechazar los procesos que se pretenden llevar en sus instalaciones cuando
alguno de los miembros del tribunal no pertenece a su registro y que se ha
convertido en un filtro para evitar dar acogida a quienes no se quiere recibir
o para evitar administrar arbitrajes que no se desean.
La propuesta también introduce un
nuevo inciso, el 6, al mismo artículo 22, en cuya virtud “los nombramientos
efectuados por el Estado”, denominación con la que identifica a los árbitros
designados por las entidades, se regirán por la Ley 30225 y por las directivas
que para ese efecto apruebe el Organismo Supervisor de las Contrataciones del
Estado. Aun cuando el texto no es el más idóneo ni el mejor redactado –deficiencia
menor que puede subsanarse fácilmente–,
la intención es muy buena. Coincide con mi sugerencia de que los
árbitros de las entidades sean elegidos de una lista previamente aprobada y
difundida a nivel nacional de acuerdo a determinados criterios que el OSCE
puede fijar. La nómina puede ser administrada por el Consejo de Defensa
Jurídica del Estado, por la Contraloría General de la República o por el propio
OSCE. Lo importante es que se asegure la selección de un profesional altamente
competente y de probada honestidad, incluido en una relación altamente
confiable.
En lo que respecta al
nombramiento por las Cámaras de Comercio el congresista Villanueva plantea
adicionar un nuevo acápite, el 8, al artículo 25, que prohíba que los
integrantes de los Consejos Superiores o Cortes de Arbitraje o cualquier otra
denominación que tengan los colegiados que sean las más altas instancias de las
instituciones arbitrales sean personas que, a título individual o lectivo,
participen en procesos arbitrales como abogados, peritos o árbitros. En el caso
de los centros de arbitraje que sean administrados por los colegios
profesionales, al margen de los impedimentos señalados, el proyecto impide que
los miembros de esos consejos o cortes, sean directivos de cualquier categoría
de esos gremios.
Este añadido parece introducido a
la fuerza en un artículo que no le corresponde y que comprende sólo a los
nombramientos que efectúan las Cámaras de Comercio en defecto de las partes por
expresa disposición de la ley. ¿Qué tienen que hacer las prohibiciones para
otras instituciones arbitrales en este contexto? Nada. No tienen nada que hacer
allí. Menos aun tratándose de impedimentos tan absurdos. Los miembros de los
consejos o cortes necesariamente tienen que ser o haber sido árbitros, o por lo
menos abogados o peritos vinculados al arbitraje, para que conozcan la materia
que los convoca, para poder hacer designaciones, resolver recusaciones y otras
articulaciones que se ponen a su consideración.
Esas limitaciones parecen
impuestas con el único propósito de excluir a determinadas personas de esos
consejos o cortes. Aun cuando lo que inspire ese objetivo sea por demás
comprensible no se puede permitir que una ley se expida con nombre propio con
el declarado fin de bloquear a ciertos profesionales en su legítimo derecho de
intervenir en distintos niveles de la administración privada de justicia.
En lo que respecta a la
confidencialidad, la proposición estima pertinente reordenar el inciso 3 del
artículo 51, para que en adelante en todos los procesos en los que intervenga
el Estado, las actuaciones, incluido el procedimiento de designación del
tribunal y el texto del laudo formen parte del denominado ciclo de contratación
pública y, por eso mismo, en cumplimiento del principio de transparencia, una
vez emitido este último y concluida la reclamación, se permita el acceso del
público a la demanda, la contestación y demás documentación que forme parte del
arbitraje. La iniciativa, por tanto, extiende los alcances de este artículo
sobre confidencialidad hacia el concepto radicalmente contrario: el de la
transparencia. Pese a ello, no me parece equivocada la idea. Digamos que
incorpora la excepción a la regla. El texto nuevamente no es de lo más feliz
pero cumple con su objetivo, con el que dicho sea de paso siempre he estado de
acuerdo: los asuntos de los particulares, sólo interesan a los privados y está
bien que sean confidenciales, aunque sobre esta premisa he empezado a tener mis
dudas que ya las he expuesto en otras circunstancias. Donde no hay dudas es en
mi convicción de que los asuntos del Estado nos interesan a todos y está muy
bien que los procesos en los que interviene sean transparentes para que sean de
público conocimiento.
En cuanto a la Ley 30225, el
artículo 3 del proyecto la llama equivocadamente Ley de Contrataciones y
Adquisiciones del Estado, que es la denominación que tuvo desde 1997, año en
que se promulgó el proyecto que personalmente elaboré, hasta el 2008, año en
que se promulgó el Decreto Legislativo 1017, que se la cambió o, mejor dicho,
se la apocopó, quedando sin embargo subsistentes sus principales disposiciones
que sobreviven hasta ahora.
El documento traslapa las mismas
modificaciones que incorpora en la Ley de Arbitraje a la Ley de Contrataciones
del Estado. Merecen destacarse algunas. En primer término, la que le aumenta
unas líneas al artículo 45.6 de la LCE actualmente vigente, de un lado, para
que el dominio de las materias de derecho administrativo, arbitraje y
contrataciones con el Estado que se les exige a los árbitros únicos y a los
presidentes de los tribunales colegiados no se acredite sólo a través de la especialización
adquirida de alguna forma académica sino también a través de la experiencia
acumulada en el ejercicio profesional. Ese es un avance significativo y
positivo que destruye por fin la creencia equivocada de que un buen árbitro
sale del laboratorio cuando la verdad es que se hace combinando los
conocimientos impartidos en las aulas y en la vida diaria, siendo tan válida lo
recogido en uno como en otro escenario.
De otro lado, la iniciativa reitera
que “la designación de los árbitros por parte del Estado”, como identifica a
aquellos que eligen las entidades, “se realizará conforme a lo establecido en
la directiva aprobada para tales efectos”, se entiende que por el Organismo
Supervisor de las Contrataciones del Estado, aunque no lo diga, aunque acto
seguido remata condicionando aparentemente tal elección a “la opinión previa de
la Contraloría General de la República”, extremo este último que puede parecer
un exceso si es que esa autorización se va a emitir cada vez que se escoja un
árbitro lo que ocasionaría una avalancha de solicitudes, incontrolable en
número y en origen porque se generarían en todo el territorio nacional creando
un cuello de botella que ninguna institución pública podría destapar.
Está muy bien que haya una
directiva que regule la forma en que las entidades deben designar a sus
árbitros y, como queda dicho, cuanto mejor que se organice y administre una
nómina que cubra todas las regiones del Perú, que eventualmente puede ser
confeccionada por el OSCE, por el Consejo de Defensa Jurídica del Estado o por
la propia Contraloría y que debe estar en permanente evaluación para incorporar
a nuevos miembros y para retirar a quienes no merezcan la confianza de las
autoridades, según los criterios que se aprobarán pero que deberán salvaguardar
por sobre todo los intereses del país que están de lejos muy por encima de aquellos
intereses individuales que podrían cuestionarlos y a los que, empero, tampoco
se propone vulnerar.
La iniciativa también le
incrementa tres líneas letales al artículo 45.9 de la LCE, relativa al Código y
al Consejo de Ética y a los principios de independencia e imparcialidad que
deben caracterizar a los árbitros, a quienes obliga a presentar, “ante la
Contraloría General de la República, una declaración jurada de ingresos, bienes
y rentas cada seis (6) meses”, como si se tratase de reos con libertad condicional
que periódicamente deben reportar a sus carceleros sobre sus movimientos y
actividades.
El planteamiento se emparenta con
la nefasta propuesta de convertir o dispensar a los árbitros el tratamiento de
funcionarios públicos lo que produciría, como se ha reiterado en diversas
ocasiones, ese desbande que muchos envidiosos quisieran ocasionar para quedarse
allí donde no tienen espacio en buena lid y con todos los actores en la escena.
En materia de ingresos, bienes y
rentas por lo demás la competencia es exclusiva de la SUNAT y nadie más que
ella puede inmiscuirse en esa información salvo que haya de por medio un
expreso mandato judicial. La pretensión se orienta ciertamente a garantizar la
honestidad y seriedad del árbitro. Eso está muy bien. Lo que el autor del
proyecto debería saber es que ese objetivo no se mide por las utilidades que le
reporta su actividad al árbitro sino por la actitud recta y moral con que la
encara.
EL EDITOR
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