DE LUNES A LUNES
Las
controversias que se suscitan en los contratos que suscriben las entidades del
Estado para la ejecución y supervisión de obras, la elaboración de estudios, la
prestación de servicios diversos y la adquisición de toda clase de bienes se
dilucidan desde hace veintitrés años a través de los denominados medios
alternativos tales como la conciliación, el arbitraje y más recientemente a
través de la JRD. En la auroral Ley de Contrataciones del Estado 26850, cuyo primer
proyecto redacté personalmente, incorporé esta fórmula en busca de una solución
rápida y eficaz de los problemas que podrían presentarse, retirándolas de la
competencia del Poder Judicial, cuya carga procesal desde entonces y hasta
ahora hace virtualmente imposible que esta clase de conflictos se resuelvan en
períodos más o menos aceptables.
En
la vía judicial es habitual que los pleitos demoren varios años. En la opción
elegida los litigios pueden consumir varios meses. No más. De ordinario, el
tiempo que se tarda en expedir un laudo depende de la complejidad de cada caso
y no del plazo de duración del contrato, como creen o como quisieran algunos
proveedores. Es posible que un contrato más extenso pueda tener un arbitraje
más largo y un contrato de breve plazo pueda resolver una reclamación en un
período más corto. Pero eso no es siempre así al punto que hace poco no
prosperó, como no podía ser otra manera, una iniciativa para establecer como
regla obligatoria que los arbitrajes no puedan tener una duración superior a la
décima parte del plazo del respectivo contrato con prescindencia absoluta de las
pretensiones que están en juego. Yo mismo estuve en contra de esa propuesta.
La
evidencia de que las disputas que se generaban en contratos que incluían
cláusulas de solución de discrepancias en la vía arbitral, financiados con
créditos procedentes del exterior, de organismos multilaterales, del Banco
Mundial o del Banco Interamericano de Desarrollo, se resolvían muy rápidamente,
a diferencia de las controversias que se desprendían de los contratos que no
comprendían esta opción, financiados con fondos del tesoro público, esto es,
con dinero de todos los peruanos, que tardaban muchos años en resolverse con la
consecuente paralización de obras e inversiones, me impulsó a introducir el
arbitraje en la Ley de Contrataciones del Estado.
La
fórmula, ciertamente, ha despertado el interés de muchos países en los que la
administración de justicia padece los mismos problemas. Desde luego, no
despierta ningún interés en Norteamérica y Europa donde los juicios son muy
expeditivos y cualquier ciudadano puede encontrar la justicia que reclama en su
debida oportunidad sin tener que buscar otras salidas. La vigencia del arbitraje
en esas circunscripciones está vinculada exclusivamente al carácter
especializado de los profesionales a los que uno elige para desempeñar la noble
función de impartir justicia. Las disputas comerciales se dilucidan básicamente
mediante los mecanismos alternativos por esa característica que les ofrece
mejores garantías a las partes.
Ello,
no obstante, en nuestro propio medio con frecuencia se encuentra enemigos de
esta forma de solucionar las desavenencias que confronta la contratación
pública. El argumento que con cierta periodicidad se esgrime es que el Estado
pierde la mayoría de arbitrajes, que es el mecanismo que acumula la mayor
cantidad de procesos. Nada más alejado de la realidad. En cifras históricas, los
tribunales arbitrales le ordenan pagar al Estado el 43 por ciento de lo que sus
contratistas le reclaman, según datos coincidentes de los estudios efectuados
por la Contraloría General de la República, el Centro de Arbitraje de la
Pontificia Universidad Católica del Perú, el Banco Mundial y el Organismo
Supervisor de las Contrataciones del Estado, en distintos momentos pero sobre
premisas más o menos similares. Es cuestión de examinar los resultados que
arrojan y sacar conclusiones que demuestran que los procuradores públicos se
defienden mucho mejor de lo que se piensa.
Digo
que el 43 por ciento del monto total demandado es lo que los tribunales
arbitrales le ordenan pagar al Estado, porque otra historia es que los
proveedores logren cobrarle. Si la estadística reflejara cuánto es lo que las entidades
finalmente pagan, de seguro que el porcentaje sería todavía más bajo. Es verdad
que los particulares demandan en el 95 por ciento de los casos y que las
entidades solo en el 5 por ciento. Pero eso es porque el Estado, sin tener que
tomarse la molestia de iniciar un arbitraje, tiene hasta cinco formas todavía
más efectivas para exigirle al mal contratista el cumplimiento de sus
obligaciones: le deja de pagar, le aplica penalidades, le resuelve el contrato,
le ejecuta las fianzas y, por último, lo envía al Tribunal del OSCE para que lo
inhabiliten. Sin embargo, incluso esas opciones no son pan de todos los días
porque los propios proveedores cuidan mucho sus ingresos futuros, su prestigio
y su vigencia en el mercado y no se arriesgan preocupándose más bien en
concluir de la mejor manera los contratos que celebran.
Inventar
arbitrajes para esquilmarle al Estado dineros y derechos que no le corresponden
al contratista no es una práctica común y tampoco es tarea sencilla porque hay
que comprometer a muchos actores y crear mucha documentación y muchas pruebas
artificiales. Más fácil es incurrir en otros ilícitos si de lo que se trata es
de apropiarse indebidamente de los fondos públicos. Actos de corrupción pueden
ocurrir como ocurren en el Poder Judicial, en las adquisiciones que se concretan
al margen de la Ley de Contrataciones del Estado, en una notaría o ante la
SUNAT al emitirse una declaración jurada de impuestos que esconde utilidades y
operaciones fraudulentas. Sin embargo, que ocurran esporádicamente en el
arbitraje no es razón para proscribir aquello que nos ha permitido cosechar
como país pionero en la materia, merecidos reconocimientos internacionales.
Tampoco es razón para no perseguir las prácticas perversas y los delitos con
toda la fuerza de la ley. Esa, empero, es otro objetivo. Que no debe detenerse
pero que tampoco puede constituir un obstáculo para la cabal ejecución de las
inversiones que la república aguarda.
Lo
que debemos hacer es fortalecer al Poder Judicial y agradecerle a la conciliación,
a la JRD y al arbitraje que puedan contribuir a aligerarle su pesada carga
procesal. Mientras más litigios puedan derivarse al arbitraje, cuanto mejor,
porque los jueces se abocarán a resolver los problemas de orden público y
aquellos que agobian a los más necesitados. En paralelo debemos continuar el
esfuerzo por sincerar los arbitrajes. No es posible que, según las mismas
investigaciones a las que hemos hecho referencia, sólo el 25 por ciento de los
casos constituyan efectivamente pleitos entre posiciones antagónicas y que el
75 por ciento de los casos sean pedidos para que se declaren derechos que
ninguna parte discute, como ampliaciones de plazo, pagos diversos, penalidades
equivocadamente impuestas, resoluciones contractuales improcedentes, adelantos
pendientes, liquidaciones incompletas, entre otros. Pese a que no hay
discrepancia alguna sobre esos temas se los lleva a arbitraje porque muchos
funcionarios se niegan a aceptar lo que se solicita por temor a la acción que
su propio órgano de control le abrirá indefectiblemente con el objeto de
determinar cualquier responsabilidad que pudiera sobrevenir y que, sin ninguna
duda, los tendrá dedicados a absolver cuestionamientos y a contestar
imputaciones por varios años, incluidos aquellos que deberían dedicar a la
familia y al descanso después de la jubilación. Como nadie quiere ese sombrío
futuro la alternativa es simple: no firmar nada. Que todo se decida en el
arbitraje.
Desde
hace ya algún tiempo la legislación castiga la pésima costumbre de dilatar los
arbitrajes para impedir el cumplimiento de las obligaciones que el laudo debe
recoger o para que quien tenga que hacerlas cumplir ya no sea la autoridad que
está en funciones sino aquella que la sustituya. Para proseguir una reclamación,
por eso, ahora se exigen informes técnicos y legales que lo ameriten y se
prioriza la posibilidad de arribar, incluso cuando el arbitraje ya está en
trámite, a alguna transacción que salve los contratos y evite paralizaciones y mayores
costos adicionales. Hay que persistir en este propósito que tiene sus
inconvenientes, desde luego. Algunos funcionarios se quejan de que con esta
nueva normativa están entre la espada y la pared. Que los harán responsables
tanto por adoptar decisiones, pues habrá auditores que estimen que le causan
perjuicio al Estado, como por no adoptarlas, pues también habrá auditores que
consideren que también se le genera daño a las entidades por omisión.
Así
lo acaba de entender la Contraloría General de la República que ha detectado un
perjuicio nada menos que de mil 115 millones de soles por la demora en la
contratación oportuna de unidades auxiliares y de trabajos complementarios del
Proyecto de Modernización de la Refinería de Talara lo que le obligó a
Petroperú a incurrir en gastos y pagos a contratistas y proveedores que
debieron evitarse, relativos a alquileres, al pago y operación de grupos
electrónicos, energía eléctrica, aire comprimido, climatización, entre otros,
hasta el 31 de diciembre del 2020. El perjuicio seguirá incrementándose desde
la fecha de ese primer corte hasta la entrada en operaciones de aquello que no
se ha contratado, cuya función es proveer servicios a los procesos para la
refinación del petróleo crudo.
El
hecho pone en evidencia que más daño ocasiona no adoptar decisiones que
adoptarlas. Lo mismo sucede con el desarrollo del país. Se encamina cuando se
toman decisiones. Se detiene, cuando no se toma ninguna. Esa disyuntiva coloca
al Perú en la imperiosa necesidad de sincerar las reclamaciones que los
proveedores les formulan a las entidades y desembocará en más transacciones,
más conciliaciones y menos litigios. Sólo llegarán a arbitraje aquellos asuntos
en los que no haya posibilidad de arribar a ningún acuerdo, aquellos temas en
los que las posiciones divergentes no descubren su punto de encuentro. Ese
desenlace le hará bien a todos, pero principalmente al arbitraje, al país y al
propio Poder Judicial al que no se le volverá a cargar con aquellos procesos
que se ventilan con éxito en otra jurisdicción.
Ricardo Gandolfo Cortés
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