domingo, 19 de septiembre de 2021

El arbitraje como medio de solución de controversias en la contratación pública

 DE LUNES A LUNES 

Las controversias que se suscitan en los contratos que suscriben las entidades del Estado para la ejecución y supervisión de obras, la elaboración de estudios, la prestación de servicios diversos y la adquisición de toda clase de bienes se dilucidan desde hace veintitrés años a través de los denominados medios alternativos tales como la conciliación, el arbitraje y más recientemente a través de la JRD. En la auroral Ley de Contrataciones del Estado 26850, cuyo primer proyecto redacté personalmente, incorporé esta fórmula en busca de una solución rápida y eficaz de los problemas que podrían presentarse, retirándolas de la competencia del Poder Judicial, cuya carga procesal desde entonces y hasta ahora hace virtualmente imposible que esta clase de conflictos se resuelvan en períodos más o menos aceptables.

En la vía judicial es habitual que los pleitos demoren varios años. En la opción elegida los litigios pueden consumir varios meses. No más. De ordinario, el tiempo que se tarda en expedir un laudo depende de la complejidad de cada caso y no del plazo de duración del contrato, como creen o como quisieran algunos proveedores. Es posible que un contrato más extenso pueda tener un arbitraje más largo y un contrato de breve plazo pueda resolver una reclamación en un período más corto. Pero eso no es siempre así al punto que hace poco no prosperó, como no podía ser otra manera, una iniciativa para establecer como regla obligatoria que los arbitrajes no puedan tener una duración superior a la décima parte del plazo del respectivo contrato con prescindencia absoluta de las pretensiones que están en juego. Yo mismo estuve en contra de esa propuesta.

La evidencia de que las disputas que se generaban en contratos que incluían cláusulas de solución de discrepancias en la vía arbitral, financiados con créditos procedentes del exterior, de organismos multilaterales, del Banco Mundial o del Banco Interamericano de Desarrollo, se resolvían muy rápidamente, a diferencia de las controversias que se desprendían de los contratos que no comprendían esta opción, financiados con fondos del tesoro público, esto es, con dinero de todos los peruanos, que tardaban muchos años en resolverse con la consecuente paralización de obras e inversiones, me impulsó a introducir el arbitraje en la Ley de Contrataciones del Estado.

La fórmula, ciertamente, ha despertado el interés de muchos países en los que la administración de justicia padece los mismos problemas. Desde luego, no despierta ningún interés en Norteamérica y Europa donde los juicios son muy expeditivos y cualquier ciudadano puede encontrar la justicia que reclama en su debida oportunidad sin tener que buscar otras salidas. La vigencia del arbitraje en esas circunscripciones está vinculada exclusivamente al carácter especializado de los profesionales a los que uno elige para desempeñar la noble función de impartir justicia. Las disputas comerciales se dilucidan básicamente mediante los mecanismos alternativos por esa característica que les ofrece mejores garantías a las partes.

Ello, no obstante, en nuestro propio medio con frecuencia se encuentra enemigos de esta forma de solucionar las desavenencias que confronta la contratación pública. El argumento que con cierta periodicidad se esgrime es que el Estado pierde la mayoría de arbitrajes, que es el mecanismo que acumula la mayor cantidad de procesos. Nada más alejado de la realidad. En cifras históricas, los tribunales arbitrales le ordenan pagar al Estado el 43 por ciento de lo que sus contratistas le reclaman, según datos coincidentes de los estudios efectuados por la Contraloría General de la República, el Centro de Arbitraje de la Pontificia Universidad Católica del Perú, el Banco Mundial y el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado, en distintos momentos pero sobre premisas más o menos similares. Es cuestión de examinar los resultados que arrojan y sacar conclusiones que demuestran que los procuradores públicos se defienden mucho mejor de lo que se piensa.

Digo que el 43 por ciento del monto total demandado es lo que los tribunales arbitrales le ordenan pagar al Estado, porque otra historia es que los proveedores logren cobrarle. Si la estadística reflejara cuánto es lo que las entidades finalmente pagan, de seguro que el porcentaje sería todavía más bajo. Es verdad que los particulares demandan en el 95 por ciento de los casos y que las entidades solo en el 5 por ciento. Pero eso es porque el Estado, sin tener que tomarse la molestia de iniciar un arbitraje, tiene hasta cinco formas todavía más efectivas para exigirle al mal contratista el cumplimiento de sus obligaciones: le deja de pagar, le aplica penalidades, le resuelve el contrato, le ejecuta las fianzas y, por último, lo envía al Tribunal del OSCE para que lo inhabiliten. Sin embargo, incluso esas opciones no son pan de todos los días porque los propios proveedores cuidan mucho sus ingresos futuros, su prestigio y su vigencia en el mercado y no se arriesgan preocupándose más bien en concluir de la mejor manera los contratos que celebran.

Inventar arbitrajes para esquilmarle al Estado dineros y derechos que no le corresponden al contratista no es una práctica común y tampoco es tarea sencilla porque hay que comprometer a muchos actores y crear mucha documentación y muchas pruebas artificiales. Más fácil es incurrir en otros ilícitos si de lo que se trata es de apropiarse indebidamente de los fondos públicos. Actos de corrupción pueden ocurrir como ocurren en el Poder Judicial, en las adquisiciones que se concretan al margen de la Ley de Contrataciones del Estado, en una notaría o ante la SUNAT al emitirse una declaración jurada de impuestos que esconde utilidades y operaciones fraudulentas. Sin embargo, que ocurran esporádicamente en el arbitraje no es razón para proscribir aquello que nos ha permitido cosechar como país pionero en la materia, merecidos reconocimientos internacionales. Tampoco es razón para no perseguir las prácticas perversas y los delitos con toda la fuerza de la ley. Esa, empero, es otro objetivo. Que no debe detenerse pero que tampoco puede constituir un obstáculo para la cabal ejecución de las inversiones que la república aguarda.

Lo que debemos hacer es fortalecer al Poder Judicial y agradecerle a la conciliación, a la JRD y al arbitraje que puedan contribuir a aligerarle su pesada carga procesal. Mientras más litigios puedan derivarse al arbitraje, cuanto mejor, porque los jueces se abocarán a resolver los problemas de orden público y aquellos que agobian a los más necesitados. En paralelo debemos continuar el esfuerzo por sincerar los arbitrajes. No es posible que, según las mismas investigaciones a las que hemos hecho referencia, sólo el 25 por ciento de los casos constituyan efectivamente pleitos entre posiciones antagónicas y que el 75 por ciento de los casos sean pedidos para que se declaren derechos que ninguna parte discute, como ampliaciones de plazo, pagos diversos, penalidades equivocadamente impuestas, resoluciones contractuales improcedentes, adelantos pendientes, liquidaciones incompletas, entre otros. Pese a que no hay discrepancia alguna sobre esos temas se los lleva a arbitraje porque muchos funcionarios se niegan a aceptar lo que se solicita por temor a la acción que su propio órgano de control le abrirá indefectiblemente con el objeto de determinar cualquier responsabilidad que pudiera sobrevenir y que, sin ninguna duda, los tendrá dedicados a absolver cuestionamientos y a contestar imputaciones por varios años, incluidos aquellos que deberían dedicar a la familia y al descanso después de la jubilación. Como nadie quiere ese sombrío futuro la alternativa es simple: no firmar nada. Que todo se decida en el arbitraje.

Desde hace ya algún tiempo la legislación castiga la pésima costumbre de dilatar los arbitrajes para impedir el cumplimiento de las obligaciones que el laudo debe recoger o para que quien tenga que hacerlas cumplir ya no sea la autoridad que está en funciones sino aquella que la sustituya. Para proseguir una reclamación, por eso, ahora se exigen informes técnicos y legales que lo ameriten y se prioriza la posibilidad de arribar, incluso cuando el arbitraje ya está en trámite, a alguna transacción que salve los contratos y evite paralizaciones y mayores costos adicionales. Hay que persistir en este propósito que tiene sus inconvenientes, desde luego. Algunos funcionarios se quejan de que con esta nueva normativa están entre la espada y la pared. Que los harán responsables tanto por adoptar decisiones, pues habrá auditores que estimen que le causan perjuicio al Estado, como por no adoptarlas, pues también habrá auditores que consideren que también se le genera daño a las entidades por omisión.

Así lo acaba de entender la Contraloría General de la República que ha detectado un perjuicio nada menos que de mil 115 millones de soles por la demora en la contratación oportuna de unidades auxiliares y de trabajos complementarios del Proyecto de Modernización de la Refinería de Talara lo que le obligó a Petroperú a incurrir en gastos y pagos a contratistas y proveedores que debieron evitarse, relativos a alquileres, al pago y operación de grupos electrónicos, energía eléctrica, aire comprimido, climatización, entre otros, hasta el 31 de diciembre del 2020. El perjuicio seguirá incrementándose desde la fecha de ese primer corte hasta la entrada en operaciones de aquello que no se ha contratado, cuya función es proveer servicios a los procesos para la refinación del petróleo crudo.

El hecho pone en evidencia que más daño ocasiona no adoptar decisiones que adoptarlas. Lo mismo sucede con el desarrollo del país. Se encamina cuando se toman decisiones. Se detiene, cuando no se toma ninguna. Esa disyuntiva coloca al Perú en la imperiosa necesidad de sincerar las reclamaciones que los proveedores les formulan a las entidades y desembocará en más transacciones, más conciliaciones y menos litigios. Sólo llegarán a arbitraje aquellos asuntos en los que no haya posibilidad de arribar a ningún acuerdo, aquellos temas en los que las posiciones divergentes no descubren su punto de encuentro. Ese desenlace le hará bien a todos, pero principalmente al arbitraje, al país y al propio Poder Judicial al que no se le volverá a cargar con aquellos procesos que se ventilan con éxito en otra jurisdicción.

Ricardo Gandolfo Cortés

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