El literal e) del numeral 23 del artículo 2 de la Constitución Política del Perú estipula que toda persona es considerada inocente mientras no se haya declarado judicialmente su responsabilidad. El profesor César Higa Silva ha recordado que en los años 90 muchas personas fueron condenadas sin pruebas fehacientes en circunstancias en las que la sociedad, enfrentada a una disyuntiva que se reveló falsa, prefirió privilegiar la seguridad, rebajando las garantías judiciales. Más tarde comprobaría que con esa actitud castiga al inocente y no disminuye el delito porque el que lo perpetra sigue cometiendo sus fechorías confiado en que su culpará y sancionará a otros por los ilícitos en los que él incurre.
Ha advertido, con justa razón, que la situación ha mejorado algo con el paso de los años pero no lo suficiente pues si una persona es investigada se cierne sobre ella un halo de culpabilidad y si su caso es ventilado por la prensa tendrá que ser él quien deberá probar su inocencia en lugar de ser el fiscal quien pruebe su culpabilidad, tarea que se torna harto difícil y complicada porque si bien es posible acreditar un hecho en particular, materialmente resulta imposible acreditar que no se hizo algo, salvo que se logre demostrar donde se estuvo, con quienes se estuvo y qué se hizo justamente en los momentos en que se cometía el acto criminal que se le imputa.
Un rasgo fundamental de la presunción de inocencia protege la honra y el prestigio de las personas mientras se encuentren investigadas e incluso mientras estén procesadas, al punto que algunas legislaciones custodian sus identidades y optan por no revelarlas hasta donde se pueda y hasta donde las pesquisas lo aconsejen.
La reflexión viene a cuento a propósito de algunas propuestas que se han lanzado, como ocurre cada cierto tiempo, con el objeto de impedir que las personas naturales y jurídicas que se encuentren en proceso de investigación puedan ejercer derechos tan elementales como el de participar en los procedimientos de selección que convocan las diversas reparticiones de la administración pública o el de acceder a determinados créditos promocionales que se extienden, en estos tiempos de pandemia, con el propósito de ayudar a sus beneficiarios para que puedan soportar la crisis económica que la cuarentena ha desatado.
En el primer caso, adversarios deshonestos podrían buscar que un tercero denuncie a cualquier postor sólo con el fin de que se le abra una investigación que lo deje fuera de una competencia en la que podría ser un rival duro de roer. En el segundo caso, un enemigo acérrimo podría valerse de idéntica maniobra para evitar que el adversario que siempre le gana, salve su caja y sobreviva a la pandemia.
En la actualidad, el país se ha criminalizado en exceso como consecuencia compresible de los terribles actos de corrupción que se han destapado. Esa, sin embargo, no es la solución porque termina manchando honras y persiguiendo a los inocentes en lugar de perseguir a los culpables. El mismo César Higa Silva ha dado la respuesta. Ha dicho que no hay que bajar el estándar de la prueba sino que hay que mejorar los mecanismos de investigación, dotando de mayores recursos a los órganos encargados de combatir el crimen, integrando sistemas de información, agregamos nosotros, como ocurre en otros países que examinando movimientos migratorios, registros públicos y signos exteriores de riqueza han podido reprimir la corrupción sin poner de cabeza a sus autoridades ni contra la pared a todos los funcionarios públicos y a quienes contratan con el Estado.
Ahora hasta quienes colaboran en la lucha contra la corrupción están siendo investigados habida cuenta que es más fácil hacerlo con todos los involucrados en ciertas operaciones particularmente mediáticas, sin discernir entre quienes están a un lado y quienes están al otro lado de la justicia, tarea elemental que impedirá dañar prestigios y ensuciar impecables hojas de vida.
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