DE LUNES A LUNES
“Contra
el laudo sólo podrá interponerse recurso de anulación” advierte solemnemente la
primera línea del inciso 1 del artículo 62 de la Ley de Arbitraje, promulgada
mediante Decreto Legislativo 1071. Acto seguido refuerza su categórica precisión
indicando que “este recurso constituye la única vía de impugnación del laudo y
tiene por objeto la revisión de su validez por las causales taxativamente
establecidas en el artículo 63.”
El
inciso 2 del mismo artículo anota que “el recurso se resuelve declarando la
validez o la nulidad del laudo. Está prohibido bajo responsabilidad,
pronunciarse sobre el fondo de la controversia o sobre el contenido de la
decisión o calificar los criterios, motivaciones o interpretaciones expuestas
por el tribunal arbitral.” Hay, por consiguiente, un expreso impedimento legal
para examinar lo resuelto por los árbitros y para evaluar la fundamentación de
sus decisiones que aparecen transcritas en el laudo que debería poner fin al
conflicto.
La
práctica, sin embargo, ha puesto en evidencia que estas disposiciones no se
cumplen fundamentalmente porque las partes han convertido al recurso de
anulación en un recurso de apelación a través del cual pretenden un nuevo
examen del caso y un nuevo pronunciamiento esta vez en sede judicial. Si no lo
logran, intentan que la Corte deje sin efecto el laudo total o parcialmente y
disponga que el tribunal vuelva a pronunciarse sobre todas o algunas de las
pretensiones cuestionadas.
El
inciso 1.b) del artículo 63 contribuye a esa distorsión normativa cuando admite
como causal de anulación que alguna de las partes no haya podido por cualquier
razón “hacer valer sus derechos”, hecho tan subjetivo que no se compara con
aquel otro, claramente objetivo, que se configura cuando “una de las partes no
ha sido debidamente notificada del nombramiento de un árbitro o de las
actuaciones arbitrales” y que está igualmente comprendido en el mismo apartado.
Esto último es muy fácil de comprobar con los respectivos cargos que obran en
el expediente. Lo otro, en cambio, se presta a diversas interpretaciones.
También
coadyuva en ese propósito, sin quererlo naturalmente, el inciso 1 del artículo
56 de la misma Ley de Arbitraje que al ocuparse del contenido del laudo,
estipula, nuevamente en su primera línea, que éste “deberá ser motivado.” ¿Cómo
puede juzgar la Corte si un laudo está motivado o no, sin calificar la motivación
o sin ingresar al meollo del tema? ¿Tiene que limitarse a verificar que exista
alguna? Las causales de anulación por falta de motivación, motivación
insuficiente, motivación defectuosa, motivación incongruente, motivación
aparente y tantas otras que se les puede ocurrir a los actores con alguna
imaginación sólo sirven para aprovecharse de los vericuetos que la ley franquea
con el objeto de sorprender al Poder Judicial con una articulación que solo
pretende dilatar el proceso y lograr en esta sede lo que no se pudo alcanzar en
el arbitraje. Por fortuna, las Salas de la Corte Superior no se dejan engatusar
y distinguen muy bien entre una y otra alternativa.
El
Tribunal Constitucional ha confirmado, en reiteradas jurisprudencias, que la
Constitución no exige una determinada extensión de la motivación. Aunque no se
crea, existen recursos que se sustentan en el tamaño de la motivación. En múltiples
sentencias se reitera que basta que exista fundamentación jurídica, congruencia
entre lo pedido y lo resuelto, admitiendo que la motivación puede ser breve.
Suele olvidarse, empero, que la Constitución se refiere a las “resoluciones
judiciales”, subrayando que deben tener “motivación escrita […] en todas las
instancias, excepto los decretos de mero trámite, con mención expresa de la ley
aplicable y de los fundamentos de hecho en que se sustenten.” Así lo consigna
en el inciso 5 del artículo 139 relativo a los principios y derechos de la
función jurisdiccional, el mismo artículo que en su inciso 1 al consagrar la
unidad y exclusividad de la función jurisdiccional, admite sólo dos
excepciones: la jurisdicción militar y la jurisdicción arbitral, con lo que
esta última adquiere un reconocimiento constitucional incontrastable.
Es
verdad que el propio artículo 56 de la Ley de Arbitraje prevé que si las partes
hubieren convenido algo distinto, en materia de motivación, o si “se trata de
un laudo pronunciado en los términos convenidos por las partes conforme al
artículo 50”, puede no motivarse. El artículo 50 establece, en un primer
inciso, que “si durante las actuaciones arbitrales las partes llegan a un
acuerdo que resuelva la controversia en forma total o parcial, el tribunal
arbitral dará por terminadas las actuaciones con respecto a los extremos
acordados y, si ambas partes lo solicitan y el tribunal arbitral no aprecia
motivo para oponerse, hará constar este acuerdo en forma de laudo en los
términos convenidos por las partes sin necesidad de motivación, teniendo dicho
laudo la misma eficacia que cualquier otro laudo dictado sobre el fondo de la
controversia.” Un segundo inciso puntualiza, como no podía ser de otra forma,
que “las actuaciones continuarán respecto de los extremos de la controversia
que no hayan sido objeto de acuerdo.”
Queda
evidente que las partes pueden pactar que no haya motivación en un laudo
arbitral. Es un precepto que puede parecer impropio pero que en realidad
devuelve el arbitraje al lugar que le corresponde toda vez que a diferencia de
la jurisdicción ordinaria, en la que las partes no pueden elegir a sus jueces y
que éstos no son especialistas en las materias en disputa, en la jurisdicción
arbitral las partes eligen a sus jueces y por lo general prefieren a quienes
tienen un amplio dominio de las disciplinas en conflicto para que entiendan más
rápidamente el problema y puedan darle una solución eficaz. De por medio hay
aquí, por encima de todo, un factor de confianza que refuerza la opción de
aceptar lo que se decida sin necesidad de hurgar en las razones que la
sustenten.
Insistir
en exigirle al arbitraje cada vez más obligaciones conduce a la
sobrerregulación del régimen que es justamente lo que se quiere evitar al optar
por este medio alternativo de solución de disputas, alternativo, se entiende,
al de la jurisidicción ordinaria que se carecteriza precisamente por una
regulación muy puntual en resguardo de las garantías que demandan los
justiciables.
Personalmente
he planteado que se invierta el sentido del texto del artículo 56 a efectos de
que se exija motivación sólo en aquellos casos en los que las partes
expresamente así lo hubieren convenido. Para devolverle al arbitraje a sus
orígenes y para reforzar las garantías que inspira una elección sabia de árbitros.
En circunstancias en que todo se cuestiona –muchas veces con fundadas razones–
regresar a los tiempos aurorales es un buen ejercicio y un mejor consejo.
Cuando el árbitro se encuentra solo frente a su conciencia, sin necesidad de
explicar los motivos por los que arriba a una determinada decisión, con
frecuencia es más acertado.
Una
primera consecuencia de una reforma como la propuesta sería la inmediata y
radical disminución de los recursos de anulación habida cuenta de que la gran
mayoría de ellos se presentan por causales diversas pero vinculadas todas ellas
a la motivación del laudo. La carga de las Cortes bajaría ostensiblemente y los
jueces podrían abocarse a administrar justicia en aquellos casos en que
realmente se necesitan sus decisiones.
Hace
unos días tuve ocasión de informar en una audiencia convocada a propósito de
una anulación de laudo y pude comprobar que en efecto este recurso se emplea en
la mayoría de las veces como una apelación encubierta. Lo lamentable es que
quien hace uso de la palabra en representación de la parte que no ha solicitado
la anulación se encuentra en la necesidad de defender un laudo que por lo
general tampoco le ha concedido todo lo que ha demandado y que en ocasiones
también hubiera querido impugnar en procura de aquello que le negó.
En
adición a lo expuesto uno tiene que terminar exponiendo ante la Corte aspectos
centrales del fondo de la disputa porque si no los aborda puede quedar en el
ánimo del colegiado la sensación de que la parte se esconde en el precepto que
impide entrar a los detalles y que eventualmente carece de fundamento su
posición en ese terreno. El abogado, en tales circunstancias, se encuentra en
la necesidad de destacar que no hay razones para el recurso pero que sin
perjuicio de eso resulta pertinente aclarar los conceptos vertidos por el
recurrente, al que se identifica como demandante, a fin de evitar cualquier mal
entendido.
Los
árbitros cuyo laudo es puesto en tela de juicio no aparecen ni por asomo. Ello,
no obstante, las causales de anulación básicamente tienen relación con el
proceso mismo que ellos controlan, habida cuenta de que proceden, según el
artículo 63, por la falta de un convenio arbitral, por no haber hecho alguna
notificación, porque la composición del tribunal no se ha ajustado al acuerdo
de las partes o a lo señalado en el reglamento aplicable, por haberse resuelto
sobre materias no sometidas al proceso o que de acuerdo a ley no son
susceptibles de arbitrarse o por haberse emitido fuera de plazo.
Todas
ellas pueden ser atribuidas al tribunal arbitral, a su secretaría o al centro
de arbitraje si es que hubiere alguno. De lo contrario, podrían ser verificadas
por los árbitros. De manera que ellos deberían ser los principales interesados
en defender el laudo que han expedido. De ordinario, empero, ni los llaman. Apenas
les notifican para que hagan llegar los actuados cuando no está de por medio
una institución arbitral que los sustituye en estos menesteres. Pero de allí,
nada más. Ni siquiera son notificados con la resolución que emite la Sala.
Salvo que tenga algún éxito la articulación y tengan que retrotraer el
arbitraje a alguna etapa y retomar el proceso.
Los
árbitros suelen ser renuentes a participar en el trámite del recurso de
anulación y se limitan a esperar lo que resuelvan los jueces superiores. Es
más, he conocido casos en que ni siquiera los dejan presentar escritos
aduciendo que no son partes en ese proceso. En los arbitrajes ad hoc cuando se
me ha solicitado que envíe a la Corte el expediente me he preocupado de
acompañarlo con un escrito explicativo por lo menos para que los vocales tengan
a la vista la opinión de quienes emitieron el laudo. Pero esa es mi experiencia
personal. No hay nada legislado sobre el particular. Creo que se debería regular
este asunto siquiera para que el tribunal haga saber sus impresiones respecto
del recurso interpuesto. Entre tanto, no es mala idea ensayar la supresión de
la motivación obligatoria o empezar a pactar para que se expidan laudos sin
motivación.
EL
EDITOR
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