El viernes 26 se clausuró el XI Congreso Internacional de Arbitraje de
la Pontificia Universidad Católica del Perú organizado por su Centro de
Análisis y Resolución de Controversias ante una nutrida y heroica concurrencia
que puso en evidencia la gran atención que capta en el Perú esta materia. Pese
a ser un día que usualmente no se emplea para esta clase de eventos, la
asistencia fue compacta y muy similar a la de las dos jornadas previas.
A diferencia de las ediciones anteriores del mismo cónclave, esta vez
se programaron sólo dos mesas con cuatro o cinco ponentes por día. Eso permitió
abrir un espacio que siempre se incluía pero pocas veces se concretaba, para la
participación de los presentes. En el pasado, es cierto, en algunas ocasiones
los asistentes hacían uso de la palabra. Pero a menudo el tiempo resultaba
escaso entre otras razones porque se consideraba un mínimo de tres paneles por
día. Ahora, ha habido estación de preguntas después de todas las mesas y éstas
se han presentado por escrito, distribuyéndose en forma equitativa entre los
conferencistas. Buen punto. Quizás en un futuro se pueda interactuar más con el
público.
Nuestro editor, expuso al final del primer día sobre los adicionales de
obra y el arbitraje, destacando que no siempre estuvo prohibido dilucidar en
esta vía esta clase de conflictos. Recordó que la primera Ley de Contrataciones
y Adquisiciones del Estado 26850, cuyo proyecto personalmente elaboró, incluyó
el arbitraje obligatorio porque era la única forma de que las entidades
diluciden sus divergencias con sus contratistas de manera rápida y eficaz.
Posteriormente empezaron los zarpazos. Primero se impidió que las
decisiones de la Contraloría General de la República puedan ser controvertidas
en arbitraje. Después se amplió la restricción para comprender a las decisiones
de las propias entidades, habida cuenta de que ellas eran llevadas a esta vía
por los proveedores que se cuidaban de no sobrepasar los límites previstos. Más
adelante, se agregaron las decisiones relativas a los adicionales que se
presentan en los contratos de supervisión de obras. Por último, se ha
incorporado entre las prohibiciones a las reclamaciones sobre enriquecimiento
indebido o sin causa, pago de indemnizaciones o cualquier otra que se derive u
origine en la falta de aprobación o en la aprobación parcial de prestaciones
adicionales, en el entendido de que los litigantes, inspirados en la fuerza de la
necesidad, crearon fórmulas para exigir el reconocimiento de deudas que en
justicia les correspondían.
Es cierto que ha habido casos en los que eso no ha sido exactamente así
sino que algunos proveedores han inventado acreencias inexistentes con el
propósito de armar un proceso y de confabularse con funcionarios y árbitros
para organizar un montaje destinado a satisfacer sus turbios intereses. No
menos cierto es que ese esfuerzo delincuencial exige de la participación de
muchos actores y por eso mismo no ha sido muy frecuente. Lo frecuente, en
materia de contratación pública, lamentablemente ha sido la colusión destinada
a adjudicar contratos de manera ilícita a quienes probablemente no les
correspondía.
Querer responsabilizar al arbitraje por los últimos escándalos no es la
mejor idea ni es lo más honesto. Por eso nuestro editor hizo una defensa seria
de la institución y planteó, a contrapelo de lo que se pregona en la
actualidad, volver a los orígenes, devolviéndole las competencias de las que se
le ha ido despojando y recomendando oponer a más calumnias, más arbitraje.
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