DE LUNES A LUNES
Sobre
asociaciones público privadas, concesiones y obras públicas tuve oportunidad de
intercambiar algunas ideas con el doctor Reyes Juárez del Ángel, ex presidente
de la Federación Panamericana de Consultores y actual miembro del Comité
Ejecutivo de la Federación Internacional de Ingenieros Consultores, en el marco
del simposio internacional organizado por la FEPAC y la FIDIC en el marco de
las celebraciones por los cincuenta años de la Asociación Peruana de
Consultoría. El doctor Juárez es además el representante de la Cámara Nacional
de Empresas de Consultoría (CNEC) de México en la FEPAC y es el oficial de
Enlace del Comité de la FIDIC en Riesgo y Calidad.
En
realidad formulé dos observaciones que fluyen de la experiencia que el Perú
puede exhibir en esta materia.
Una
de ellas tiene que ver con los costos de las obras públicas y de aquellas que
se concesionan o que se ejecutan bajo la modalidad de asociaciones público
privadas. Sostuve que los montos son notoriamente más elevados en estas últimas
que en las obras que se financian directamente con fondos del tesoro público.
Quienes objetan esta afirmación señalan que en las obras públicas no se
transfiere el riesgo y que por lo tanto el Estado asume todas las variaciones
que sufran los contratos por efecto de los adicionales que tengan que
aprobarse, por las ampliaciones de plazo que deban concederse, por los
desequilibrios económicos que puedan acreditarse y en fin por cualquier
necesidad de mayores recursos humanos y materiales o de mayores equipos e
instalaciones. Como contrapartida subrayan que eso no sucede en las concesiones
o en las asociaciones público privadas porque al suscribirse los contratos bajo
estas modalidades se transfiere el riesgo y el concesionario o el contratista
asume a su costo cualquier riesgo.
Desafortunadamente
eso no es así, al menos aquí. Reyes aclaró que en México el asunto está
debidamente regulado. La práctica en el Perú, sin embargo, ha venido poniendo
en evidencia que eso sólo funciona en la teoría o cuando las reglas están muy
bien estipuladas, en los contratos y en la bases de los respectivos procesos de
selección. Algunos concesionarios son muy hábiles en demostrar que determinadas
ocurrencias escapan de la matriz de riesgos prevista y por consiguiente no
pueden ser de su cargo y responsabilidad. Es una salida interesante pero
adolece de un defecto de partida: la certeza de que no se puede prever todos
los riesgos. El riesgo mismo es la posibilidad de que se produzca un
contratiempo, una desgracia, un daño. Es lo que puede ocurrir, generalmente, en
perjuicio de alguien. Ganar un dividendo, por ejemplo, no es un riesgo, es una
posibilidad, pero que actúa a favor, no en contra, como sucede con el riesgo.
Una
obra siempre tiene el riesgo de que requiera de mayores inversiones a las
inicialmente previstas. Lo que no se puede adivinar qué es lo que ocurrirá para
que eso se produzca y eso no se puede encasillar en una matriz que se limita a
bosquejar probabilidades, con mucho éxito a menudo pero sin el grado de certeza
que la convertiría en una fórmula mágica y precisa. El riesgo siempre estará
dentro de ese amplio rubro de causales de ampliaciones de plazo o de
adicionales de obra mayormente no atribuibles a ninguna de las partes, pero que
debe asumirlas el propietario. Tratándose de obras públicas, el Estado,
subrayándose que no porque se concesionan dejan de ser públicas y se convierten
en privadas y se manejan y administran como mejor le parezca al titular de la
concesión.
La
obra pública no está sujeta a esos avatares. Tiene que lidiar, es cierto, con
un expediente a menudo defectuoso, elaborado con un presupuesto insuficiente y
por tanto sin el grado de detalle que lo podría aproximar aún más a la
realidad. Pese a ello, se ajusta a un monto previamente determinado y de allí
en adelante empieza a ejecutarse. En el camino de seguro va encontrando las
variaciones que le deben dotar de la consistencia que el proyecto no podía
prever y van autorizándose los adicionales o deductivos que sean necesarios.
Llegado a un tope, actualmente fijado en el quince por ciento del valor
inicial, para que se proceda a implementarse mayores trabajos es indispensable
que la Contraloría General de la República apruebe la respectiva solicitud, con
lo que es el propio Estado a través de un canal distinto a aquel que convoca el
proceso, el que se inmiscuye en la obra y fija una posición concreta. Eso habitualmente
no se reconoce y se pasa por alto.
El
artículo 34.3 de la Ley de Contrataciones del Estado estipula que las
prestaciones adicionales en obras pueden llegar hasta el quince por ciento del
monto del contrato original, restándole los presupuestos deductivos vinculados.
Para estos efectos, los pagos son aprobados por la más alta autoridad de la entidad.
Sin embargo, si resulta indispensable para alcanzar el objeto del contrato la
realización de prestaciones adicionales por deficiencias del expediente
técnico, por situaciones imprevisibles sobrevinientes o por causas que no se
pudieron prever en el estudio definitivo y que no son responsabilidad del
contratista, mayores a ese quince por ciento y hasta por un máximo del
cincuenta por ciento del monto inicial, la entidad puede autorizarlas, sin
perjuicio de la responsabilidad que pueda corresponderle al proyectista. Para
la ejecución y el pago, empero, se requiere de la autorización previa de la
Contraloría y de la comprobación de que se cuenta con los recursos necesarios
para atenderlas. Sólo en el caso de adicionales con carácter de emergencia, la
autorización se emite previa al pago para agilizar su ejecución.
La
Contraloría General de la República cuenta con un plazo máximo de quince días
hábiles, bajo responsabilidad, para pronunciarse. Según el artículo 176 del Reglamento
de la LCE, el plazo se computa a partir del día siguiente de aquel en el que la
entidad le presenta la documentación correspondiente. El pronunciamiento debe
ser motivado, en todos los casos, esto es, debidamente sustentado. Si no se
pronuncia, una vez vencido el plazo, la entidad está autorizada a disponer la
ejecución y el pago de las prestaciones adicionales por el monto que hubiere
solicitado, hecho que por cierto no la libera del control posterior.
Ello,
no obstante, puede ocurrir que la Contraloría requiera información complementaria
para cuyo fin debe solicitársela a la entidad, en una sola oportunidad, a más
tardar el quinto día hábil de los quince disponibles, más el término de la
distancia. La entidad, a su turno, tiene otros cinco días hábiles para atender
el pedido. El plazo de los quince días se interrumpe mientras se recaba la
información complementaria y se reinicia al día siguiente de su presentación.
Con
semejante procedimiento es obvio que la obra pública está o deba estar más
controlada y que sus montos no puedan escapar de los límites previstos. Esas
restricciones no operan para la obra entregada en concesión o contratada bajo
la modalidad de asociación público privada. Al menos, no por el momento.
La
segunda observación, íntimamente vinculada a la primera, se refiere a la
posibilidad de que no se contrate un servicio de supervisión para la obra que
no se financia íntegramente con los fondos del tesoro. El artículo 159 del
Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado estipula que durante la
ejecución de la obra debe contarse, de modo permanente y directo, con un
inspector o con un supervisor, según corresponda, quedando prohibido que
coexistan ambos en una misma obra. Define al inspector como un profesional,
funcionario o servidor de la entidad, expresamente designado por ésta para que
cumpla este rol. El supervisor, en cambio, es una persona natural o jurídica
especialmente contratada para este fin, a través de los mecanismos que la
propia norma señala. Si se trata de una persona jurídica, ésta designa a una persona
natural como supervisor permanente de la obra.
El
mismo dispositivo establece que el inspector o supervisor debe tener la misma
experiencia y las mismas calificaciones profesionales que se le exigen al
residente de la obra y que su presencia es obligatoria cuando el valor de la
obra a ejecutar es igual o superior al monto que fija anualmente la Ley de
Presupuesto del Sector Público. Según el artículo 16 de la Ley 30693 este año
es 4 millones 300 mil soles el monto a partir del cual necesariamente toda obra
pública debe tener un supervisor independiente contratado por concurso. Una de
las últimas modificatorias del Reglamento ha dispuesto que el supervisor,
cuando es una persona natural, no podrá prestar servicios en más de una obra a
la vez, salvo que se trate de obras contratadas en paquete en las que
comprensiblemente un mismo profesional eventualmente puede supervisarlas todas
en simultáneo. Obviamente si es una persona jurídica el impedimento se
circunscribe al profesional designado como supervisor que de ordinario se
denomina jefe de supervisión.
Pues
bien, en algunas obras entregadas en concesión se elimina al supervisor,
cualquiera que sea el monto de la inversión, y éstas se ejecutan por cuenta y
riesgo de quien asume el encargo. En ocasiones, bajo el control de un inspector
que cumple con los requisitos previstos en la ley pero que naturalmente no está
en condiciones de ejercer la labor que determinadas inversiones exigen en
consideración a su complejidad y magnitud.
Se
olvida, a menudo, que la obra entregada en concesión si bien puede librarse del
ámbito de aplicación de la Ley de Contrataciones del Estado y de su Reglamento,
no puede librarse de las obras normas de carácter imperativo, como aquella
recogida en el citado artículo 16 de la Ley de Presupuesto del Sector Público
que obliga a contratar un supervisor cuando el monto sea igual o superior a los
4 millones 300 mil soles. Es, por lo demás, una manera de asegurarse el
adecuado control a través de consultores especializados y con la debida experiencia
que es lo mínimo que se puede pedir en resguardo de la inversión de los fondos
públicos.
Es
verdad que no todas las obras entregadas en concesión se abstienen de contratar
una supervisión independiente. En carreteras, por ejemplo, es frecuente que no
prescindan de un supervisor. En otros sectores, sin embargo, la práctica no es
la misma. Cabe por tanto exhortarlos a que la sigan en beneficio de la correcta
inversión de los fondos públicos y de la legítima defensa de los intereses del
Estado.
EL
EDITOR
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