DE LUNES A LUNES
(Desde Medellín, Colombia)
En una reciente entrevista se me preguntó si
estimaba posible que en un arbitraje regulado por la Ley 30225 el tribunal
acepte el planteamiento que eventualmente formulen las partes para dar por
terminado de mutuo acuerdo el proceso, aún en el caso de que hubieran tenido
previamente una conciliación que pese a todos los esfuerzos no llegó a
solucionar ninguna discrepancia.
Una primera gran cuestión a dilucidar es si el
tribunal puede o no fomentar la conciliación entre las partes. Hay quienes
consideran que los árbitros son designados para analizar las pretensiones de la
demanda y la reconvención que hubiere así como las alegaciones de las partes a
efectos de administrar e impartir justicia con arreglo a ley, más aún en el
ámbito de las contrataciones públicas en el que no se pueden escapar de los
márgenes que establece la norma. Para quienes defienden esta posición, la etapa
de la conciliación es otra y se presenta antes de empezar el arbitraje, proceso
este último que sólo se plantea, dicho sea de paso, sobre aquellas pretensiones
que no fueron materia del acuerdo al que pudo haberse arribado o sobre todas
las que se reclaman en la hipótesis de que hubiere acabado sin ninguna
transacción.
Estos mismos expertos admiten una variante que
permite organizar una conciliación o abrir o reabrir una etapa de negociación
directa cuando el arbitraje está en trámite. Pero para que proceda esta
alternativa las partes deben convenir en suspender el arbitraje por un plazo
específico que obviamente puede prorrogarse. Si se resuelven todas las
desavenencias pues se acaba el pleito y no hay más reclamos que atender ni
arbitraje que reiniciar.
Para otros especialistas el arbitraje es un
eslabón más del sistema de solución de controversias, el más importante y
definitivo, sin duda. Precisamente por
ello no tiene límites en sus alcances y prerrogativas más allá del marco
normativo que le resulte aplicable. En ese contexto debe ser permeable a
cualquier fórmula destinada a concluir las diferencias tanto así que incluso
bajo el imperio de la Ley de Contrataciones del Estado, las actas de las
audiencias de instalación de los tribunales incluyen un apartado destinado a
dejar constancia de la invitación que se les hace a las partes para que opten
por una conciliación, dejando abierta la posibilidad de que lo hagan más
adelante.
De ordinario es una nota sin mayor relevancia
justamente porque no se elige el camino que ella misma propone, al menos en el
ámbito de la contratación pública, en la mayoría de las veces por la conocida
reticencia de las autoridades a transigir con sus proveedores, tendencia que –como
lo vengo sosteniendo reiteradamente– debería haber empezado a cambiar desde el
3 de abril del 2017, fecha en que entró en vigencia la norma que sanciona al
funcionario que extiende y encarece una reclamación pese a estar convencido y
pese a tener los informes técnicos y legales que le indican que su posición no
tiene futuro. Ahora, en estas situaciones, se le conmina a conciliar en la
ocasión más temprana que se le presente.
Al acuerdo puede llegarse dentro del proceso
en curso, auspiciado por los árbitros, o fuera del proceso, con conocimiento de
los árbitros o a sus espaldas. En cualquier caso, una vez arribado a él, las
partes pueden entregárselo al tribunal formalmente, transcrito en un documento,
solicitándole que lo homologue y lo convierta en laudo, lo que le dará peso y
fuerza propia y le permitirá ser ejecutado como si fuera una sentencia
consentida. También pueden desistirse del arbitraje e informarle al tribunal
que han llegado a una transacción y que ya no tienen nada que reclamarse.
En los últimos años se había extendido la
práctica de reportar informalmente al tribunal que las partes se encontrarían
satisfechas con un laudo que recoja determinadas decisiones que discretamente
les soplaban a la oreja a los árbitros para que éstos evalúen si correspondía
recogerlas en su pronunciamiento final, sin especificar su origen, como si
fueran medidas adoptadas por ellos mismos. Eso permitía acabar más rápidamente
con el proceso, evitaba mayores deliberaciones y hacía viable la expedición de
un laudo que no iba a ser impugnado por las partes.
No era, sin embargo, lo óptimo porque se
prestaba a malas interpretaciones y fomentaba reuniones extraoficiales entre
partes y árbitros que podían ser entendidas como formas de burlar el mandato
imperativo de la ley y la obligación de conservar la confidencialidad del
proceso. Ese peligro evidente también inspiró la necesidad de cambiar el
enfoque de la norma para alentar abiertamente la conciliación en todo momento y
de premiar a aquellos que solucionan conflictos en lugar de propiciarlos y alargarlos
absurda y maliciosamente.
En el nuevo escenario, por consiguiente, es
perfectamente posible que se promueva una conciliación una vez iniciado un
arbitraje. No hay que suspenderlo ni retrotraerlo a ninguna etapa previa. Si
prospera, en buena hora. Y si hay que incorporarlo al laudo, que así se haga.
Pero es preferible que quede constancia de todo. Con la debida transparencia.
EL EDITOR
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